Nada que esperar
Tom
Kromer
Traducción
de Ana Crespo
Sajalín
Barcelona,
2015
214
páginas
18,50
euros
La
suciedad real
Una
serie de escritores americanos, que llegó a crear escuela también fuera de ese
microcosmos literario que es Estados Unidos, aunque sin cuajar con idénticas
pústulas, inventaron esa corriente que hoy conocemos como realismo social.
Desheredados y borrachos, los protagonistas iban dejando calzoncillos sucios de
cualquier excrecencia que soltara el cuerpo, por el suelo, por las aceras y en
los baños donde se masturbaban o se metían en la bañera para sajarse las venas
de las muñecas. En lugar de un testamento, quedaba un reguero infinito de
botellas de matarratas con las que habían intentado olvidar lo jodido que es
cada minuto de la vida. El sexo se había reducido a follar. Y la prosa a una
dicción que en bajo la batuta de la armonía debería sonar a asco. Pero esa
corriente literaria tuvo un origen o varios orígenes, y el más celebrado fue la
Gran Depresión. Leída a fecha de hoy desde nuestras butacas, antes de abrir la
bolsa de palomitas y la lata de cerveza para disponernos a ver una película
saturada de efectos especiales, la Gran Depresión es casi un decorado contra el
que se han podido escenificar algunas obras maestras de la literatura. Basta
con mencionar a Steinbeck para dar
fe de ello.
Pero
detrás de ese decorada existía mucha mierda civil sobre la que pisaban, se
arrodillaban o llegaban a yacer para intentar conciliar algo de sueño, dándose
de bruces con que es posible mantener los ojos cerrados varias horas sin
obtener descanso, un montón de residuos humanos. Tom Kromer fue uno de ellos y en este libro imprescindible, Nada
que esperar, viene a constatar que el realismo sucio es apenas una
golosina infantil al confrontarlo con la sucia realidad. Hijo de inmigrantes,
de trabajadores que bregaban para darle algún estudio universitario, la vida se
torció de tal manera que a los veintitrés años tuvo que salir al ruedo de la
miseria para vivir como vagabundo, como mendigo. Pasaba días enteros sin comer
y pidiendo limosna, fue condenado a prisión por dormir en un edificio vacío
durante una tormenta; recibió carcajadas como respuesta a sus demandas de
empleo; viajaba en trenes de mercancía, aterido de frío, confiando en topar con
mejor suerte en la siguiente ciudad; convivió con vagabundos en los que no
había nada de filósofo. Y decidió ir escribiendo sobre ello con la misma jerga
que utilizan los vagabundos. Nada que esperar no tiene otra aspiración
literaria que no se la de presentar el reflejo de la basura humana, esa que
escondemos debajo de la alfombra, en un espejo.
Los
textos fueron escritos en librillos de papel de fumar, en los márgenes de los
folletos religiosos, en cualquier cuartilla de papel. La narración consecuente,
crudísima, es pura realidad, pura autobiografía, aunque dispuesta de manera que
la atención del lector quede atrapada en la incertidumbre: qué estrépito será
el que nos presente en el siguiente episodio. Porque en todos ellos, sucedan en
los comedores religiosos o narren la picaresca vírica de algún otro vagabundo,
caen de bruces sobre el lector de manera que no le quede más remedio que
gritar: “¡Hostia puta!” Cualquiera de nosotros, de los que vivimos en un piso
en el que podemos permitirnos la higiene de lavar el retrete con lejía al menos
una vez por semana, sabemos que si chillamos esas dos palabras una sola vez,
basta para que se anule la posibilidad de que nos canonicen. Para Tom Kromer la
expresión se sucede segundo a segundo, una y otra vez. Con todo lo que ha
puesto en estas páginas de denuncia social, Nada
que esperar provoca en un porcentaje muy escaso la identificación con el
sufrimiento de los sin techo. Pero ese escaso porcentaje es demoledor.
Fuente: Revista de letras
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