El fantasma del rey Leopoldo
Una historia de codicia,
terror y heroísmo en el África colonial
Adam
Hochschild
Traducción
de José Luis Gil Aristu
Malpaso
Barcelona,
2017
515
páginas
Existen
diversas denominaciones de origen para el odio: el de los amantes contrariados,
el de los teólogos, el de los eruditos también contrariados y el de la codicia.
Seguramente cada odio tenga, a su vez, versiones poliédricas y cara únicas, no
universales. De niño, uno creía que para odiar hasta el fondo hacía falta ser
Alí-Kan, el malvado a quien perseguía el Gerrero del Antifaz, o más tarde
alguno de los personajes de las películas de Disney cuyo único propósito es
hacer desaparecer al protagonista movido por los celos. Pero leyendo este
extraordinario ejercicio de historia, narrativa e investigación, uno concluye
que existe un odio particular que no es necesario ejercer en nombre de un dios
ni de los complejos de un ser con defectos, como el fantasma de la ópera. Hay
un odio muy personal en el rey Leopoldo II de Bélgica, que tiene que ver con la
codicia, pero no con la que es tan frecuente en los regentes, vinculada, aunque
sea con artificio, a la teología o al patriotismo. Se trata de la única versión
conocida de la colonización con fines de ampliar la riqueza personal, en la que
corrieron ríos de sangre sobre la mancha del Congo. No hay silogismo que valga.
Leopoldo aspiraba a poseer su propia colonia y la encontró en el último vacío
de un mapa del mundo. Leer este libro y pensar que es imposible que el rey
Leopoldo no fuera consciente de su maldad, nos lleva a pensar que los límites
de la psicopatía superan con creces a los de los asesinos a sueldo o los lobos
de Wall Street.
Este
libro guarda todos los registros, sin entrar a fondo en los horrores
particulares. Hace poco Ediciones del Viento publicó La tragedia del Congo, en el que algunas de las personas que
aparecen en esta obra dan testimonio de la vesania: Mark Twain, Roger Casement
o Arthur Conan Doyle entre ellos. De hecho, Casement fue el principal
divulgador de la impunidad con que se torturaba y asesinaba en el Congo,
durante la época en la que el caucho era mucho más preciado que el oro. Algunos
cálculos hablan de diez millones de muertos y casi otras tantas amputaciones.
Cuando en 1876, Leopoldo II de Bélgica creó la Asociación
Internacional Africana y financió luego la expedición de Stanley al río Congo
(1879-1884), se estaban poniendo las bases para una de las mayores tragedias de
la humanidad. Al principio, tanto Europa como los Estados Unidos apoyaron lo
que creyeron que era una misión humanitaria y civilizadora. Pero en realidad se
estaba permitiendo que uno de los peores monstruos de la historia, diese rienda
suelta a sus ansias de riqueza sin que nadie supiera lo que estaba de verdad
ocurriendo en “el corazón de las tinieblas”: el exterminio cruel de los
habitantes de la región. Sólo cuando comenzaron a surgir textos de denuncia, la
opinión pública empezó a ser consciente de la realidad. La obra sigue
todos los pasos, desde las expediciones de Stanley, otro psicópata armado con
un látigo, hasta el reflejo desordenado de Joseph Conrad, que no supo expresar
lo que vio sino en una novela, El corazón
de las tinieblas, y un personaje, Kurtz, cuyo temperamento satánico es más
una cocina a partir de los ingredientes temperamentales de los oficiales que
regentaban puestos a lo largo del río que una invención del escritor. Stanley,
la forma en que se conquistó y colonizó, los sobornos a periodistas y
embajadores para compensar las denuncias, los engaños a misioneros y la odisea
de la construcción de vías de ferrocarril y barcos a vapor… todo eso está
contenido en el libro, en un orden cronológico y con una forma de expresarse
que convierten a Adam Hoschild (Nueva York, 1942) en uno de los grandes
cronistas de todos los tiempos.
Si quieren leer un libro imposible de soltar, agárrense
fuerte a este El fantasma del rey Leopoldo. Y descubran uno de los crímenes de
lesa humanidad, por codicia de un loco, que jamás se hayan cometido. Stalin o
Hitler, sus compañeros de viaje, se parapetaban detrás de un fallido concepto
de estado o de raza. Leopoldo no dispone ni siquiera de una careta para
disfrazar su vergüenza.
Fuente: Culturamas
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