La ley del silencio
Budd Schulberg
Traducción de Marcelo Cohen
Acantilado
Barcelona, 2011
395 páginas
La dignidad y la conciencia
Al igual que
la famosa película dirigida por Elia Kazan, con guión del propio Budd Schulberg
(Nueva York, 1914-2009), esta es una narración sobre la dignidad de la
conciencia, o sobre la conciencia de la dignidad. Se presenta, por primera vez,
la novela que surgió con posterioridad a la película, y en cuya valoración
conviene mantenerse al margen del debate que generó la obra original, todo
aquello sobre la inflación o deflación ideológica que padecieron Schulberg y
Kazan tras sus declaraciones ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Más
arduo resulta eludir la comparación con la película, cuyas imágenes acuden
constantemente a la cabeza del lector, debido a la fidelidad con que se sigue
el relato. Y, en buena medida, da la impresión de que Schulberg escribiera la
novela pensando en cauterizar las regiones de la película más elaboradas de
cara a la galería, las trampas maniqueas y efectistas que la salpican. Ahora
bien, ser capaz de introducir esas trampas y que no se note, es uno de los
grandes retos del cine, que Kazan superó con notable. Una de ellas, la puesta
en escena, aquí es sustituida por la digresión, reflejando así el ambiente
físico y moral a través de descripciones o monólogos interiores. Así se construye
ese lugar maldito, ese puerto que es el trastero de la una ciudad enferma, el
estercolero humano de una civilización podrida, donde se han gestado unas leyes
propias tiránicas y absurdas, una comunidad donde no hay tabú más fuerte que el
silencio.
Se mantiene
el espíritu naturalista en la investigación, reconocido por el propio Schulberg
en una introducción que no conviene perderse, en la que confronta los dos lenguajes
narrativos: el cinematográfico y el literario. Pero el resultado se encuentra
más próximo a Steinbeck que a Zola. Del segundo hereda a ese tipo de narrador
que está inmerso en los sucesos, que cuenta desde dentro, un testigo
curiosamente omnisciente que es parte de ellos, del coro de protagonistas. De
Steinbeck toma prestada la atmósfera del trabajador oprimido, el sentido de la
justicia vinculado a la servidumbre al mal y una voz que nos resulta familiar.
Por otro lado, Schulberg no renuncia a la escuela americana de escritura, esa
que enseña a no esquivar los arquetipos cuando son necesarios y facilitan la
comunicación de ideas. De ahí la presencia de caracteres como el de la bonhomía
rebelde, la crueldad egoísta o la identificación de salvar la dignidad con
salir del fango. Y de ahí que se conserve uno de los reparos que se le puede
poner a la película, que es la elaboración incompleta del mal. Los villanos de
la novela han sufrido una infancia tan terrible como los protagonistas, pero
han elegido la infamia por una suerte de defecto genético, ya que no termina de
explicarse ninguna otra razón.
Donde sí
mantiene el tipo Schulberg, superando con creces a la película, es en el duelo
entre los protagonistas, Terry Malloy y el padre Barry, personajes marcados
pero en constante evolución. No siguen un renglón moral fijo, aunque ambos
están convencidos de poseer unos principios que garantizan la salvación
terrenal o divina, como lo demuestra la evolución de los personajes: salen de
cada capítulo siendo unos seres distintos a los que entraron, distintos y
mejores. Terry convirtiéndose poco a poco en un héroe, descubriendo la dignidad
de la conciencia, y el padre Barry, que aquí cobra tanto protagonismo como
Terry, resolviendo su debate interno entre la piedad y la teología de la liberación
a favor de esta última, es decir, se decanta por la conciencia de la dignidad.
En ambos el debate no se hace sin sufrimiento personal, y sin que se vean
afectados los seres que les rodean. La moraleja, más presente en la película
que en la novela dado que Schulberg acierta al cambiar el final, peca de exceso
de sentimentalismo. Lo cual no empaña una narración estupenda, fiel a un trozo
de realidad, de cuya lectura uno sale preguntándose si eso es suficiente como
para considerarla fiel a un trozo de vida. Dado que la vida no es una roca, la
conclusión debería ser que sí.
Fuente: Quimera
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