La librería ambulante
Christopher
Morley
Traducción de
Juan Sebastián Cárdenas
Periférica
Cáceres, 2012
182 páginas
Una mujer viene al mundo
Al calor de
la clásica novela itinerante, de la tradición picaresca, Christopher Morley
(Haverford, Pensilvania, 1890-1957) escribe esta obra, La librería ambulante, con más facilidad que potencia. Se trata de
una obra sencilla, de desarrollo y prosa ágil, con una estructura lineal,
diseñada para leerse en dos noches, mientras uno espera a que el calor del
sueño le cierre los ojos y le mande al país de los absurdos. Uno abre la novela
pensando que se va a encontrar una narración que le debe algo a Tom Jones, o que va a ser un antecedente
de los road movies tipo Thelma y Louise,
y sin embargo se encuentra con algo mucho menos gracioso que el primero y mucho
más desenfadado que la película de Ridley Scott. Se trata del relato de un
trozo de vida de una mujer de cuarenta años, Helen McGill, que, empujada por la
necesidad de no introducir cambios en su vida, emprende un viaje de un mes en
un carro que transporta una librería y un hogar de campamento. Durante el
trayecto, le acompañará el antiguo propietario del negocio, Roger Mifflin, una
mula y un chucho que no sirve ni siquiera para ladrar a la luna. A lo largo de
su escapada, se sucederán una serie de encuentros y aventuras que tienen más de
vulgar que de gracioso, excepto por alguna de las salidas de pata de banco con
que nos sacude el señor Mifflin, un experto caradura, un veterano del
cambalache, del ilusionismo verbal. Con estos mimbres, Morley teje una novela
que en la que, a primera vista, lo único que importa es pasárselo bien. Ese
parece ser el primer mensaje de la obra: para la señora McGill el viaje es el
descubrimiento del mundo, de un planeta divertidísimo, pese a reducirse al
interior de los Estados Unidos, mientras que para el lector lo que cuenta es
pasar un par de horas entretenido. Sería algo así como la defensa de un
hedonismo de andar por Iowa: “Cuando rememoro la experiencia me parece un poco
alocada, pero a la vez llena de un aura casi evangélica. Pensé que si mi
propósito era vender libros también era necesario que me divirtiera
haciéndolo”. Esa es la confesión de la señora McGill, la narradora de su
historia.
Pero de La librería ambulante pueden extraerse
otras conclusiones mucho más satisfactorias. Está, por ejemplo, ese
planteamiento de fondo propio de las novelas de iniciación, esa idea de que uno
aprende caminando. También leyendo, pero sobre todo caminando. De ahí que el
ambiente comulgue de la ruta y comulgue del mundo del libro. Lo cual da pie a
una nueva reflexión sobre la necesidad del movimiento frente a la necesidad de
echar raíces, opción, esta última, que parece la favorita de la protagonista y
también de Morley. Aun así, se deja traslucir la idea de lo contradictorio que
es el ser humano. Aunque la conclusión no deja de ser un tanto conservadora:
tras emprender una etapa de su vida que la va a transformar, la señora McGill
opta por regresar al hogar. A los cuarenta años huye, sin saberlo, de todo lo
que le pesa, de esa educación reaccionaria que se le impuso, que la transformó
en una mujer gordita que sacrificaba la propia existencia para cocinar pasteles
de carne que devorara su hermano, el artista de la familia. El mundo rural
americano se presenta como un entorno mediocre, pero termina imponiéndose como
un entorno acogedor. Hay una idea latente, a punto de explotar en alguna
ocasión de la novela, relacionada con la liberación de la mujer, como, por
ejemplo, cuando se denuncia la falta de autonomía doméstica del hombre y, por
encima de todo, cuando se descubre el amor. Pero también hay un mensaje
demasiado conservador en la idea final de compromiso matrimonial, una
imposición como una verdad pura que se impone hasta en el espíritu del que ha
sido el maestro en el arte de vivir. O bien esa es la idea que maneja el autor,
o nos engaña con un entretenido juego de autosecuestros y provocación
intencionada del síndrome de Estocolmo. Pero esta representación parece alejada
de sus intenciones. Posiblemente se trata de una obra más pensada para los
votantes del partido Republicano que para gratificar a las mujeres que
reclamaban un poco de dignidad.
Fuente: Quimera
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