La reina del aire
Los mitos griegos de la nube y la tormenta
John Ruskin
Traducción de Alba Esteva y Javier Alcoliza
Pepitas de calabaza
Logroño, 2017
192 páginas
El propósito de ser sublime sin interrupción, ha convertido a muchos autores en una caricatura. Ser sublime sin interrupción, al menos en cuanto a autor, es algo que a muy pocos les sale por naturaleza, como un árbol que solo diera manzanas de oro. Tal vez en la vida de John Ruskin (1819 – 1900) haya más manchas negras que en una novela de piratas, pero en su obra, sin que apenas él se dé cuenta, la filosofía es poesía y la poesía filosofía. Es sublime sin interrupción. De ahí que, si uno se dedica a leer su obra durante varias horas seguidas, salga con el estilo de vida cambiado, anacrónico y mejor. Sus reflexiones sobre el paisaje o el arte han sido divulgadas en cientos de ediciones, pero en lo que se refiere a los mitos griegos, su presencia no ha sido tan frecuente. Al menos como eje central. Porque sí aparecen constantemente en su erudición sin alardes, porque Ruskin es consciente de dónde venimos y sabe la importancia de recordarlo. En este caso, por doble partida. Por un lado, Atenea, la diosa de todo lo hermoso en la Grecia clásica, y por otro Jerusalén, el lugar desde el que surge nuestra cultura, al menos en lo tocante al condicionamiento moral. Por un lado, una cultura sin escrituras sagradas y con millones de relatos a la luz de la lumbre, y por otro una escrituras sagradas que Ruskin ve más afectadas por la poesía que por otro género literario que pudiera comprometerle. La poesía, a mayores, es más universal.
Atenea es la diosa del aire y del fuego, que se alimenta de aire. Y el fuego, a su vez, da calor al corazón, es la energía de la vida. El ejemplo que saca Ruskin a colación es la floración de las plantas. Por un lado Homero y las historias que se refieren a lo concreto, y por otro una cultura que nos dicta a qué debemos aferrarnos y que, desde el Nuevo Testamento, posee cierta dicha que comulga con el resto de la buena parte de las religiones. Por un lado los héroes, que representan ideales vivos, y por otro imágenes corpóreas, que reflejan influencias espirituales. Para Ruskin, cambian los símbolos, no las ideas.
Por ejemplo, la prudencia, la justicia y la templanza serán las tres cualidades de Atenea. El cristianismo traduce esas leyendas a otra escala, más humana, más próxima en lo formal. Pero en ambas culturas, nada es más fuerte que el aire. Los ejemplos a ese efecto se multiplican. Y nada es más bello que la música de la flauta, excepto los cantos de los animales, que también se producen por la circulación del aire. Y es que Ruskin sostiene que la naturaleza es bella incluso cuando provoca algo que nos aterre, como las serpientes. Y será de esta tierra, de la que nos regala la naturaleza de la que esperemos el descanso, pues tanto los griegos de la edad dorada como los cristianos más sinceros, no esperan otra recompensa del cielo que el honor, y de la tierra el descanso. Ruskin no se olvidará de los estudios de historia natural, entonces una ciencia de hipótesis en la que cabían las leyendas, para sostener sus afirmaciones, pero también los representará como mitos. La propia serpiente, en tanto que mito, mide la relación con el pecado, el remordimiento o la aflicción.
La propia serpiente forma parte de Atenea, no solo en la cabeza de la Gorgona que luce en su manto, sino que de ella recibe vida y salud a través del aire del que la diosa es dueña. Y así, la reseña podría continuar hasta extenderse tanto como el libro. Pero este no es nuestro objetivo. Nosotros pretendemos que la gente se aficione a leer a Ruskin, a la lectura sublime que no nos viene mal interrumpir de vez en cuando, porque su continuidad es de las que nos tientan a ser mejores personas.
Fuente: Culturamas
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