Kruso
Lutz Seiler
Traducción de Carmen Gauger
Anagrama
Barcelona, 2017
470 páginas
Kruso es el nombre del mejor amigo de Ed, el protagonista de la novela, con quien coincide en un no-lugar, uno de esos sitios extraños que podrían existir demasiado cerca, pero que resuenan demasiado lejos. De hecho, aunque se nos remita a La montaña mágica, la ambientación del enclave supuestamente turístico, supuestamente visitado por el atractivo de la costa, pero inquietante, a lo que más nos remite es a la fortaleza Bastiani. Atrapado en el hotel, como lo estaba el protagonista de El desierto de los tártaros en otro no-lugar, los días, sencillamente, se suceden. No existe el diálogo metafórico o intelectual de Thomas Mann, aunque sí la sensación de decadencia. Explicada por el momento histórico, el derrumbe del muro de Berlín que está sucediendo y la incertidumbre de la antigua República Democrática Alemana, Ed vive una suerte de robinsonada con tipos extravagantes a su alrededor. De hecho, tal vez hubiera estado mejor solo. La isla a la que acude es una idealización de la belleza, pero Lutz Seiler (Turingia, 1963) nos recuerda ese vínculo entre tristeza y lo bello.
De hecho, la novela que nos lleva a un viaje a un lugar al que no se nos ocurriría acudir de otra manera, está repleta de intertextos. Y estos suelen ser asociaciones entre la belleza y lo triste. Desde Rimbaud al zorro que acompaña al Principito diciéndole que no va a ver ninguna alegría en su visita al mundo, que la puede sentir, pero que, de estar presente frente a ella, nada de nada. La situación de partida de Ed es la más sucia: comienza a trabajar sustituyendo a un friegaplatos fracasado. El fracaso personal se vincula al de la polis en la que habitó, al fracaso de un país. Esa distancia le sitúa en una compleja posición de espectador: no se integra en el lugar, pero no sabemos si por sus propios atributos o por la resignación que el ambiente impone. Ed piensa en la primera persona que habitó allí, un ermitaño, que será otro referente. Pero el roce con los demás le hará imposible sentirse ermitaño. Así pues, mantiene costumbres con las que aleja a los demás, como, por ejemplo, comer cebolla. O escuchar la única sintonía de una radio que todavía conecta con una emisora de la vieja RDA. Ed es, a la hora de la verdad, el único habitante de un soliloquio.
Pero poco a poco va consiguiendo confianza y complicidad con Kruso. Llegan a hablar en diálogos pequeños, de lo íntimo y de lo prohibido. Casi el único escape de una vivencia para la que se requiere un entrenamiento militar.
“Ed y Kruso estaban envueltos durante horas en una corriente cálida y grasienta, un vaho compuesto de tabaco, humo, olor a humanidad y vapores alcohólicos, que sofocaba y quitaba el aliento”. Una situación real, pero una metáfora de la RDA. “Es como si en esas primeras tardes que pasó en el patio de Klausner hubiera empezado a pensar, con un caballo ante los ojos y una cebolla en la mano”. Uno no puede por menos que preguntarse en qué piensa un tipo con una cebolla en la mano y un caballo ante los ojos. Desde luego no en un futuro feliz. “Esta vida solitaria en libertad y silencio”, que aparenta ser una conquista, es la introducción a un párrafo en el que también se menciona “esta humedad siniestra que se mete en los huesos”. Esta novela, extraña, con el mar como telón de fondo, con tramos en los que los visitantes no dan tiempo a pensar y otros en los que el pensamiento es así de bipolar, parece indicar que la indolencia es la salvación, o el ejercicio necesario para la supervivencia. Al fin y al cabo, termina por recordarnos, la playa es solo arena, como la que puede existir en la explanada de una rotonda en la carretera, o en un aparcamiento de camiones.
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