Conviene tener un sitio adonde ir
Emmanuel Carrére
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2017
418 páginas
Esto es lo que Carrére piensa de su oficio, que es el de escritor y el de periodista, con un balance completo de mitomanía y sinceridad en ambos casos: “hay un abismo entre los que han vivido en sus carnes la experiencia del miedo perpetuo, del hambre siempre al acecho, de la mentira generalizada, y los que sin haberla vivido tratan de entenderla y de describirla. Esto no desautoriza a los segundos…”. Y esto lo que hace de que en su caso el estilo sea propio, la estrategia de conducta en investigación algo muy personal y no separe su vida de la de aquellos a quienes relata: “la paradójica comodidad que existe en no atreverse a ser feliz, el beneficio secundario de confiar en que aquel sufrimiento hiciera de mí un gran escritor”. Este volumen recoge gran parte de la obra breve de Emmanuel Carrére (París, 1957), en la que junto a su oficio presenta reflexiones sobre su oficio. A veces a través de la experiencia personal, a veces en proyecciones sobre las lecturas, como a través de Janet Malcolm, con quien tiene un buen puñado de cosas en común. El volumen recopila prólogos, sinopsis, crónicas, anotaciones, reseñas, lecturas, autores y hasta algo de política o del hombre en tanto que animal político, en tanto que habitante de la polis y por tanto actor que interviene en el desarrollo de la misma.
El orden es cronológico y el avance en calidad de los textos es abrumador. Carrére va aprendiendo a ser escritor a una velocidad inusitada. Posiblemente sea un grafómano, pero también, como confiesa que le dijo una de las personas que intentó psicoanalizarle, se empeña en ser inteligente. Esto no se delata en sus inicios, en las crónicas de sucesos, pero sí, y de forma extrema, en la mejor pieza del conjunto, La vida de Julie, un conmovedor relato sobre una enferma de SIDA en una época en la que todavía era una condena a muerte. Conoce a Julie a través de los ojos de otra mujer, quien fuera su amiga a lo largo de los años y también su fotógrafa. No quisiéramos descubrir nada, pero la lucha de Julie por mantenerse a flote está narrada como si le pesara al propio Carrére sabiendo que es una lucha inútil. El final es de lo más demoledor que uno ha leído en décadas. Conocer gente a través de los demás es una de sus especialidades, lo cual, en cierta medida, y como confiesa al recordar sus lecturas juveniles, le acerca a Balzac.
Pero antes ha viajado a la Rumanía sin forma, pero todavía críptica, tras la muerte de Ceaucescu, un país donde triunfan los abyectos. O ha estudiado la obra de Daniel Defoe, más periodista que escritor, un tramposo que transfiere la realidad a un personaje como Moll Flanders para expresar en qué consiste la condición humana y dejarla en los huesos; el problema que denuncia en Defoe es el de creerse un elegido por Dios. Entre sus debilidades cuenta también la de Philip K. Dick, en quien la locura y la sabiduría fueron sinónimos y, a juicio de Carrére, se trata de un iluminado literario. Describe el caos en Sri Lanka, tras el tsunami, la muerte por cáncer de la hermana de un amigo, igualando las desgracias en el sentimiento que provoca en el lector, o indaga en la muerte de Anna Politovskaia, entre otras cosas porque nada le atrae tanto como lo que fue la Unión Soviética y el reguero de pólvora que ha dejado a su paso. Sus visitas a Rusia son frecuentes y siempre regresa con algo hipnótico debajo del brazo. En ese sentido, este es un libro en el que revela sus proyectos, muchos de ellos truncados, pero que al publicarse aquí ya han adquirido forma. Otros apuntan a algo más modesto, de energía más breve, como encuentros y desencuentros amorosos y su análisis, mediante ejemplos de las formas de relación: las individuales que se confrontan con lo general. Como conclusión, sostiene que nada hay más terrible que el desamor.
Pero también asistimos a los ensayos que darían pie a obras posteriores, esas que han hecho de él un gran escritor: el caso Romand, del que nace la obra El adversario; Limónov, como no podía ser menos, con toda su vehemencia por delante; el último prisionero húngaro, en las cárceles soviéticas, desde la Segunda Guerra Mundial, donde se fraguaría Una novela rusa. Su labor y sus principios hacen de él un caso extraño en el periodismo, algo así como un arqueólogo, porque al igual que ellos, convierte su descubrimiento, lo antiguo, en lo posmoderno. Siempre hemos cohabitado con estos seres deformes y poco sociables, cuyas vidas él intenta comprender narrándolas, porque del relato se deduce la psicología y no al revés.
Como en el caso del matemático Alan Turing, el padre de la cibernética, la primera persona que sin saberlo formuló la diferencia entre hardware y software, asistimos aquí a los códigos cifrados de un creador. Como en el caso de Alan Turing, se pregunta si llegaremos a crear máquinas que piensan y contesta que no, que el alma es pensamiento, que pensar y sentir es lo mismo. Y él, pese a la frialdad que intenta mantener como periodista, se vale de las trampas emocionales de los escritores de ficción.
Fuente: Culturamas
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