El deshielo
Lize
Spit
Traducción
de Catalina Ginard y Marta Arguilé
Seix
Barral
Barcelona,
2017
526
páginas
Es
posible que el lector considere que las últimas ciento cincuenta páginas de
esta novela contienen un tipo de violencia demasiado explícita, rompiendo la
genialidad con la que insinúa a lo largo de las anteriores. Pero lo que es
seguro es que todavía arrastramos la bola de preso del contrato social que es
la conciencia, con un falso pudor que ya está bien de respetar. Agota Kirstoff,
de quien bebe Lize Spit, ya lo demostró en El
gran cuaderno, que ahora actualiza Lize Spit (Bélgica, 1988).
Spit
planifica la obra sobre la memoria en tres estratos: el inmediato, en el que
visita el gran negocio que abre uno de sus amigos de la infancia; el de la
infancia, propuesto en escenas en que cada capítulo tiene una entidad como
relato; y el año 2002, el de la adolescencia rural de tres personajes en el que
la tontería termina por ser pornografía salvaje. La narradora elabora sus
recuerdos con el vaivén nada cronológico con que funciona la memoria
involuntaria, deja intuir la necesidad de verbalizar su pasado por algún motivo
de peso. De la motivación no sabremos nada hasta el final, pero de su peso sí
nos daremos cuenta, a medida que avanzamos en la lectura, que es una carga de
profundidad que no cesa de caer hacia el fondo de un océano de horror. Ligar la
muerte, el horror y la familia, mostrándonos una ventana hacia el cariño, es un
ejercicio de equilibrio que resuelve Spit con un oficio y un talento pocas
veces mostrado.
De
su familia sabemos que el padre parece aborrecer a los demás, la madre es
alcóholica, su hermano mayor está condicionado por haber sido el superviviente
de un parto de mellizos, y la hermana pequeña padece diversas enfermedades del
alma y es el clavo sobre el que golpean los martillos de los padres. Esta
figura, la de la hermana pequeña, es la que salva a la protagonista: si conoce
alguna forma de amor, es la compasión que siente hacia ella.
El
hecho de que los episodios centrales tengan lugar en los momentos en que se
descubre el sexo, nos hace pensar en una novela de iniciación. Y sí, no hay
episodio en el que no se aprenda algo y de episodio a episodio la apuesta sube
de gradación. El escenario rural podría sanar, dado que en una sociedad del
recién inaugurado siglo XXI algo de bucólico debería compensar esas apariciones
que de vez en cuando nos sorprenden, como la autopista o el WhatsApp. Pero
viven en una cárcel, semejante a un tiempo entre guerras. Ese entorno rural y
esos dos amigos a los que se les ocurre enredar con las chicas a un juego que
va pasando de lo pueril a la matanza del atractivo sexual, esos padres
borrachos que han matado la infancia de sus tres hijos, su hermana pequeña y,
finalmente, su hermano, construyen una moral que la narradora nos deja
vislumbrar. El peligro sucede porque la forma de aprender no tiene nada que ver
con el contrato social que llamamos conciencia. Su arrepentimiento es único y la
condiciona de una manera que no podemos comprender, sino leemos toda la obra,
incluidas las páginas que no son aptas para estómagos que presuman de
delicados.
Sorprende,
se nos anuncia, que una escritora tan joven haya creado esta obra. Durante la
lectura, poco importa ese tipo de datos. Durante la lectura lo que valoramos es
la tensión que nos mantiene unidos al texto. O la imaginación, que esperemos
que Spit no haya desgastado escribiendo esta obra y pueda seguir creciendo,
madurando. No diremos fermentando, porque en muy pocas ocasiones habremos leído
un libro en el que la imaginación se haya puesto a fermentar tanto y con tanto
ahínco como en esta novela extraordinaria en el sentido más literal del
adjetivo: muy alejada de lo ordinario.
Fuente: Quimera
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