jueves, 2 de noviembre de 2017

MARCA DE AGUA

Marca de agua

Joseph Brodsky

Traducción de Menchu Gutiérrez
Siruela, 2005
92 páginas
15 euros

El arte de mirar


He aquí noventa páginas en las que se fusionan todos los géneros; Marca de agua es un dietario y un libro de poesía, una serie de cincuenta y una narraciones con maceración de ensayo, un libro de viajes necesariamente autobiográfico, una obra de memoria personal, un texto con un contenido tan bellamente madurado que cualquier lector percibe que es una obra que se le ha impuesto a Brodsky, no algo que él se propuso escribir. Y así es como cabe explicar el parecer del propio Brodsky, un hombre de origen ruso pero que escribía en inglés, que entendía la literatura como el ente casi eterno que atraviesa el flujo del tiempo representándose en cada escritor, y también da razón a ese pulcro, natural, elaborado y sorprendente lenguaje que representa el estado térmico de su ánimo, de su forma de mirar. Pues de la mirada es de lo que trata este libro. Joseph Brodsky viajó en varias ocasiones, a lo largo de su vida, a Venecia, una ciudad que significa lo más próximo a ciertos ideales para él, como los que se reflejan en el agua y la idea del agua: “el mismo pensamiento tiene estructura de agua”, llega a decir. Y de agua está compuesta la lágrima, la secreción más autónoma del cuerpo, a juicio de Brodsky, y que no por casualidad escapa a través del ojo.
El libro comienza con unos fragmentos de su llegada o sus llegadas a la estación de tren, en los que se presenta la voz del narrador, que será la definición de una forma de mirar que no es ajena a la meditación, y de una parsimonia que nos congracia con el paso del tiempo y la poesía; se trata de un hombre listo para fundirse con la oscuridad, que entiende que el olor de algas heladas es un sentimiento, más aún teniendo en cuenta que la palabra algas en ruso, vodorosli, es maravillosa. Este narrador, observador, sale al aire frío introduciéndose en su propio autorretrato, y con los ojos cerrados contempla un penacho de algas heladas extendidas sobre una roca mojada. De este cariz es la definición que va haciendo de su entrada en Venecia, en la que lo concreto apenas existe, pues incluso en las direcciones en que se mueve prima una idea gestáltica, un concepto global, como se corresponde a “un hombre nervioso por circunstancias propias y ajenas; pero soy observador”. De ahí esa contención, y esos momentos en los que recurre a la reflexión que no pretende alcanzar en fin de una tesis, pero no renuncia a sus gustos y preferencias, a sus prejuicios y criterios que pueden ser tan aleatorios como bellamente tallados en la experiencia de la vida, pues es consciente tanto de sus perfecciones como de sus malformaciones, y, sobre todo, de su condición de hombre corriente. Pues incluso en los instantes en que recurre a la espiritualidad o al humor -exquisito e imprescindible, todo un descubrimiento para el lector- demuestra ser un hombre humilde: no hay nada de adoctrinamiento ni de cinismo en este libro, y sí mucha poesía, por eso “este optimismo se deriva de la neblina, de su parte de oración”.
El propio Brodsky resume así el alma de esta obra maestra: “Sea como fuere, los objetos no hacen preguntas: en la medida en que el elemento existe, su reflejo está garantizado, ya sea en forma de viajero que regresa o en forma de sueño, porque un sueño es la fidelidad del ojo cerrado. Ése es el tipo de confianza de la que carece nuestra especie, aunque seamos en parte agua”.
Se trata de fragmentos nunca superiores a dos páginas y de un libro fino, para leer despacio. Un libro que nadie debería perderse, la obra de un observador hipersensible.


Fuente: Tribuna/Culturas

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