¡Despertad, oh
jóvenes de la nueva era!
Kenzaburo Oé
Traducción de Ricardo Ogata
Seix Barral
Barcelona, 2005
304 páginas
18 euros
El mundo hecho literatura
“Por entonces mi esposa se sentía
deprimida, y replicó que ella y otros padres de niños disminuidos sólo tenían
una cosa en mente allá donde estuvieran (…), a saber, vivir aunque solo fuera
un día más que sus hijos para poder cuidar de ellos siempre”.
Cuando se divulgó la noticia del
galardón del Premio Nobel de literatura 1994, apenas cupo ningún comentario, en
este país, al margen de la mención de la única novela de Kenzaburo Oé traducida
al castellano por entonces, Una cuestión
personal, que versaba sobre la minusvalía de uno de los hijos del escritor
japonés. Aunque aquella obra tomara como referencia cierta tristeza, un dichoso
malestar de vivir, demasiadas divergencias con la autobiografía de Oé, que se
iba revelando poco a poco, la definían como una obra de ficción, es decir, como
una novela. Esta de título tan extraño, ¡Despertad,
oh jóvenes de la nueva era!, sacado de un verso de Blake, que tiene como
nexo con la otra la discapacidad del hijo, parte, sin embargo, de una tesitura
tan contundente como la que expresa la mujer del escritor K, narrador de la
obra y presunto sosias del autor, en la cita que abre esta reseña. Estamos, por
tanto, frente a una obra compleja, de difícil catalogación, uno de esos libros
tan complicados de evaluar como emocionantes de leer.
¿Qué será de este Eeyore, casi el
único personaje de la obra que no es designado por la inicial de su apellido,
cuando sus padres no estén? A punto de cumplir los veinte años, pero con el
cerebro de un niño de preescolar debido a las secuelas de la amputación del
segundo cerebro con que nació, los padres ven al muchacho como un ser indefenso
para maniobrar por el mundo. Y ellos, que ya han superado los cuarenta,
comienzan a tener noción de algo que llamaríamos muerte de no ser porque
ausencia es un concepto más preciso. Entonces este Yo, el narrador con el que
nos resulta tan sencillo comulgar desde la primera página, comienza a
plantearse que para facilitar la tarea a su hijo, deberá comenzar por aclararle
cosas de la existencia. Y así, cada capítulo del libro gira y se dilata en
torno a una definición emocional, que bien puede ser la del pie del padre, o
bien las de muerte o imaginación. Estas definiciones van acompañadas de
imágenes concretas, de escenas emocionales, narradas con una destreza
magistral, la que combina la limpieza expresiva con la sensibilidad más seductora
y alejada del sentimentalismo que mata lo que pretende. Al mismo tiempo, el
narrador nos habla de su literatura, o de lo que es literatura para él, a
través del análisis de sus obras (las del propio Kenzaburo Oé), explicando en
qué capítulo autobiográfico se basó para crear tal o cual experiencia
transmitida en sus novelas, y, sobre todo, a través del estudio de William
Blake, de la poesía del visionario, que no ha cesado de leer en casi treinta
años, y a la que es capaz de encontrar, en cada revisión, nuevos matices, nuevas
interpretaciones referidas a lo que de verdad importa, que son las relaciones
de un padre con su hijo, las relaciones de un padre con el mundo y las
relaciones de un hijo con el mundo.
La narración, como no podía ser
de otra manera, es reflexiva, una reflexión donde todo, excepto Eeyore y la
poesía de Blake, es telón de fondo. ¿Qué será, entonces, lo que tengan en común
estos dos pilares sobre los que se asiente esta gran obra? Posiblemente, el
tratamiento del destino. “En estos tiempos no está claro si es mejor haber
nacido o no haber nacido”, le comenta un amigo junto al que trata de descifrar
las razones de la vida para construir algo de consuelo, algo con lo que
compensar esa mente de algún modo nublada (en palabras del narrador) del
muchacho, para que pueda afrontar, con sosiego y entereza, lo que le queda de
vida, algo que empezará, como se indica en un esperanzador final, por definirse
a uno mismo.
Fuente: Tribuna/Culturas
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