Hasta arriba
W.E.
Bowman
Traducción
de Julia Osuna
Blackie
Books
Barcelona,
2016
191
páginas
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De
champán. Hasta arriba de champán. Porque esa es la bebida del bon vivant, del
hedonista, de Groucho Marx (cuando se arrancaba el puro de la boca y como único
remedio para hacerle callar). Si alguien va a leer este libro pensando en que
es un reflejo paródico del alpinismo, no debe olvidarse de beber unas copas de
champán para comulgar con W.E. Bowman (Scarborough, 1911 – Londres, 1985) y con
los personajes de Bowman. Como las burbujas en la copa de champán, el humor se
sucede sin descanso y su origen es un punto tan minúsculo como para no verlo
sin microscopio, que durante la lectura ocupa el centro del universo. Tal vez
la expresión valle de lágrimas esté más cerca de definir nuestro paso por el
universo, pero no nuestro deseo de que sea una fiesta de humor como la que
refleja Bowman: una parodia sin descanso que parte de la única formulación
posible del absurdo, que es esa que dicta que lo que no se puede prever, es
imprevisible.
Cuando
Bowman escribió Hasta arriba, las
expediciones al Himalaya no eran una muestra de austeridad. No existía el
estilo alpino y aunque no se lograra subir al Everest, los titulares
patrióticos reflejaban las cifras de la expedición como un logro: cuanto más
material movieran, cuanta más gente participara, mayor era el éxito de esos que
confiaban en el patriotismo. Bowman, como Samuel Johnson, estaba convencido de
que el patriotismo es el último refugio de los cobardes. Pero los entrañables
vividores que protagonizan esta hazaña se abren un hueco gracias a ese
principio, y se proponen subir hasta la cima de un monte olímpico. La montaña
más alta de la tierra, hacia la que se dirigen, es un invento de Bowman. Aquí
cabe hacer un inciso. La labor de traducción de Julia Osuna es fantástica,
replicando los juegos de palabras y cacofonías del original, para que riamos
sin complejos, pero las cifras de altura siguen representadas en pies, lo cual
nos obliga a imaginar cuántos metros significa cada apunte. La cima supera de
lejos los casi nueve mil del Everest, incluso los diez mil a los que vuelan los
aviones. 40.000 pies y medio es la cifra que nos dan. Pero eso es un detalle
mínimamente significativo. Lo que sucede, narrado por un tipo con una inocencia
de un niño de tres años que ha visto un capítulo de Benny Hill, es de una
inteligencia mordaz. Pues el buen humor es síntoma de inteligencia, o de
desesperación. Y en el límite de la desesperación todos nos volvemos más
inteligentes.
Bowman
no se complica demasiado con las personalidades de sus alpinistas. Con dos
adjetivos podría definirse a cada uno de ellos. Pero el manejo de esas
personalidades roza la perfección del humor cuando, por ejemplo, el narrador
tiene que designar los emparejamientos de las cordadas. Aquí es donde demuestra
que en cualquier narración, todo Don Quijote necesita un Sancho Panza. Y a la
vez, una necesidad mayor que la del reconocimiento y la medalla, será la que
les arroje a correr peñas arriba, hasta los más de doce mil metros del Kurda
Rarí: huir de la infame comida que prepara el cocinero Puag. Y mientras tanto,
cualquier accidente o desencuentro, lo resuelven con la una cantidad enorme de
champán. Tal vez por eso fueran necesarios 30.000 porteadores para cargar con
el material. Después de leer este libro, llenemos la copa de champán hasta
arriba y preparémonos para vivir con esa felicidad, antes de regresar al valle
de lágrimas.
Fuente: Culturamas
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