Al final de la frontera
Feliz norte, Quienes viven, El río sin descanso, La repetición
En
uno de los volúmenes que componen la trilogía de la frontera, de Cormac
McCarthy (Providence, 1933), durante docenas y docenas de páginas nos
sumergimos en un territorio sin aspecto. Eso es lo que define, en buena medida,
los espacios que llamamos frontera. Al menos en la narrativa. Sobre la piel de
una tierra no muy hospitalaria, no existe otra ley que no sea la coherencia con
el relato que estamos construyendo. McCarhy nos hace vagar por un tipo de vida
perdida, de otra época: ellos son jinetes que recorren desiertos a caballo; las
habitaciones donde duermen, cuando tienen la suerte de dormir bajo techo,
apenas se distinguen de los establos; los coyotes son el coro mitológico de la
noche; si el perro que se acerca no te arranca media pierna de un mordisco,
seguramente te contagie con un ejército de gérmenes; las herramientas de que
disponen los protagonistas no pasan de ser sus manos y su instinto de
supervivencia. Hay maldad y no hay nadie que dé registro de ella. Pero también
la lealtad de dos hermanos o la de un tipo con una loba embarazada. Y así van
transcurriendo las páginas, alejando nuestra realidad cada vez más de esa
frontera. No solo sobre el posible mapa, también en el pasado. Hasta que os
protagonistas, que guían un rebaño de caballos, cruzan una autopista.
Así
pues, de repente nos damos cuenta de que la frontera es algo interior, una
ficción, un juego. Pero un juego en el que se debe jugar bajo las reglas de la
literatura de frontera. McCarthy ha sabido valerse de los arquetipos y de las
ideas fundadas por maestros de la literatura y del cine. A nadie se le escapa
la proximidad entre el escritor y Sam Peckinpah. Pero su trilogía, en la que
destaca la obra intermedia, En la
frontera (1994), tal vez su mejor novela, ya ha cumplido más de veinte
años. Mucha agua ha pasado bajo los puentes, que como demostró Ivo Andric
(Travnic, 1892 – Belgrado, 1975) en Un
puente sobre el Drina son otra forma de frontera. La de McCarthy un
territorio sin horizonte, la de Andric un cuello de botella para las culturas y
la guerra. Queda, pues, por comprobar qué ha sucedido con la frontera como
exploración narrativa, en una época en la que nada hay más anacrónico que las
líneas que dividen los países en los mapas políticos.
En
una época en la que las fronteras que atravesamos con más frecuencia no toman
la estampa de un listón blanco y rojo en mitad de una carretera. La frontera
más cruzada, a fecha de hoy, está en los aeropuertos. En esos quioscos donde un
guardia revisa nuestro pasaporte sin alzar la cabeza, revisando los datos en la
pantalla de un ordenador, Árpád Kun (Sopron, Hungría, 1965) ha conseguido hacer
literatura con la anécdota del paso real de una persona que se embarca en Benín
con dirección a Noruega. El protagonista de Feliz
norte tiene treinta y ocho años cuando se propone dejar atrás la costa
occidental de África, y en unas pocas horas plantarse en los fiordos y fundar
allí su nueva vida. Pero en el momento clave de la novela se topa con el
absurdo de la burocracia. Resulta que gracias a que su padre fue francés y su
madre una mujer vietnamita, tiene derecho a la nacionalidad francesa. Eso le
facilita el tránsito hacia Noruega, al no precisar de visado. Pero cuando está
terminando los trámites de despedida, desvinculándose de su viejo país, un
funcionario le detiene: si es francés, entonces ha vivido treinta y ocho años
en Benín sin pagar el visado correspondiente. La respuesta de Aimé, que es como
se llama el protagonista, exponiendo su partida de nacimiento, no es
suficiente. Este hecho divide en dos esta novela que gracias a la gente de la
editorial Tropo podemos disfrutar. Antes está nuestro viaje a Benín, narrado en
primera persona y expuesto, en buena medida, como un relato costumbrista, y
después la integración y la exposición de Aimé a un lugar y una gente tan
sorprendente para sus premisas, que solo un ejercicio que va más allá de la
empatía logrará no trastornarle. A eso que le salva suele llamarse amor.
Sin
embargo, la frontera de McCarthy o del Peckinpah de La balada de Cable Hogue, no está difunta. Para regresar a ella y
volver a sentirnos en el viejo hogar, basta con trasladarla al norte. El
desierto, todos lo sabemos, no es hostil, es asesino. Pero el norte se supone
lleno de valles fértiles y montañas que perfilan paisajes de postal. Nada más
lejos de la realidad, o de toda la realidad. El norte de esa América,
recordémoslo, también es la fiebre del oro, también es Jack London. Lo asesino
de ese norte es el frío, la lluvia incesante, las escasas garantías de salud. Y
su extensión no es menor que la del desierto. Esa frontera también se merece su
gran novela. Esa es la frontera de Quienes
viven (Sabina editorial), la primera obra que publicó Annie Dillard
(Pensilvania, 1945). Aquí están todos los condimentos de las grandes sagas, de
Faulkner y García Márquez traducidos al realismo histórico. Desde la mujer que
da a luz en el camino, tras cruzar un río, hasta el momento en que desaparece
la población que fundaron en la frontera, muerta por la razón por la que mueren
las aldeas, por la emigración a la gran ciudad, Dillard muestra que es de esos
escritores que llevan de la mano al lector para mostrarles el mestizaje o lo
clandestino. Hay violencia, por la pura necesidad animal de seguir comiendo,
entre unas familias que no son dueñas de su destino. Pero quisieron serlo.
Senadores, chinos, leñadores, indios, esclavos y niños pelirrojos pueblan esta
obra que viene a rescatar a quienes anhelan las grandes novelas, en todas las
dimensiones.
Gabrielle
Roy (Manitoba, 1909 – Quebec, 1983) dedicó buena parte de su obra a saltarse
esa gran frontera que nos muestra Dillard. Lo cual es otra forma de expresar la
frontera: ¿Qué ocurre cuando saltamos desde nuestra colonia urbana, al sur,
hasta el mundo de los inuit sin continuidad en el viaje? No hemos tenido tiempo
de asumir el desplazamiento, cuando ya nos topamos con el desarraigo. Sabemos
que, entre uno y otro lugar, como se ve reflejado en los relatos de El río sin descanso (Hoja de lata) hay
una tierra de nadie. Otra de las características propias de la frontera. Pero
la impresión que se impone, que Roy impone, es la del choque cultural o la de
la persona que se desgarra al no reconocerse en ninguno de los dos mundos. Pero
mientras tanto, en otra geografía sigue viva la otra frontera, la de Ivo Andric.
Nada representa mejor esa partición, esa fragmentación y los rigores que
impone, que la historia reciente de los Balcanes. Existe un escritor bosnio que
lo tiene presente en cada línea de su creación. Ivica Djilkic (1977) vuelve a
ese tema en La repetición (Sajalín).
En apenas unos kilómetros, durante un recorrido que debería haber sido breve,
el invierno, que no deja de ser una frontera entre el otoño y la primavera,
pues es lo que todos deseamos que pase de largo lo más rápido posible, engulle
a unos personajes con un manto tenebroso. Atrapados en un monasterio, en un
enclave que hace poco, estaban convencidos, también era su patria, una editora
de libros de texto y una mujer que se dedica a llevar flores a las tumbas de
desconocidos, otro acto propio de la frontera, respiran las ausencias que
provocaron las metralletas. Hay un silencio que es necesario para la
supervivencia, aunque ese silencio obligue a ser hipócrita. Ha caído el
comunismo y se refugian en un edificio religioso. Como si su vida se jugara
sobre una pista de tenis en el que lo antiguo está en un lado, y en el otro
también lo antiguo. ¿No es ese el resumen más preciso de lo que supone una
frontera, al menos en este mundo en que la globalización a la baja parece haber
ganado la guerra ideológica?
Fuente: FronteraD
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