El Macondo africano
Javier
Brandoli Manzano
Viajesalpasado
Madrid,
2015
238
páginas
Si
uno tuviera que establecer o sugerir la ciencia del viaje, como quien elabora
una teología, el lugar más santo seguramente fuera África. Queda, a su lado, la Ruta de la Seda o la Antártida y las
grandes cumbres; también los viajes al sur, sobre todo a los mares del sur.
Pero seguramente África sería el lugar designado para poblarlo de santos y
profetas, de dioses coléricos, como los del Antiguo Testamento, o de un panteón
de apariciones que sumarían infinito. Los sucesos que cabe calificar como
milagros estarían a la orden del día y el panteón que los ampara se poblaría de
santos y brujos, de profetas, inquisidores y beatos. Y también de ateos. Porque
en los casos en que la teología eleva altares tan idealizados, la existencia de
los ateos es parte de la fiesta. Ayudan a dar sentido a la magia de la ciencia
teológica.
El
sueño de grandeza de casi cualquier viajero es recorrer África. A ser posible a
pie, o en un vehículo cuyo efecto semejara al de recorrer la tensa piel del
continente a pie. O también la otra alternativa, la que aprendimos de Isak Dinessen, la de establecerse en
África para poder llorar de melancolía cuando el destino nos haya separado de
ella. De ahí que casi cualquier línea que se escriba sobre África, al menos si
el autor no es un hombre de este continente, esté contaminada de los tiernos posos
de un salmo. Cualquier representación de un viaje a África es una forma de
teología. Y viajar es necesario, aunque sea a través de la experiencia de los
otros, porque así daremos sentido a estos minerales comunes que se unen para
dar forma a nuestro cuerpo, ese envase que detentaremos durante apenas un breve
lapso de tiempo. Y dar sentido al tiempo también es una de las condiciones
indispensables para enraizar una teología.
Javier Brandoli Manzano
reconoce todo esto a lo largo de su periplo por África y, sobre todo, de su
estancia en una isla de la costa de Mozambique.
De ahí que le resulte imposible no asociar su condición a la de los personajes
de las mejores obras del realismo mágico. Lo cual justifica el atractivo título
de El
Macondo africano que lleva el libro en que recopila una selección de
sus experiencias. Escrito con pasión y con extrañeza, amando sin descanso su
memoria, Javier lucha contra la tendencia inviable de la mirada neocolonial. La
memoria es todo para él. Y en esa memoria él reconoce que pudo inventarse, pero
que sin esa playa africana no habría sido capaz de inventarse con dignidad.
“Aquella mañana me parecía que el mar desteñía sal mientras flotaban mascarones
de almendra en sus aguas”. La imagen nos invita a acompañarle en el viaje en
que “cada mañana recogía mis restos y cada noche los volvía a esparcir”. Y lo
hacía allí donde habitan seres “cuya historia contarán los alacranes a las
nutrias y las nutrias a las cigüeñas de pico amarillo”. Un lugar al mismo
tiempo rudo, donde “la madurez se alcanza cuando descubres que nadie vendrá a
alimentarte”.
En
el aliento del libro se reconoce también la derrota. O las derrotas. Porque
existen mil variedades de derrota: la del compañero de trabajo en el hotel, la
de la rata que vive en el zoo abandonado, la de la muerte al alcance de cada
madrugada, incluso la de la amistad, la de las amistades. Posiblemente sea
imposible elaborar una teología sin que en la amistad exista una derrota. Ese
sentimiento, y no el del paternalismo mediático, es el que pretende transmitir
Javier Brandoli en este libro, en este Macondo africano.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario