Hijos del Nilo
Xavier
Aldecoa
Península
Barcelona,
2017
306
páginas
Para
los romanos o para los griegos, la metáfora de la vida era el mar. O la mar. De
hecho, en los pueblos de pescadores, escasos rincones de la península, mar
sigue siendo femenino. Alberti cantó a la mar como madre en su Marinero en
tierra. Y según se deduce de la historia de la literatura que nos enseñaron, la
metáfora de la vida como río desciende de unas estrofas acertadísimas de Jorge
Manrique. El mar sería el morir. O a partir de entonces, sería el morir, con lo
que los habitantes de la costa se encontraban con que la mar, la madre, era la
muerte. Por eso en lugar de enterrar, entregaban los cuerpos a la mar. Todo
esto es historia oficial de la cultura. Todo esto tiene su cara de
colonialismo. La mar era el Mediterráneo. Pero el Mediterráneo de los fenicios,
de los griegos, de los romanos. En el Magreb, la vida era el río. Alejarse del
río suponía la muerte por agua salada: por sudor o ahogado en el mar. Esa es la
cultura del norte de África y su mayor representación no puede ser otra que el
Nilo. De los grandes ríos del mundo, uno puede alejarse y encontrar cómo
sobrevivir: en el Amazonas, el Misisipi, el Danubio, el Mekong. La riqueza de
la tierra se extiende más allá de las orillas. En el desierto, o vives pegado
al mar o lo que sufres no es vida. Esto hace del Nilo el río más especial, tal
vez junto con el Níger, también norteafricano. Pero nada ha habido en la
historia de la cartografía, incluida la exploración, como el enigma del trazado
del Nilo. De hecho, a fecha de siglo XIX, cuando todo se cartografía desde el
aire, siguen existiendo dudas sobre las fuentes y las ramas. Pero no sobre lo
que supone ser habitante del Nilo. El Nilo es mucho más que un río. Es un país.
No será un estado o una nación, pero es un país. Es sencillo reconocer lo que
es un país: un lugar donde fondo y forma son lo mismo a lo largo del
territorio. El resto es política administrativa.
De
ahí el interés que siga despertando para cualquier cronista. Como por ejemplo
Xavier Aldecoa (Barcelona, 1981). Su oficio es el de aquél que cree en la
crónica como oficio. La literatura, si surge, será por el valor que añada el
lector al texto. No se trata de analizarlo, sino de vivirlo. Una serie de
viajes por el Nilo en pluma de un escritor, daría lugar a un exceso de estilo.
Aldecoa es y pretende ser periodista. No comente errores y permite que los
sucesos se expliquen por sí solos. De tal forma que nadie conseguiría la
potencia que nos golpea cuando se nos habla del caso de un niño soldado o una
mujer violada. La naturaleza, cruel, de los hechos está en la naturalidad de la
voz. Y pone la voz donde es necesario ponerla, donde ni siquiera los cobardes
cascos azules de la ONU se atrevieron a llegar: en los que no saben leer ni
escribir, en los que viven en lugares que no son ni siquiera fronterizos, que
no existen, donde la necesidad animal de seguir respirando lleva a que cada
segundo de vida sea una epopeya. Porque si algo admira Aldecoa, es la épica
extrema de la supervivencia, la existencia de quien carece de futuro y preferiría
carecer de memoria de un pasado, que es una maldición.
El
libro está dividido en dos partes. En la primera de ella, Aldecoa narra varios
episodios que sucedieron en diversos viajes a los países recorridos por el Nilo,
lugares donde apenas nos atreveríamos a poner el pie si no fueramos rodeados
por un ejército. Uganda o Sudán del sur, son los lugares más lejanos a los que
se puede viajar, porque de ningún sitio tarda uno tanto en regresar, en caso
necesario, como desde Sudán del Sur. Las matanzas y violaciones de las que
habla no nos dejarán dormir la noche siguiente a la lectura. A no ser que uno no
tenga sangre en las venas. Aldecoa da cuenta de su aprendizaje, porque para
viajar a estos lugares es preciso estar muy atento en los años de práctica, a
la par que admira a la mujer africana. Como en casi todos los lugares del
Tercer Mundo, mientras el hombre guarda la puerta de la casa, la mujer mantiene
la dignidad de la familia: dobla el espinazo trabajando, cría a los niños
indefensos, viaja kilómetros a pie para buscar agua. Aldecoa limpia sus
crónicas para compartir con ellos la pobreza y casi hasta su forma ya astral, pues
es escasa la cantidad de materia de la que están hechos. Fuerte, pero delgada.
La
historia de Uganda e Idi Amín, la violencia de Sudán del sur incluido el
nacimiento de Al Quaeda, los grupos armados, los rebeldes, la convivencia extrema
con la muerte, hasta el punto de obligar a alguien a asesinar a su familia,
todo eso, no impide que Aldecoa encuentre solidaridad en los límites de la
herida, y nos conmueva. Así hasta que llega a una segunda parte, en la que
emprende un viaje desde Etiopía acompañando a su hermano antropólogo y
haciéndose pasar, a su vez, por un antropólogo más viajando por lugares
arqueológicos. De esta forma, puede charlar con mayor libertad que si fuera
periodista. Sólo así conoce el lado oscuro de Etiopía y su ley del silencio.
Así es como da fe de la fuerza con que se vuelve a levantar gente que apenas
puede mantenerse con vida. También atraviesa Egipto y comenta cómo se ha visto
afectado el país tras la primavera árabe, que cambió todo para que todo
permaneciera igual. Incluso en el país más conocido, Egipto, donde los medios
parecen tener algo más de libertad, las piedras tienen el grado de patrimonio y
reciben mejor trato que los humanos. El éxito de los libros de Xavier Aldecoa
es más que merecido. Como lo fue, por ejemplo, el de Alfonso Armada, como lo es
el de David Jiménez. Esperemos poder seguir viajando con él en el fondo y en la
forma, leyendo sus libros y sus crónicas.
Fuente: La línea del horizonte
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