Algún día escribiré sobre
África
Binyavanga
Wainaina
Traducción
de Jesús Gómez Guitérrez
Sexto
piso
Barcelona,
2013
324
páginas
Flores
que brotan lejos del conocimiento
¿Cuál
es la verdadera materia con la que se construye la literatura? Al principio, están
las palabras. Cada palabra es un concepto, una idea. Cada pareja de palabras es
una nueva idea, un enriquecimiento, una polisemia al tiempo que una novedad. Y
a medida que se incrementa el número de palabras, asciende el sentido de lo que
hablamos, de lo que escribimos. Pero además está la música. El ritmo de las
palabras, que es la demostración de los diferentes grados de la sensibilidad, de
las alteraciones emocionales. Escribir es también una cuestión de oído. Y de
imaginación, de esa versión de la inteligencia que consigue que la fantasía se
nutra de la realidad en un camino de ida y vuelta. En literatura, la realidad
nos sacude desde la ficción. Aunque el texto sea autobiográfico. Como en el
caso de este excelente libro, de esta crónica en la que queda patente otro de
los requisitos que debe poseer la materia de la que se construye la literatura:
que el que gaste palabras e ideas tenga algo que contar.
“Tengo
siete (años) y sigo sin saber por qué todo el mundo parece saber lo que hace y
el motivo por el que lo hace”, confiesa, al principio del libro, Binyavanga
Wainaina (Nakuru, Kenia, 1971), y mantiene viva la pregunta a lo largo de cada
página. Consciente de que él es mundo, procede, desde esa declaración de
intenciones, a narrar sin trama su extrañamiento. Porque en esta obra magistral
de la literatura, Wainaina da fe de que la gran certeza no ayuda a conocer, que
es casi hasta necesario preguntarse constantemente quién es uno mismo,
extrañarse de uno mismo. Y, en su caso, representar el extrañamiento por esa
África de la que desearía hablar, pero siendo un escritor con un alma tan
africana como Ben Okri o Ngugi Wa Thiong’o, reconoce que sólo está en ruta.
Cada párrafo, cada expresión, cada capítulo, representa mirar de nuevo, volver
a sentir, ir a cada episodio de la vida como si uno estuviera naciendo. Dado
que el mundo está en transformación, ninguna experiencia, y mucho menos la
literaria, debería ser ajena a los momentos iniciáticos. Como los que van
construyendo el sentido de un libro sensato, creativo y honesto: Wainaina
reconoce que el muestra sólo un trozo de África, su trozo de África. Y eso
pedazo, que es al mismo tiempo su vida, tan pronto es un lugar como una
sensación, un gesto como un acto, un sonido como una reacción. Hasta un lugar común
puede tener cabida en el libro, un tópico aceptado por el occidente colonial e
incrustado en este mosaico atomizado.
Al
fin y al cabo, este libro trata sobre la memoria, y la memoria funciona sin
argumento, sin hilo narrativo, sin la perfección de una trama, pero salpicada
de flores y de conflictos. Los recuerdos son inmediatos y por tanto breves. A
lo que más se parece la memoria es a un parpadeo, seguido de otro parpadeo. Y
cada vez que cerramos los ojos, junto a las sensaciones nos sacude la conciencia
de vivir en el presente: “La peor de las maldiciones del pasado es que siempre
empiezan ahora mismo”, dice Wainaina, que siente que no debe seguir viviendo en
su propia historia. De ahí esta nostalgia con un punto dulce de acritud, de
drama ambiguo, de ahí la necesidad de cauterizar que vincula un recuerdo con el
siguiente. Aunque no se trate de un libro catártico. Es, más bien, un canto
reclamando la falta de sinceridad que existe en quien pretende enunciar y
explicar la complejidad y diversidad de una tierra, la tierra donde nació la
música. Y donde las metáforas viven en plena ebullición. Y no sólo entre las
líneas de la literatura, sino incluso en el concepto con que se gestó este
libro, esa metáfora del hombre perdido que, de alguna forma, también se encuentra
en Teju Cole y su Ciudad abierta, por
ejemplo, una obra que Wainaina consigue superar a lo largo de estas trescientas
páginas que no deberían faltar en ninguna biblioteca.
Fuente: Quimera
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