lunes, 29 de enero de 2018

HACIA EL TRONO DE LOS DIOSES

Hacia el trono de los dioses
Herbert Tichy
Traducción de Francisco Payarols Casals
Altaïr
Barcelona, 2012
280 páginas
23 Euros



Herbert Tichy (Viena, 1912 – 1987) contaba poco más de veinte años cuando emprendió un viaje a la India y sus países limítrofes (Tíbet, Afganistán, Birmania…), que duraría algo más de un año. Corría la década de los treinta, el período entre guerras en la azotada Europa. Y sin tener en cuenta estos dos datos, resultará complicado leer sin enfado una buena parte de este libro, Hacia el trono de los dioses. Porque en su primera mitad está trufado de la mentalidad de la época, de la necesidad de que la colonización se justifique a sí misma en los momentos en que ve derribarse el mundo hasta entonces construido sobre falacias. Y esas falsedades tienen que ver con la división cultural, con las diferencias que convierten a una parte en la élite, en una especie de oligarquía étnica. Ese es el pecado que comete Tichy durante el relato de su incursión por tierras indias y afganas cabalgando una moto, en solitario. Y además con un exceso de conciencia de haber protagonizado la aventura que él mismo ha querido inventarse. Y de haberlo hecho con el afán de ser el protagonista de su relato, la narración de una forma de aventura, de viaje, que tenía los días contados, que es la incursión en el que más tarde se llamaría Tercer Mundo. Tichy se otorga a sí mismo el derecho del explorador: quien descubre un territorio puede interpretar las costumbres de sus habitantes. Así, el yo narrador del viaje es un aventurero porque vive como vive el otro. Y el otro es el raro, el sujeto de observación del aventurero o, por utilizar una de las palabras más odiosas del diccionario, el pintoresco. De esta forma, Tichy se convierte en las anécdotas que le suceden.
Tichy se niega a renunciar a su condición de patriota. De ahí que reconozca sus esfuerzos por “vivir” la tierra a la que acude, en lugar de dejarse llevar por las emociones. De tal forma que a lo lardo de esta primera parte, el libro se convierte en un buen documento que retrata no ya un viaje, sino toda la mentalidad de una época: “¡Adiós, prodigiosos afganos con vuestras ciudadelas y fusiles! Sois mucho menos peligrosos, con vuestros corazones infantiles, que los políticos y los técnicos de movilización guerrera de occidente, que tan bellos discursos suelen pronunciar.” Tichy presume de ser un pionero. Es, a pesar de las fatigas y sufrimientos del viaje, un burgués de vacaciones, alguien que, sin mencionarlo, utiliza el concepto de cultura primitiva para referirse al otro, un viajero con soberbia: “Amábamos la vida tanto más cuanto más grande y peligrosa se nos presentaba”. Leyendo la primera mitad del libro, uno valora la importancia que tuvo, años más tarde, Edward Said, sobre todo con su estupendo tratado Orientalismo, que tan bien le hubiera venido conocer a este primer Tichy. Y también uno no puede dejar de preguntarse si es imprescindible el sentido de aventura en un libro de viajes, si no aporta más literatura, por ejemplo, el extrañamiento que el arrojo.
Pero he aquí que de repente Herbert Tichy abandona la adolescencia y se transforma en un adulto. Se deshace de la moto y elige las botas de montaña. Renuncia a su espíritu solitario y se hace acompañar por los hombres del Himalaya. Tras un paso por Birmania, que le purifica gracias a la sonrisa de sus habitantes, Tichy marcha en dirección al Tíbet y a las grandes cumbres. Y aquí, en esta peregrinación, el joven con pretensiones intelectuales se humaniza. De repente los otros ya dejan de ser extraños y pasan a ser personas con las que es posible convivir, a quienes puede querer. Los otros dejan de ser sujetos que debe interpretar, para convertirse en sus amigos. Tichy se ve en la necesidad de acudir a la humildad y simular ser uno de ellos, y llega a enamorarse del territorio. Tal vez esto tenga que ver no sólo con la distancia mucho más cercana con que se relaciona con la gente, sino también con la que marca el método de desplazamiento, renunciando a la mecánica para volverse un peregrino, un vagabundo. Nada tiene que ver lo que transmite su paso por los puertos de montañas afganos, rodando a toda pastillas y quemando gasolina, con las fabulosas páginas, que rezuman épica, en las que afronta la conquista de un pico de más de siete mil metros con medios más bien insuficientes. Ya no hay altanería, ya no existe la fiebre por ser el mejor, por buscar el reconocimiento. Ahora Tichy es el hombre que trepa por la montaña, y en esa lección de supervivencia no cabe nada semejante a la arrogancia. Sólo por ese cambio de tono, por ese descubrimiento que un joven austriaco, afectado por la situación de su país y del mundo, hace de la verdadera esencia del viaje, que en nada se distingue de la esencia de la vida, merece la pena leer este libro. Porque de los mejores libros uno sale distinto a como entró.
Hacia el trono de los dioses es un libro de iniciación, es una demostración de que para saberse vivo, es imprescindible conservar el deseo de aprender. Y después, ir aprendiendo.



Fuente: Quimera

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