El
lugar más feliz del mundo
David Jiménez
Kailas
Madrid, 2013
220 páginas
Este
es un libro sobre el valor y sobre la cobardía. Sobre cómo definir el valor y
cuáles son los límites que debemos tolerar a la cobardía. Y para ello, David
Jiménez (Barcelona, 1971) regresa a los lugares donde puede reconocerse, a los
sitios donde vive la gente a la que se le ha arrebatado el derecho a
preguntarse por qué vivir. Allí no caben preguntas existenciales,
trascendentes. Allí la filosofía está tan alejada de la realidad como las
galaxias fotografiadas por el Hubble. Todas las cuestiones humanas que empiezan
formulándose con un por qué, han
dejado paso a un para qué: ¿para qué
vivir? De este cariz es la fortuna del superviviente, de la mayoría de los
habitantes de Asia, donde David Jiménez estuvo desplazado como corresponsal
durante quince años. Y la respuesta suele tener un tufo a actuación inmediata:
¿para qué vivir?, para no estar muerto. Así se expresa en el instante en que se
afronta el paradigma de la acción del reportero, el encuentro con “la
explotación del débil, la ausencia absoluta de compasión, la violación de la
infancia y la impunidad de hacerlo”.
De
ahí que esta obra, continuación de “Hijos del Monzón”, un libro tan atractivo
como demoledor, sea, en realidad, una constancia del aprendizaje, una crónica
de la experiencia propia, y por tanto una muestra del crecimiento de su autor. Recuperando
experiencias a base de forzar la memoria, David Jiménez expone en crónicas
breves cuáles son las regiones humanas que merece la pena visitar. Cabe decir
que estos reportajes resultan tan interesantes, que se le puede achacar al
autor un exceso de brevedad. Atraído por esa combinación de acción y emociones
que solo se da en los seres humanos y que resulta de la suma de la derrota y la
dignidad, entramos en un mundo que agoniza a manos del turismo, de la guerra,
de las devastaciones naturales, de las fronteras, del deshonor y de cualquier
tapujo con que se vista la brutalidad. Viajamos a Filipinas para asistir a la
tristeza de unas prostitutas a las que se ha privado del derecho a la ilusión. Nos
cuestionamos el balance entre la conciencia y el honor ejecutado en los
términos de los yakuza japoneses. Intentamos
confiar en el resto de humanidad que nos raspa en contacto con pederastas
condenados en cárceles de Camboya. Conocemos el arrepentimiento de un
terrorista islámico que denuncia el arma del miedo utilizado para reclutar
verdugos entre los niños. Paseamos por la corrupción del paraíso que supone la
construcción de una barriada americana en la selva de Papúa. Nos aventuramos a
lugares remotos donde los pigmeos aspiran a seguir siendo pintorescos pigmeos
para atraer al dinero de los turistas. Nos presentan al último hombre sobre la
Tierra, a un campesino que habita el paraje que dejó tras de sí el Apocalipsis
de Fukushima, para salvar a los animales que abandonaron en la fuga sus
vecinos.
Hay
un afán definitivo por denunciar la pérdida de la virtud, que David Jiménez
considera que es el verdadero motivo para ponerse en marcha. A su juicio, los
resortes de la prensa deben saltar cuando se rompe lo que venía siendo puro:
“tengo que hacer un esfuerzo por recordar que he venido a cubrir la revuelta,
no a unirme a ella”, comenta a su paso por Myanmar. “Siempre he detestado
cubrir desastres naturales. No se trata solo de la tristeza de la pérdida o la
desolación de la destrucción, sino de la falta de esa explicación con la que el
periodista busca dar sentido a lo que cuenta”, ese es su oficio. Heredero de Kapuściński, a
David Jiménez, que ha visto y sentido más cosas de las que tantos disfrutaremos
y padeceremos a lo largo de nuestra vida, cabe exigirle un proyecto de más
largo aliento, al estilo de obras como El
imperio. Está preparado para ello. Mientras tanto, volveremos a leer estos
dos libros que con celo publica Kailas, porque merece la pena no dejar de
leerle.
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