La decisión de Sophie
William
Styron
Traducción
de Antoni Pigrau
Navona
Barcelona,
2016
747
páginas
Muerte
o demencia
El
capítulo de esto que llamamos vida, la propia, la que apenas ocupa unos años y
este puñado de átomos que compone cada uno de los seres humanos, se cierra con
una clara conclusión, la de elegir entre la muerte o la demencia. Existen
muchas formas de morir y muchas más de demencia. Y existe, incluso, la demencia
como muerte, que no es lo mismo que la demencia mortal o fallecer por culpa de
la locura. La demencia como muerte, como renuncia a estar presente en el
universo, es la elección de Sophie, la protagonista de la novela más popular de
William Styron (Newport News, Virginia, 1925 – Martha’s Vineyard, Massachusets,
2006). Hacia la mitad de esta voluminosa obra, Sophie, una polaca no judía
interna en un campo de concentración, planifica cómo escapar de Auswitchz y de
la sangre y el densísimo humo de los hornos de Auswitchz. Su posición le
permite una proximidad con un oficial nazi al que se impone la obligación de
seducir. Tiene que intentar parecer más sexy, dar la impresión de que está
dispuesta a fornicar, provocar que el oficial la propusiese precisamente eso.
Sophie se da cuenta de que lo más complicado será ocultar los ojos enrojecidos
de tanto llorar y secarse las lágrimas. Entonces, para animarse, se vuelve
hacia una ventana y contempla la belleza de los bosques y le parece oír la
música de Haydn. Pero de pronto cambia la dirección del viento y puede ver cómo
el humo del horno crematorio de Birkenau se extiende por los campos y las
arboledas.
Ese
es el momento de inflexión de la novela, el instante en que la demencia
comienza a significar lo mismo que la muerte. Ya nada tendrá otro sentido, ya
no importará el dolor, ni siquiera el físico. Qué más dará que a una le claven
un punzón entre las costillas si ya ha fallecido por demencia.
Pero
antes de conocer los hechos que llevan a Sophie a su culpa a su parálisis
emocional disfrazada de hipersensibilidad por la culpa de sobrevivir al horror
de la “solución definitiva”, ya hemos asistido al espectáculo de la locura. El
narrador, un joven sureño con ansias de convertirse en escritor, recién llegado
a Brooklyn y hasta cierto punto un alter ego de Styron, se hospeda en la
habitación de una casa en la que encuentra a Sophie y a su amante. El narrador
mantendrá a lo largo de toda la novela, contra viento y marea, la ilusión del
romántico patoso y una dignidad que no se vende ni cuando está muerto de
hambre. Tal vez sea el personaje más logrado de la obra, el más complejo. Y es
que Styron fue mejor escritor testimonial, como prueba su Esa visible oscuridad, que novelista. De Sophie sabemos que es una
mujer convencida de no merecerse nada bueno, de ahí que acepte los episodios de
maltrato, al tiempo que cree que el amor que vierte hacia su amante, Nathan,
conseguirá que este cambie, que este se centre. Pues Nathan es un hombre
vehemente y bipolar, un líder temperamental que dirigirá los destinos de los
tres durante la etapa de convivencia: culto, ingenioso, con una extremada
confianza en sí mismo que no deja de ser sospechosa, y sádico. Mientras que el
narrador admira, de entrada, a Nathan, se enamora de Sophie sin dejar de
sentirse inoportuno al ser consciente de lo que ella ha vivido y su consecuente
sentimiento de culpa, al que se veía obligada cada vez que revisitaba su
pasado. Sophie ve su historia a través de un filtro de autorrepulsión, como
reconoce la persona a quien elige como terapeuta, que no es otro que el
narrador.
Por
otra parte, el narrador, a su vez, se psicoanaliza con el lector. Tal vez eso
sea lo que entorpezca el espíritu de la novela, esa impresión de que se
pretende algo más que una narración de la que deducir la facilidad de equivocar
la compasión y el enamoramiento, ese imperativo de sobreponerse que, por otra
parte, es lo que diferencia a La decisión
de Sophie de otras obras sobre la consecuencia del peor episodio de la
historia de la humanidad. En buena medida, es un tratado sobre la autoestima
pero no la de Sophie, demasiado mellada como para sanar, sino del narrador.
Presa del amor platónico y del amour fou,
no esconde el deseo sexual. Mientras Sophie le utiliza para intentar
reconciliarse con el relato de su pasado, regresa una y otra vez a los brazos
de un amante cuya locura no aparece en su pasado durante buena parte de la
obra. Por lo que cabe deducir que solo puede tratarse de una patología
genética. Y es esa patología la que adora Sophie a la hora de meterse en la
cama con él. En tanto que al narrador le adora por su ingenuidad, de ahí que
sea su confesor, pues no será capaz de volver su conocimiento contra ella. Más
bien al contrario: saber el sufrimiento salvaje que tuvo que soportar durante
la Segunda Guerra Mundial, el desgarro elevado a la máxima potencia, provoca un
mayor enamoramiento. Y es que la piedad es un sentimiento peligroso.
Una
buena parte de la novela está dedicada al relato de supervivencia en Auscwitz,
en el que cabe de todo y en el que el lector acepta cualquier invento del
autor. Pues allí debió ser posible lo inimaginable. Pero la novela está en
Nueva York y en las relaciones entre los tres personajes. Unas relaciones en
las que el hecho de que una sea víctima de Auschwitz, sin ser judía, condiciona
las reacciones de espanto. O al menos parece condicionarlas. Mientras tanto, el
paisaje de Nueva York también es protagonista, con sus personajes secundarios,
unos arquetipos que podrían ser dibujos de Norman Rockwell si no estuviéramos
tratando con un tema tan serio. De ahí esos estratos sociales impermeables, que
son necesidad del realismo, como lo es el sexo explícito en una ciudad nerviosa
que ya nos resulta muy familiar, demasiado familiar. También por eso conviene
revisar obras como La decisión de Sophie,
para saber de dónde vienen los autores que pintan sus novelas sobre la ciudad
más quemada. Por eso y por el trabajo puro de novelista de Styron, que no es el
del lenguaje, si no el de la estructura de una novela bien trabada, una
estructura perfectamente planificada para que vayamos conociendo los sucesos
contemporáneos y el pasado de Sophie sin que se vean las costuras de las dos
líneas temporales.
Fuente: Revista de letras
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