Días entre estaciones
Steve
Erickson
Traducción
de José Luis Amores
Pálido
fuego
Málaga,
2016
294
páginas
Escrita
en los años ochenta, la distopía que presentan los paisajes de Días entre estaciones, que tanto
influyen en el desarrollo del relato, son una premonición real treinta años más
tarde. Que el frío invierno de París consiga que se congele el río Sena o que
la ciudad de Los Ángeles quede inundada de arena a causa de las tormentas secas
que se suceden, fueron una gran invención. Por desgracia, el cambio climático y
la intervención humana están cerca de conseguir que la pobreza que figura esta
novela imaginativa, se vuelque en realidad. Muchos de los ríos que antes
desaguaban en las orillas de California, ya mueren durante el camino a causa de
la sobreexplotación del agua dulce. Y las temperaturas se van haciendo más y
más extremas en los lugares donde se han podido contemplar las cuatro
estaciones, de modo que ya solo quedan dos: el calor y la helada. En un mundo
así, es natural que quienes lo habiten sufran el miedo a querer, a enamorarse,
sobre todo si se puede elegir. Los que quieren, con facilidad caerán en crisis
como dejar de sentirse, perder la noción de los sentidos hasta el punto de no reconocer
que está siendo violada, o sencillamente la amnesia.
Una
muchacha de diecisiete años, madre sola, que emprende un camino al encuentro de
su amor o de lo que salga, y un joven que ha olvidado los últimos nueve años de
su vida, y que luce un parche que cambia de un ojo a otro, son los dos
protagonistas actuales de esta novela. Los ojos, los gatos, los trenes, los
viajes al sur, quemar puentes detrás de sí, los telegramas, la obsesión por una
tonada, los santuarios, los colores, etc., son elementos simbólicos, metáforas
en ese mundo al que el autor nos lleva. En ese sentido, cada uno de los
elementos es fácil de reconocer: la independencia de los gatos o la temperatura
de los colores son indicios de querer comunicar con el lector. Más compleja
resulta la trama temporal. A los personajes que viven la época contemporánea,
se añade, en el centro de la novela, un joven director de cine mudo empeñado en
sacar adelante una obra maestra, una innovación cinematográfica a la altura de
las de Grifith, sobre la muerte de Marat. La reconstrucción de esa obra, el
encuentro de la última caja con el final, y la relación filial del director con
el protagonista enlazan ambas tramas. También las neurosis, el trastorno
obsesivo o el síndrome de estrés postraumático. El amor y la declaración de
amor será la única cura posible a la neurosis o a la estupidez. Y también está
presente el incesto, que a modo de distopía también aparece en los dos tiempos
narrativos, sin que quienes lo practican lo conozcan. Aquí no existe cura posible,
solo negación de la realidad.
El
hombre de quien la joven se enamoró, el padre de un hijo que aparece como un
apósito, vuelve a aparecer en Venecia, ciudad simbólica del enamoramiento
celestial, cuando ella sobrevive en un París en el que se raciona la
electricidad, concediéndose solo media hora al día para poner en marcha los
radiadores. Acompañado del joven con amnesia, emprenden un en tren viaje al
sur, que les llevará a pasar por el norte de África, que comienza con una
inesperada alianza y les llevará a un final en el que o bien terminarán de
romperse, o bien tendrán que reconstruirse con lo que quede de ellos. Por el
camino descubren que no queda ningún lugar habitable sobre el planeta. Algo que
no deja de ser un fondo, un paisaje al otro lado de las ventanillas, pues a
medida que transcurre la novela, el narrador oculta menos los sentimientos de
los protagonistas: pasa de verificar hechos a la obra intimista, en la que los
fantasmas y la sanación de los fantasmas, será el objetivo del viaje. La necesidad
de recomponerse, de sentirse completo, es el tema sobre el que Erickson (Santa
Mónica, 1950) construye esta novela.
Fuente: Culturamas
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