Las plumas
Salim
Barakat
Traducción
de Carolina Frías Ortiz y Almudena García Algarra
Navona
Barcelona,
2017
300
páginas
Si
viviendo fue un sueño
El
listado de personajes, que aparece al principio, no a modo de glosario,
comienza por Kurdistán. Es decir, el protagonista es un país que un tal Hamdi
Azad puede demarcar. Pero Azad no es el segundo en la lista, sino su hijo, Mem,
que, nos indica Salim Barakat (Mosisana, 1951), conquista la libertad. El hecho
de entrar a la novela mediante la presentación de los personajes, y dado que no
es una obra de teatro novelada, supone que este es el inicio de la obra.
Porque, a la hora de la verdad, la secuencia y la dosificación, tal y como irán
apareciendo posteriormente, no hacía necesario algo parecido al árbol
genealógico de los Buendía. Las plumas es un personaje escenario, Kurdistán,
que alguien puede demarcar, porque está lejos de donde se encuentra, pero justifica
su vida. A su vez, esta persona tiene un hijo que conquista la realidad. Dado
que Kurdistán es un estado que no existe, pero no así el país, un territorio
que comparten varios estados, con su lengua y su cultura, con su historia y su
personalidad, que un emigrante kurdo tenga un hijo que conquista la realidad,
es tanto como decir que Mem, el hijo, padecerá la no existencia de su país.
¿Hasta qué punto supone la realidad un padecimiento? Para llegar hasta allí,
hasta un final que no desvelaremos, debemos pasar previamente por lo que
significa la búsqueda, fortuita o voluntaria, de esa realidad.
El
libro se abre con un capítulo en el que un suicida piensa sobre la belleza, con
un tono elegíaco de despedida, y con una intensidad que le arrima al calor de
lo horrible. Las páginas que leemos son de una belleza desconcertante. Tal vez
demasiado hermosas. Los sentidos del narrados son suaves, pero se abren como
heridas; la nostalgia es absurda, pues se refiere a algo que ignora; los
elementos alegóricos abundan, como la pluma, que es vuelo, libertad, o la
ceniza, que es la memoria. Existe un fondo sufí que nos aleja a quienes
desconocemos en profundidad cierta cultura. La sensación de pérdida, a lo largo
de la novela, es constante: los símbolos son numerosos y se enuncian después de
haberse destilado mediante una poesía milenaria. Un ejemplo, cuando trata sobre
un corcel: “su ascenso por las nueve vías del aire, la primera de las cuales es
la perplejidad; la segunda, el asombro; la tercera, la mirada; la cuarta, el
temor; la quinta, el susurro; la sexta, el lamento; la séptima, el estupor; la
octava, la satisfacción y la novena, la cháchara”. ¿La cháchara? Uno desconoce
si es un acierto cultural o un error del traductor. ¿Por qué no el diálogo o el
flujo de conciencia? En cualquiera de los casos, es nuestra limitación la que
nos impedirá respirar a fondo esta obra. Porque de eso se trata, de respirarla.
O
de soñarla. Sí, porque Mem, en los capítulos posteriores, será quien nos dibuje
un proceso de aprendizaje, un crecimiento, que tiene mucho de onírico. En el
segundo capítulo, quien comienza siendo chacal en el desierto, termina siendo
un hombre, después de un proceso de transición como niño. La magia, como no
podía ser menos en la literatura oriental, regresa a nuestro cómodo sofá: las
transformaciones, las multiplicaciones, los viajes astrales, la
antropolicandría o el lobo-hombre, la separación entre humano y divino. Y la
familia, que a partir de entonces protagoniza la novela: el padre y el hermano
de Mem, y en menor medida la madre y las hermanas. Fiel a los clásicos, el
humor tiene vínculos estrechos con la ingenuidad. Fiel a lo espiritual,
atribuye alma hasta al silbido de una hoja soplada por una boca. Y poco a poco,
la obra abandonará su entorno mágico, para ir aterrizando en un costumbrismo en
el que hasta la administración viene a recordarnos que los sueños están
reservados para la noche. De una manera un tanto fabulosa, en todos los
sentidos del adjetivo, también como fábula, estamos ante una de las más
hermosas novelas sobre la derrota. Y uno debe poseer un talento fuera de lo
común para que belleza y derrota no sean agua y aceite.
Fuente: Culturamas
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