lunes, 19 de febrero de 2018

HIELO NEGRO


Hielo negro
Juan Luís Conde
Desnivel
Madrid, 2018
208 páginas
Prólogo de Ricardo Martínez Llorca

Esta es una novela que me hubiera gustado escribir. Ese fue mi primer pensamiento, la conclusión que extraje de la lectura de Hielo negro, la tercera novela de Juan Luís Conde, un escritor empeñado en demostrar que un proyecto literario es algo tan amplio como para dar cabida a los temas más versátiles sin perder su propia personalidad. Así, previamente había nacido El largo aliento, una novela de romanos protagonizada por Tácito, en la que todo sucede durante un banquete, en un lugar cerrado, y en la que la acción transcurre sin que los personajes se muevan; y a continuación Un caso de inocencia, que transcurre en su mayor parte en una clínica mental, e indaga en la extraña relación que negocian un paciente de personalidad abrumadora con una pusilánime psicóloga novata; y ahora nos regala este Hielo negro, una novela de aventuras con sabor clásico a viaje, protagonizada por alguien que se parece a Reinhold Messner, el ser más semejante a Supermán que ha salido de útero de mujer. Buscar lo común a este ciclo es labor más propia de un psicoanalista que de un lector, así pues, nos conformaremos con mencionar vinculación del carácter del hombre con el espacio, que culmina, como él mismo apunta seleccionando una cita de Robert Musil a modo de epígrafe, con la fantasía pasiva de espacios vacíos.
Hielo negro es una novela de aventuras y de ciencia ficción, con dosis teológicas no carentes de ironía, que termina tratando la cuestión de ser o no ser mientras sus protagonistas acometen una investigación casi policíaca sobre la hostil superficie de la Antártida. Tras la lectura de este relato de alpinismo horizontal es fácil interpretar que la forma más evidente de aventura es el viaje, pero no sólo el movimiento, sino también el viaje interior. Pues los protagonistas se ponen en marcha con intenciones de resolver sus luchas contra el sentido común, contra eso que en el mundo cotidiano se llama cordura y que ellos consideran lo más débil de nosotros mismos. Ahí están las debilidades que se conciben en el seno familiar, y, por otro lado, la debilidad más física que representan los probos funcionarios. Familia y funcionarios que, para aceptar al aventurero, tienen que poner, con infinita condescendencia, un nombre de enfermedad psicológica al afán del aventurero: dromomanía. Pero a éste le basta la curiosidad y un disgusto tan mundano como que un comerciante le engañe con una mezcla de cemento, para que se niegue a seguir dudando: sus motivos para anhelar la aventura han de ser, a la fuerza, nobles, por la sencilla razón de que él es él.
Y ahí está el aventurero viajando. Ahí está Ulises, ahí está Don Quijote. Porque Ordino (el protagonista de Hielo negro) comparte vitalidad con estos dos personajes: los tres son hombres que por momentos se sienten mayores, se saben acosados (con mayor o menor placer) por la resignación del hombre sedentario, sienten sus fuerzas mermadas, han acumulado tiempo, es decir, memoria. Don Quijote, envejecido, decide hacerse pastor, Ulises regresa junto a su mujer... pero ¿de verdad Ulises se quedó para siempre junto a Penélope?, ¿y de no haber hecho morir a Alonso Quijano para evitar que otro Avellaneda pudiera pergeñar una nueva aventura, Don Quijote se hubiera resignado a ser pastor? ¿Alguien como Ordino acumulará en vano inmovilidad? ¿De verdad podrá el nómada renunciar a su Arcadia?
Siempre ha sido un misterio para mí cómo se puede vivir sin cielo”, dice Ordino a modo de respuesta. Y este veterano montañero, que comienza a narrarnos la novela desde su retiro, es un hombre acostumbrado a mirar desde lo alto, a observar los espacios vacíos, a conciliar acción y contemplación. No en vano practica la aventura y la escritura, dos acciones opuestas: la del nómada y la del sedentario. Y en la novela él nos habla sobre el hielo negro y sobre el paisaje blanco, sobre un infierno de hielo, es decir, sobre lo que parecen conceptos opuestos. Esto me lleva a pensar que la aventura es en blanco y negro: la aventura es el deseo de vivir en situaciones límite: es la naturaleza en bruto y la mirada cruda: es la convivencia de los sabios con los borrachos: es la lealtad y es la soledad: es el mutismo y la comunicación: es lo oculto en el paraje vacío: es lo desconocido: es el misterio: es la muerte: es resolver preguntas de este tipo: ¿cómo hay que morir?; la aventura son las deserciones y las rebeliones, el sufrimiento o la visión heroica del sufrimiento que es la supervivencia, es el horror y la locura, y también es la consecuencia que tantas veces se ha sacado de estos temas, una consecuencia a la que se ha llamado, con frecuencia, Dios. Y la aventura es el alma, es decir, la memoria que nos mantiene vivos.
Me pregunto si la motivación de alguien como Ordino radica en que le cuesta reconocer los signos culturales propios de la época y reniega de ellos para buscar los de un pasado: Alguien como Ordino ¿huye o busca?
Conocer sus límites significa, para él, en conocer los límites de lo humano. Una forma de sabiduría muy aconsejable para cualquier lector que exija a los libros tanto emoción como inteligencia.

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