A través de la noche
Stig
Saeterbakken
Traducción
de Cristina Gómez-Baggethun y Oyvind Fossan
Mármara
2017
296
páginas
PUTA
MIERDA DE LOS COJONES. Con perdón. Así es, con mayúsculas, como empieza este
libro que es novela por la sencilla razón de que el autor ha puesto al
protagonista un nombre distinto al suyo. Sorprende que se ande con menos
tapujos que un macarra del Bronx con una botella rota en la mano, dispuesto a
vengar la violación de su hermana, sobre todo porque a lo que más se parece
esta obra, a la hora de la verdad, es a Virginia Woolf. Todo lo que sucede,
sucede dentro de la cabeza del protagonista, narrador. Pero entre la cabeza y
los ácidos del estómago hay una conexión tan directa como el hilo que unía los
vasitos de Danone con el que construíamos nuestros teléfonos infantiles. Porque
a la par que los sucesos, el autor conjura toda su vida para referirla en menos
de trescientas páginas. En ese sentido, es inevitable que a uno le venga a la
cabeza la obra río de Knausgard. Pero a la hora de cotejarlos, el más famoso,
el más explícito, el más voluminoso, empequeñece. Knausgard se convierte en un
autor, con demasiada frecuencia, al que le sobran páginas. Mucho de lo que
cuenta importa poco, no es nada que no hayamos visto o leído anteriormente. Nos
obliga a tener una paciencia de gran lector para despertarnos en los momentos
más brillantes.
Pero,
por otra parte, Knausgard es un nihilista que pretende escribir una obra
nihilista por puro placer. Suena a paradoja, pero esa es la certeza: el placer
del nihilismo. Sin embargo, en este A
través de la noche el nihilismo es más falso que una escopeta de madera. En
Knausgard existe una conciencia de poner orden en su pasado, como un borracho
saldando deudas sin importarle llevarse por delante a lo que uno se supone que
le debe amor divino, como es a los padres. Pero aquí no hay deudas. Aquí hay
culpa. El narrador es un dentista, un hombre que conoce a la gente por el cielo
de la boca y las caries de las muelas, que ha perdido un hijo. El suicidio del
hijo echará por la borda su matrimonio. La mujer le culpará en abstracto,
porque alguien tiene que tener la culpa y no consiente pensar que es ella. Y él
afronta un luto en soledad por eso que decía Sartre, que en este caso se
cumple, de que el infierno son los otros. No engaña a nadie, porque sabe que de
hacerlo perdería ese sentimiento que le obsesiona, que se conoce como libertad.
Que la libertad sea una obsesión es otra de las paradojas que aprendemos en
este libro. Y lucha contra la autocompasión, sabe que no es un fracasado, en
ese sentido, es un hijo de los tiempos que le tocó vivir, en los que el
nihilismo se aparea con una mirada existencialista, para dar lugar a la
ebriedad más propia del hombre del siglo XXI, que siempre viene en forma de
neurosis. No hay consuelos para él, no lo hay en el viaje, que es el gran
consuelo de los mediocres. Ni siquiera se permite el dolor, porque lo encuentra
igual de cursi que la felicidad.
Así
pues, ¿de qué trata este libro? Apenas hay trama, excepto en la resolución final,
de obligada lectura metafórica. El libro afronta las relaciones humanas, en las
que la que mantiene con su hija viva, más platónica que física, es la de mayor
relevancia. Pero el libro trata sobre la imposibilidad de reinventarse. Y esa
imposibilidad no viene por la incapacidad de crear una nueva vida, de largarse
a otro lugar y encontrar otro empleo, o incluso de fundar otra familia. No. Lo
que resulta imposible es desaprender. El narrador menciona aparecer de la nada
como su sueño. Pero el problema es llegar a la nada. Y los demás se encargan de
que no podamos alcanzar esa meta, desaprender, reiniciar cuando la única
salvación del nihilismo, del existencialismo y de la vida, es nacer de nuevo.
Fuente: Culturamas
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