Aquella tarde dorada
Peter
Cameron
Traducción
de Araceli Arola
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2015
405
páginas
21,95
euros
Las
mudanzas del destino
Como
sugiere uno de los personajes de la novela, en uno de los escasos momentos de
flujo de conciencia, brevísimo, de apenas línea y media, que son los que se
permite Peter Cameron (Nueva Jersey – 1959), toda esta gente necesita mucha
terapia. Para que tanta lectura de cerebros descompensados resulte creíble,
Cameron recurre al lugar aislado en el infinito. Alejadas por kilómetros de
senderos, los personajes habitan en un antiguo molino o en un caserón enorme,
rodeados de extensas fincas y bosques, sin ninguna otra presencia humana hasta
mucho más allá del horizonte. El país elegido es uno de esos en los que apenas
se registran entradas de turistas, Uruguay, pero cuya gran parte del territorio
lo ocupa la interminable e inmutable pampa. La novela es una reunión de
personajes en torno a una ausencia, la de un escritor maldito, superviviente
del holocausto, alguien que únicamente publicó una novela en vida, ambientada
en Venecia, y terminó desesperándose al verse incapaz de reproducirse a sí
mismo. En el molino habita el anciano hermano del escritor, un homosexual que
pretende ganar dinero con el contrabando de arte, junto a su amante, un joven
tailandés que ejerció la prostitución infantil para no morir de hambre. Los
personajes que viven en la desarticulada mansión subsisten bajo una
inexplicable convivencia para la que se nos exige un acto de fe que la ubica en
la región de los lazos del quinto círculo del infierno. La madura esposa del
escritor apenas abandona las habitaciones de la parte superior, donde se dedica
a la pintura sabiendo que sus capacidades creativas son nulas; en la planta
baja, donde sucede la vida más cotidiana, encontramos a la última mujer que amó
el escritor junto a la hija que tuvo con él.
A
este sitio llega Omar, un profesor de universidad, de origen iraní, cuya beca
depende de conseguir el permiso de la familia para escribir una biografía del escritor. Y este acontecimiento es la piedra
que cae al estanque para que se despeñen por las laderas de los afectos las
relaciones y afinidades de los protagonistas. Lo simbólico que conlleva cada
uno de los personajes, apenas mencionado a lo largo de la obra, unido al exilio
voluntario, da mayor empaque al desarrollo de la misma. De ahí que Cameron
recurra a los diálogos, porque se trata de una novela cuyo atractivo, que es
arrollador, radica en el desarrollo de la obra y este está condicionado por los
cambios que van sucediendo en los personajes. El narrador puede ser omnisciente,
pero interviene poco; se trata de uno de esos narradores que en lugar de
presumir de conocer los movimientos sentimentales y las circunstancias que
condicionan, prefiere limitarse a ser espejo. Es escueto y Cameron consigue,
con mucho oficio, que esa concisión cobre potencia.
Así
pues, la mayor parte de la obra se centra en diálogos, con sus ramificaciones,
pero cuyo cimiento es la persuasión que sin querer ejerce el protagonista para
convencer a los albaceas de que le permitan escribir la biografía. Los
personajes dialogan sin titubeos, sin
errores gramaticales, sin repetir palabras, pero sin que se perciba la
artificialidad del recurso. La impresión de naturalidad que consigue transforma
la historia en verosímil. Apenas se detienen los diálogos, aquí y allá, para
añadir alguna frase sin contenido, expresada para ganar tiempo, y refrescando
la percepción del lector de forma necesaria. No se trata de que debamos reposar
porque nos sature el ingenio subido de los diálogos, sino de que debemos ir
reconociendo lo significativo que subyace en ellos. Los personajes son unos seres
que al comienzo de la novela dan por supuesto que saben de sí mismos todo lo
que necesitan saber, y que saben de los demás todo lo que necesitan para
coexistir con cordialidad. Pero a lo largo de la novela, a lo largo de los
diálogos que le otorgan el beneplácito a la obra de comulgar con el teatro, esa
representación de la realidad, las afinidades afectivas se despiertan y van
regresando a ser quienes fueron. Los sentimientos dormían el sueño de los
justos, pero no es justo que sigan durmiendo en ese engaño. En el sueño todo
fue dulce, pero ahora es el momento de rozar cuerpos, de hacer sonar la música
que llevan dentro esté o no desafinada.
De
ahí que esta historia no se pudiera narrar de otra manera: la confrontación de
voces, en la que Cameron evita caer en el ingenio desmedido o la agresividad,
permitiendo que la novela transcurra con la tensión exacta de la cuerda de una
guitarra, es imprescindible. La diferenciación no radica tanto en una
distinción inequívoca de voces, como en una divergencia de lógicas expresadas a
través de las voces. Tal vez supieran todo lo que quisieran saber sobre ellos
para vivir con un superficial sustrato de felicidad, pero ignoran todo sobre
quien acaba de llegar. Y así cada uno va aprendiendo algo nuevo de una forma
diferente, que les va separando de los demás. Tras cada diálogo, las relaciones
se han modificado. Si no avanza la acción, al menos sí lo hace la conciencia
del personaje. La destreza y el oficio de Cameron le permiten ir desgranando de
manera no cronológica, con breves incisos, las historias de cada uno de ellos.
Hasta componer una novela que conmueve por igual en cada una de las páginas,
una novela sobre esa mitad de nuestras vidas de las que el destino nos permite
ser albaceas.
Fuente: Revista de letras
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