El coloso de Marusi
Henry
Miller
Traducción
de Carlos Manzano
Edhasa
Barcelona,
2014
252
páginas
La
semilla de la poesía
Cuando
después de los años uno vuelve al lugar en el que nació el sentido primero de
la palabra poética, se encuentra allí a unos seres herrumbrosos, con las mismas
sandalias y sin fuerzas suficientes para levantar otro vuelo. Los jóvenes de
cabellos ensortijados que escuchaban a Sócrates,
hoy son mendigos, picaros, vividores sin escusa y generosos en la pobreza. Ese
lugar iniciático al que voló hace años, está ya desaparecido. Así y todo,
embriagado por la memoria, la ruina y la decrepitud se imponen en el sueño,
porque sobre los seres varados sigue rigiendo un cielo azul permanente, que se
impone en los sentidos para arrasar cualquier emoción que no sea la de la
felicidad sin germen ni visos de destrucción. Cuando uno viaja si quiere ver
algo, lo va a ver, aunque sea la dicha en medio del mundo que agoniza que
conoció dos décadas antes o que creyó conocer al idealizar la historia que le
contaron. Al fin y al cabo no estamos hechos únicamente de átomos; también las
historias nos componen.
Lo
más llamativo de este Henry Miller
(1891 – 1980) que viaja a Grecia, es
que negándose a cualquier otro reflejo, se empeña en que debe de permanecer
viva la sinceridad. Empeñado en
demostrar que la ingenuidad del pueblo griego es pureza, la única pureza
que puede equipararse a libertad, Miller viaja hasta Grecia porque allí, se
obliga a creer, debe seguir existiendo la poesía. Grecia es para él algo más
que un país. Grecia es una metáfora
de lo que fue Grecia. Invitado por Lawrence
Durrell en un tiempo de preguerra, todo lo que le saldrá al paso será
cautivador, hasta llegar a embriagarse de Grecia, del pueblo griego. Miller se
deja llevar por las sensaciones y las emociones, sin que en ningún momento el
libro atraviese por una reflexión posterior que recomponga un sentimiento que
no sea la nobleza de lo conocido a lo largo del viaje. Miller escribe con las
tripas: por instantes se propone edificar una razón espiritual, pero cae en la
vehemencia de denunciar la sociedad que hemos creado, artificial, ingrata,
tramposa. Una sociedad de la que reniega, la que le construyó en sus años
anteriores en Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra. Sin alejarse de los
arquetipos, Miller, que se desplaza siempre con un Cicerone, escribe un texto hiperbólico, solipsista y bipolar.
Consciente de su papel como intelectual, lucha por expresar su hedonismo, sus
sensaciones directas, rehuyendo de sesudas reflexiones, sin importarle caer en
la esquizofrenia.
Esa Grecia que visita es nueva
para él, pero ya es antigua para la humanidad. En
Grecia nació nuestra civilización, y esto que ahora sufrimos no puede
considerarse ya civilizado. Hasta el punto que el analfabetismo o el anclaje
que ata a una familia a una tierra donde se cultivan las aceitunas negras, son
la mayor expresión de humanidad que uno puede hallar. Grecia, en ese sentido,
es la dicha. Pero este libro no puede separarse de otra de sus obras, Big
Sur, donde Miller vive una experiencia semejante sin salir de su país.
En Big Sur Miller viaja a las
regiones pobres de los Estados Unidos y se da de bruces con la pobreza del
trabajador, con la libertad del hombre que comparte su terrón de pan con el viajero.
Al igual que en Grecia: “cuanto más humilde es el empleo de un griego, más interesante
me parece este”. Miller ve lo que quiere ver. La suerte que tenemos quienes le
leamos es que eso que quiere ver sigue teniendo validez, sigue siendo la
intención de convertirse en la voz de la poesía y de los pobres, de la belleza
y de la denuncia de la falsa borrachera de dicha que supone adquirir un nuevo
frigorífico. La luz es sagrada para él. Como lo es el romanticismo de la
pobreza y su dignidad y su ilusión. El problema es que al cabo del tiempo, esta
postura en cierta medida es como la caridad: da carta de naturaleza a la desventura.
Fuente: Quimera
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