Marca de agua
Joseph Brodsky
Traducción
de Menchu Gutiérrez
Siruela,
2005
92
páginas
15
euros
El arte de mirar
He aquí noventa páginas en las que se fusionan todos
los géneros; Marca de agua es un
dietario y un libro de poesía, una serie de cincuenta y una narraciones con
maceración de ensayo, un libro de viajes necesariamente autobiográfico, una obra
de memoria personal, un texto con un contenido tan bellamente madurado que
cualquier lector percibe que es una obra que se le ha impuesto a Brodsky, no
algo que él se propuso escribir. Y así es como cabe explicar el parecer del
propio Brodsky, un hombre de origen ruso pero que escribía en inglés, que
entendía la literatura como el ente casi eterno que atraviesa el flujo del
tiempo representándose en cada escritor, y también da razón a ese pulcro,
natural, elaborado y sorprendente lenguaje que representa el estado térmico de
su ánimo, de su forma de mirar. Pues de la mirada es de lo que trata este
libro. Joseph Brodsky viajó en varias ocasiones, a lo largo de su vida, a
Venecia, una ciudad que significa lo más próximo a ciertos ideales para él,
como los que se reflejan en el agua y la idea del agua: “el mismo pensamiento
tiene estructura de agua”, llega a decir. Y de agua está compuesta la lágrima,
la secreción más autónoma del cuerpo, a juicio de Brodsky, y que no por
casualidad escapa a través del ojo.
El libro comienza con unos fragmentos de su llegada
o sus llegadas a la estación de tren, en los que se presenta la voz del
narrador, que será la definición de una forma de mirar que no es ajena a la
meditación, y de una parsimonia que nos congracia con el paso del tiempo y la
poesía; se trata de un hombre listo para fundirse con la oscuridad, que
entiende que el olor de algas heladas es un sentimiento, más aún teniendo en
cuenta que la palabra algas en ruso, vodorosli,
es maravillosa. Este narrador, observador, sale al aire frío introduciéndose en
su propio autorretrato, y con los ojos cerrados contempla un penacho de algas
heladas extendidas sobre una roca mojada. De este cariz es la definición que va
haciendo de su entrada en Venecia, en la que lo concreto apenas existe, pues
incluso en las direcciones en que se mueve prima una idea gestáltica, un
concepto global, como se corresponde a “un hombre nervioso por circunstancias
propias y ajenas; pero soy observador”. De ahí esa contención, y esos momentos
en los que recurre a la reflexión que no pretende alcanzar en fin de una tesis,
pero no renuncia a sus gustos y preferencias, a sus prejuicios y criterios que
pueden ser tan aleatorios como bellamente tallados en la experiencia de la
vida, pues es consciente tanto de sus perfecciones como de sus malformaciones,
y, sobre todo, de su condición de hombre corriente. Pues incluso en los
instantes en que recurre a la espiritualidad o al humor -exquisito e
imprescindible, todo un descubrimiento para el lector- demuestra ser un hombre
humilde: no hay nada de adoctrinamiento ni de cinismo en este libro, y sí mucha
poesía, por eso “este optimismo se deriva de la neblina, de su parte de
oración”.
El propio Brodsky resume así el alma de esta obra
maestra: “Sea como fuere, los objetos no hacen preguntas: en la medida en que
el elemento existe, su reflejo está garantizado, ya sea en forma de viajero que
regresa o en forma de sueño, porque un sueño es la fidelidad del ojo cerrado.
Ése es el tipo de confianza de la que carece nuestra especie, aunque seamos en
parte agua”.
Se trata de fragmentos nunca superiores a dos
páginas y de un libro fino, para leer despacio. Un libro que nadie debería
perderse, la obra de un observador hipersensible.
Fuente: Tribuna/Culturas
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