El último tren a la zona verde
Paul
Theroux
Traducción
de Maía Luisa Rodríguez Tapia
Alfaguara
Madrid,
2015
356
páginas
En
los libros de viajes de Paul Theroux
(Medford, Massachusetts, 1941) parece haber una dedicación esmerada por
enunciar al tiempo que por hablar libremente. Pero esta enunciación va
desenrollándose como un estilo propio y como una toma de partido, pese a que
borre los perfiles de cualquier ideología, pese a que pueda aparentar una
necesidad de no sentirse extremadamente literario, entendiendo por literario el
exceso de estilo, o el imaginarse moderno o nocturno o poeta. Sus libros son
largos para que podamos beberlos con lentitud, porque con lentitud se realizó
el viaje. Carecen de los párrafos más hermosos o del atrevimiento de la
exploración; del ingenio que engaña a través de la textura de la prosa o de las
estructuras complejas. Son un relato de un viaje, y el viajero no es un
corresponsal de guerra, pero tampoco un mochilero al uso. Son viajes con el
punto exacto de azúcar y de sal para que se despierte el alma dormida de quien
los lee un domingo por la tarde, mientras llueve sobre el asfalto, sabiendo que
al día siguiente regresará a su puesto de trabajo a la espera de poder
disfrutar de seis meses de vacaciones para imitar a Paul Theroux. En buena
medida, nadie en la historia ha escrito con tanta conciencia de hombre normal
que viaja. Es posible que ninguno de sus libros de viajes alcance la matrícula
de honor para los más exigentes, aunque Tren
fantasma a la Estrella de Oriente sea una obra maestra. Pero también es
seguro que ninguno de ellos bajaría de un notable. Porque sorprende la
capacidad del autor para encontrarse y establecer relación con tipos extraños
en donde otros veríamos a alguien pintoresco o un detalle de realidad propio de
los documentales. No importa si estos personajes son sus compañeros de vagón en
el recorrido por la India, o el mismísimo Jorge Luis Borges, cuya entrevista,
narrada en El viejo exprés de la
Patagonia es un capítulo que no hubiera imaginado casi ningún autor de
ficción.
Hasta
ahora, hasta este extraordinario volumen, El último tren a la zona verde, los
libros de Theroux se cerraban con el clarísimo deseo de regresar a la región
visitada. De hecho, Tren fantasma a la
Estrella de Oriente cobra una relevancia especial dentro de su obra por
reproducir su primer gran itinerario, El
gran bazar del ferrocarril, pero ya con menos urgencia, con menos ansia por
abarcar el mundo. Con una paciencia que raya con la sabiduría. En El último tren a la zona verde, Theroux
retorna a África. Anteriormente había recorrido la región este, relato recogido
en El safari de la Estrella Negra.
Pero mucho antes de sus experiencias literarias en los viajes, Theroux vivió seis
años en Malawi. Puede decirse, pues, que todo su gran proyecto comenzó en
África y que en África debería terminar el círculo que cierra un itinerario
que, revisando su obra, sus libros de viajes, cabe calificar como vida. El último tren a la zona verde pretende
recoger el viaje por la costa oeste de África, de sur a norte. Durante semanas
y a lo largo de muchas páginas, Theroux vuelve a ser el viajero que cualquier
hombre corriente desearía ser. Aunque ahora ya mucho más humanizado a causa de
la gota que padece, de una edad que le obliga a postergar los paseos más
dañinos para su anatomía y a mirar el mundo como un paisaje.
Partiendo
de Ciudad del Cabo, atraviesa Namibia y alcanza Angola. Siempre buscando
alejarse de las ciudades. Y dándose de bruces con la dificultad que esto supone
en el territorio africano. Cuando pisa Angola, vemos que ya no es el Theroux de
siempre. Hay algo de apocalíptico en su visión del país, de tierra arrasada por
la explotación, de carencia de vida natural. Un deterioro contra el que, a su
edad, ya no puede hacer nada. Pues aunque esté inscrito en el sector de
denuncias, los frutos de las mismas, si es que llegan a existir, no podrá
llegar a verlos. De ahí que las mejores líneas que jamás hayan salido de la
pluma de Theroux las encontremos en el último capítulo de este libro. Bajo el tópico
título de ¿Qué hago yo aquí?, Theroux
reflexiona hasta perdonarse el abandonar un viaje a mitad de proyecto. Se
acabaron los saltos en el vacío, al tiempo que lamenta que se haya ido
exterminando la vida rural, que era un consuelo. De seguir viajando, lo haría
por un territorio ya conocido: el de las masas hambrientas, los jóvenes
depredadores y la gente para la que el extranjero es alguien a quien sacar
dinero. Preguntarse “¿qué hago aquí?” no es un lamento, sino una idea confusa.
Seguir camino es un esfuerzo temerario sin un “para qué”. El resto del viaje
sería repetir cosas ya aprendidas sin nada que redimiera la experiencia.
Recorrer la miseria y el caos de las ciudades, un lugar cuya principal
característica es que la gente no se conoce, es tarea para otro tipo de
escritores, para gente entregada a las incomodidades, para corazones tal vez
más nobles, tal vez más temerarios. Tras una vida de viajes durmiendo en camas
extrañas y comiendo alimentos siniestros, porque lo normal es que un viaje sea
incómodo o incluso ridículo, llega a la conclusión de que no verá nada nuevo, sería
un viaje sin revelación. Y un viaje sobre el que nadie querrá leer será un
viaje sin sentido. Reconoce que su temperamento le impide escribir la crónica
de una vida infernal, esa que supone tragar un sapo en cada desayuno, para que
la fealdad y la deformación posterior no sean tan estremecedoras. En buena
medida, no sería un viaje feliz: los lugares visitados no se acercarían, ni por
asomo, a esos sitios donde uno hubiera deseado vivir. Porque el gran incentivo
para viajar, al menos para el hombre contemporáneo, es descubrir un posible
nuevo hogar. Y para Theroux, por fin, el consuelo del hogar está en otro sitio.
Lamentaremos
perder sus siguientes libros de viajes. Porque la suma de su producción hace
que Paul Theroux haya sido, acaso, el mejor escritor de libros de viajes de los
últimos cien años. Lo cual supone tanto como decir que debería encontrarse cada
año entre los finalistas al premio Nobel de literatura. Posiblemente para no ganarlo
nunca. Pero sí para reconocer la dificultad que entraña escribir un libro de
viajes atractivo, pues en realidad se trata de un género con las manos más
atadas que la novela. Y Paul Theroux siempre ha salido ileso y más sabio de
cada experiencia. Por nuestra parte, nos queda una ventaja sobre él: quizá
Theroux no pueda regresar al viaje. Nosotros sí a la lectura.
Fuente: Quimera
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