viernes, 26 de febrero de 2021

LA GUERRA ES UNA ESTAFA

 

La guerra es una estafa

Smedley Butler

Traducción de Javier Fernández Rubio

El Desvelo

Santander, 2021

70 páginas

 


Para no convertirse en un cobarde, no hay mejor fórmula que encontrarse con el tipo que uno fue de niño. Smedley Butler (1881 – 1940) fue un militar estadounidense que entró a vestir uniforme a los dieciséis años, y cuando había superado algunas décadas de vida castrense y mucha experiencia en combate, al mirarse en el espejo vio al niño que saltaba felizmente en la playa y escribió este discurso, La guerra es una estafa. Era un tiempo de nubarrones, de presagios dolorosos, en los que medio planeta velaba armas mientras otro medio afilaba los cuchillos. El fascismo se alzaba en Europa y los países iniciaban sus alianzas para atacar y defenderse. La Segunda Guerra Mundial no había comenzado, pero Butler estaba escarmentado en batallas por haber llevar participando en contiendas muchos años, incluida la Gran Guerra. Harto de la farsa, escribe una diatriba en la que expone los costes de las guerras, sus razones principales, que son de índole económica.

Para nuestra sorpresa, no se trata ya de apuntar al gran objetivo de los conflictos bélicos, que siempre fueron la obtención de un botín, arrebatándoselo al enemigo. Ahora el botín lo posee el amigo, el pueblo propio, el propio Estado. Butler apunta a quiénes han sido los grandes beneficiarios, esas empresas privadas que en caso de guerra multiplican sus beneficios, a costa del capital público. El mecanismo es muy sencillo y ya estamos agobiados de tanto denunciarlo: desviar el dinero que se recauda con impuestos y aportaciones, en teoría destinado a beneficio común, para surtir las arcas de los amigos. Conociendo los datos de primera mano, narra, por ejemplo, cómo se fabricaron millones de botas de las cuales más de la mitad jamás saldrían del almacén de la compañía, si es que llegaron a fabricarse. Y, mientras tanto, todo este engranaje destinado a un enriquecimiento ilícito se viste con el disfraz del patriotismo.

No cabe engañarse: Butler no es Naomi Klein ni Noam Chomsky, no es un activista de izquierda. Butler fue militar y estuvo integrado en el Partido Republicano, el mismo que colocó a la cabeza de la primera potencia mundial a Ronald Reagan, George Bush Jr. o Donald Trump. A pesar de lo cual, no cesa de arremeter contra la propaganda que todo lo empaña, que oculta cualquier atisbo de sinceridad, y contra los lobistas. Uno se pregunta si a su juicio el Estado es un invento estúpido o es un cómplice. Y se hace consciente de que no deja de ser un sistema de distribución de dinero, es decir, de poder. Butler, por su parte, intenta recordar que en la guerra existe el factor humano, y que éste debería ser casi el único a tener en consideración. El hombre es una insignificancia para quienes montan el dinero a lomos de la humanidad y se colocan la cuenta corriente como estrella de Belén. Incluso el desarme, que es, supuestamente, el objetivo de quien se alza con la victoria en la guerra, sigue siendo un disfraz. Sólo existe una forma de desarme eficaz, y la guerra a demostrado que su objetivo es incrementar el potencial de armamento, con frecuencia innecesario, para beneficio del fabricante de armas.

La disertación de Butler, breve, concisa, sin florituras pero con mucha vehemencia, se inscribe en la literatura antibélica, aunque en un estante distinto al que colocamos Trampa 22 o Matadero cinco: la guerra es la única estafa en la que “los beneficios se cuentan en dinero y las pérdidas en vidas”, afirma al principio, para exponer que es, por tanto, la estafa más necesaria de parar. Y concluye que este beneficio debería eliminarse, que se debería permitir a los jóvenes decidís si empuñan las armas y reducir los objetivos de las fuerzas armadas a actos de defensa. Con una cierta ingenuidad, esta alocución debería ser escuchada a diario, como debería ser escuchada la carta del jefe indio Seattle en respuesta al presidente de Estados Unidos cuando le ofreció comprarle las tierras y crear una reserva, esa que tuvimos colgada con chinchetas en las paredes de la habitación durante nuestra juventud: “¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?”.


Fuente: Revista de letras

jueves, 25 de febrero de 2021

LA ESCRITURA INDÓMITA

 

La escritura indómita

Mary Oliver

Traducción de Regina López Muñoz

Errata Naturae

Madrid, 2021

186 páginas

 


La belleza debería ser algo muy sencillo. Mary Oliver (Ohio, 1935 – Florida, 2019) lo sabe y su proyecto vital no es una lucha por demostrarlo, pues luchar implica un tipo de acción con resistencia, actuación dinámica o contra la dinámica, voluntad de victoria y mucha, muchísima tozudez. Nada de esto existe en el aliento de Mary Oliver que, sin empeño, pero sin descanso, sin fatigarse, pero sin renunciar a la bondad, no cesa de identificar la belleza con el mundo natural. En estos textos que se recogen bajo el título de La escritura indómita, Oliver hace muestras de una prosa poética sencilla, casi hasta demasiado humilde, y por tanto bella. La rigurosidad teórica, las fuentes, la sobriedad expositiva que deberían poseer de ser leídos como ensayo, provienen de un único lugar, de esa parte de la inteligencia que se da la mano con la sensibilidad, de esos gramos que la propia Mary Oliver llama alma. O de “los tres ingredientes de la poesía: el misterio del universo, la curiosidad espiritual, la fuerza del lenguaje”, si es que esos ingredientes no son la mejor definición de alma que hemos leído en mucho tiempo.

“Pienso como ecologista. Pero siento como miembro de una gran familia; una que incluye al elefante y a la espiga de trigo tanto como al maestro de escuela y al industrial”.

Ese conocimiento directo, esa manera de destilar lo observado, lo sentido, se aproxima a una versión balsámica de la sabiduría, tal vez a aquella que nos reconforta. Los textos provocan, por encima de cualquier otra sensación, descanso. Son hijos de Thoreau y de Emerson, de John Muir y de Henry Beston, pero, por encima de todos ellos, son hijos de Walt Whitman. “Apredí de Whitman que el poema es un templo -o un campo verde-, un lugar al que acceder y en el que sentir”, asegura esta escritora que, a juicio de Elena Medel, en su excelente prólogo, se caracteriza por “la mirada atenta, la escritura fiel, la escritura; corregir, limar las aristas, luchar por la imagen más bella”. Despojada de las cosas más sucias de la vida, de la ambición y de las malversaciones del ego, Mary Oliver nos muestra cuál ha sido la conclusión de haber pasado por la Tierra, que siempre es muy sencilla: aprender a separar el grano de la paja y dejar que las pequeñas cosas se las lleve el viento. Y así, leer estas reflexiones el leer a la persona, posiblemente a una de esas personas que todos, en algún momento, desearíamos ser, alguien que vive con poesía al margen de su obra escrita: “Comprendí enseguida que ciertas cosas -la atención, la energía desbordante, la concentración absoluta, la ternura, el riesgo, la belleza- eran elementos poéticos”.

“Comprendí que el poema era un constructo, que requería forma, elegancia, objetividad”, comenta, pues las últimas páginas de la obra no están dedicadas a la naturaleza como tal, sino a otra vida que ella ha sentido como natural, la literaria, la de la creación poética. Que alguien se desnude hablando sobre el proceso creativo, y nos muestre al yo poeta, al yo de las buenas cosas buenas, siempre será un descanso. Y es posible que descansar sea la función más militante de la literatura.

miércoles, 24 de febrero de 2021

UN PERRO RABIOSO

 

Un perro rabioso

Mauricio Montiel Figueiras

Turner

Madrid, 2021

146 páginas

 


Twitter está dando pie a sacralizar un tipo de pensamiento peligroso: el de corto aliento, el de confundir al ingenio con el impacto. El pensamiento divergente es el que nos aportará ideas que jamás se nos hubieran ocurrido, pues nos movemos en un ambiente de lugares comunes, y no el del juego verbal, el chiste, la invención sin sustrato. Después de haber leído algunas obras recientes que tratan desde diferentes puntos de vistas el tema de la depresión -Hombres que caminan solos, de José Ignacio Carnero, o Yoga, de Emmanuel Carrère-, aparece Un perro rabioso, del autor mexicano Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, 1968), que afronta el problema mucho más frontalmente. El libro es digresivo y escrito con párrafos cortos, pero potentes. Buena parte de ellos fueron publicados en redes sociales, como Twitter, aunque el pensamiento que transmiten no comulga exactamente con lo antes expuesto, no pretende sacudirnos durante unos segundos y luego podremos echar al olvido el comentario. El problema que presenta, eso sí, es que plantea las conclusiones a que le ha llevado la depresión con una vehemencia que, como las frases breves que intentan azotar el ingenio, nos plantean que o estas conmigo o estás contra mí. Y es que en la experiencia del autor con la enfermedad, apenas ha cabido resquicio por el que entrara algo de luz, una grieta en la colgar una flor. En cierta medida, parece un desquite que se solventa con un final conciliador.

Montiel Figueiras ha vivido la depresión como la peor experiencia que un hombre pueda tener, una forma de desconfigurarse que le llevó a la dependencia de los fármacos y a considerar, una y otra vez, el significado del suicidio. De hecho, el texto está lleno de suicidas o potenciales suicidas, entre los narradores, pensadores y poetas que frecuenta. Y de cuados o grabados muy, muy sombríos, con diferentes versiones de la sombra, desde la más melancólica a la más desagradable. Hay múltiples tipos de depresión y Montiel Figueiras indaga qué es, o puede ser, lo común a todas ellas. Y también en cuál puede ser el origen, centrándose en los duelos no resueltos, en la imposibilidad en su día del duelo y la necesidad, posterior, de que afloren. Y cuando brotan, son una batalla que se vincula con el suicidio. Él ha sido adicto al Alprazolam desde la muerte de su madre, y cree que en esa pérdida está el origen de la crisis que da con sus huesos en psicoterapia más de doce años después. Uno se pregunta, durante la lectura, qué aporta a la terapia la redacción de este texto, de estos textos, y su divulgación. El psicoanálisis es una terapia burguesa, porque atiende a enfermedades burguesas. Carrère lo explicaba en Yoga: los refugiados que vienen de Asia y aterrizan en playas europeas con una mano delante y otra detrás, sin derecho ni siquiera a la nostalgia, con infinitos motivos más que nosotros para caer en depresiones profundísimas, no se pueden permitir esa fragilidad. Estando en la supervivencia, aplazas todos los duelos hasta que renazcas. No hay lugar para la autocompasión en época de postguerra, por ejemplo.

“En la lucha entre uno y el mundo hay que estar de parte del mundo”, escribió Kafka y nos lo recuerda Montiel Figueiras. Lo complicado es interiorizar el significado del aforismo, no reproducirlo. Para empezar, deberíamos ser conscientes, incluso desconfigurados por una depresión, de que el mundo no se termina ahí donde limita nuestra piel. Son los demás los que nos salvan, su humanidad, su capacidad de querer y ser querido, y un terapeuta, conviene recordar, puede ser un maestro, pero es, ante todo, un ser humano.

martes, 23 de febrero de 2021

YOGA

 

Yoga

Emmanuel Carrère

Traducción de Jaime Zulaika

Anagrama

Barcelona, 2021

320 páginas

 


Para comenzar a practicar meditación Zen, uno no debe reconocerse como neurótico, pero sí sentir las emociones en idéntica manera a como las vive un neurótico. Uno debe ser consciente de que precisa de una cura, y considerar que ésta no está en el diván vienés ni en el Lorazepan. La meditación, y la que practica Emmanuel Carrère (París, 1957) no es Zen, es sobre todo Vispassana, es activa en el sentido en que uno pasa a ser dueño del momento, a ser una acción -o inacción- elegida. Por tanto ayudará a sentir que uno posee su tiempo, lo cual es tanto como decir que uno es dueño de su vida, pues estamos hechos de tiempo, que es materia deleznable, tal y como adjetivó Borges. La meditación, dicta el canon, combate la ansiedad, nos enseña a apartarla o a convivir con ella. No se trata tanto de buscar iluminación como de soportar el túnel. Carrère recurre a su experiencia personal, la trae a primer plano, para hablarnos de la forma extrema en que vivió la meditación, el yoga, así como la depresión, en un volumen que sigue su habitual estrategia narrativa, esa que nos sigue enganchando por mucho que la conozcamos: “tengo intención de contarlo en su momento, pero no tengo ni idea, en la andadura a tientas de este relato, de cuándo será eso”.

Carrère enfrenta sus miedos y sus amores, su capacidad de temer y su capacidad de amar, en ese tipo de dicotomía que genera buena parte de la literatura que practica: “Es la esencia de su pensamiento, esa gran ley de la alternancia que dice que todos los fenómenos de la vida van en parejas y se engendran recíprocamente”. A partir de ahí, genera las hiedras que van cubriendo al tronco del árbol sobre el que monta su proyecto. Carrère nos demuestra que ha vivido mucho y todo lo ha sentido con gran intensidad, y que esa manera de afrontar los días y las noches le han servido para encontrar momentos. Esos momentos serán los cimientos de los episodios en los que se entretiene: una estancia en un retiro de yoga en la India, que interrumpe la brutalidad el atentado contra los trabajadores de la revista Charlie Hebdo, la explosión de la depresión que le lleva a quedar internado en un sanatorio, la visita a campos de refugiados en la costa griega y, finalmente, la amistad con su editor en un episodio que le lleva a un duelo sano. Ahora bien, ¿cuál es la esencia del tronco del árbol sobre el que hace crecer el relato? Yoga es algo más que una crónica, que un libro autorreferencial, que un ejercicio de géneros híbrido como los que nos acostumbra a entregar Carrère; Yoga es un ensayo sobre la autoestima: “Yo creía que mi razón era sólida, que estaba bien enclavijada en el cuerpo gracias al amor, al trabajo, a la meditación”, confiesa., este autor que reconoce empezar por “yo” la mayoría de las frases y que le gustaría aprender la reducida esencia de la condición humana, incluida la suya, motivo por el que escribe: “Malraux cuenta que interrogó a un cura viejo. “¿Qué ha aprendido del alma usted, que se ha pasado cincuenta años escuchando a la gente en el secreto del confesionario?” Y el cura respondió: “He aprendido dos cosas. La primera que la gente es mucho más infeliz de lo que creemos. La segunda es que no hay grandes personas””.

El objetivo de la literatura de Carrère es participar de tratar de ser mejor persona –“un poco menos ignorante, un poco más libre, un poco más amoroso, un poco menos lastrado por mi ego”-, que es lo que facilita esa identificación con su escritura, la que nos lleva a meternos de cabeza en sus libros y sentirlos con buen ímpetu. El tono vuelve a ser, por momentos, risueño, incluso cuando nos habla de la salvaje depresión, con la que ha conseguido reconciliarse, aceptando hasta la taquipsiquia, que es como la taquicardia pero con la actividad mental, que llena de pensamientos erráticos, discontinuos y estridentes la cabeza. En esta reconciliación es fundamental la estancia entre gente que no puede permitirse caer en una depresión, refugiados que apenas tienen otro bien que los calzoncillos y los zapatos con que les permitieron embarcar en la costa turca. En buena medida, son ellos los protagonistas de una recuperación que nos lleva el mensaje definitivo del libro: para cimentar la autoestima que nos salve, es imprescindible la sanación a través de los demás.

sábado, 20 de febrero de 2021

MI PADRE Y SU MUSEO

Mi padre y su museo

Marina Tsvietáieva

Traducción de Selma Ancira

Acantilado

Barcelona, 2021

81 páginas

 


No siempre las piezas breves son cuentos, relatos. La extensión y la redacción en prosa marcan bastante el género, pero lo hace esencialmente para su catalogación. Una pieza breve puede rondar la poesía, como sucede siempre con todo lo escrito por Marina Tsvietáieva (Moscú, 1982 – Yelábuga, Tartaristán, 1941) incluso cuando escribe sus diarios respondiendo a los días de la revolución.

Ahora llega este pequeño libro en el que la autora se sumerge en la figura del padre, un hombre que se empeñó en abrir un museo de escultura, del que apenas pudo disfrutar un año y tres meses. Fallecería entonces, dejando a Marina del todo huérfana, condenada a la tristeza enferma que atraviesa su obra, curada, eso sí, por su talento para la poesía, por su extrema sensibilidad, por su capacidad de lucha y descripción. En estas piezas breves, que no terminan de ser redondas como deberían serlo si respondieran a las técnicas del relato, Marina crea un mito: un padre. Será ese padre el que nos explique, con su actitud, las constantes bondades de la condición humana. Se podrá achacar al efecto de la memoria, que tiende a desechar lo malo, este anhelo, pero en el caso de Marina esa memoria funciona con una libertad inaudita, con una libertad semejante a la que pone en marcha el mecanismo de los sueños.

Lo que sucede es que a la memoria-sueño Marina añade la intención. Tiene muy claro hacia dónde quiere encaminarse, qué mensaje transmitir: entre la raza de los hombres se esconde la bonhomía, y ella tuvo la suerte de conocerla. Las piezas fluyen así con naturalidad, como un reflejo de la realidad, y con pesimismo: “Todos han muerto ya, y yo debo contarlo”. Como siempre, Marina Tsvietáieva mantendrá su pulso conciso, en palabras de su traductora, Selma Ancira: evoca, sugiere, apunta.

HUELLAS

 

Huellas

David Farrier

Traducción de Pedro Pacheco González

Crítica

Barcelona, 2021

287 páginas

 


Puede ser la entropía o la estupidez del mono al que le nació el dedo gordo con el que agarrar objetos, y así pudo desarrollar lo que llamamos inteligencia. Puede ser el efecto mariposa o el sadismo, la inconsciencia o un destino que algún dios con mal carácter impuso, sobre todo, a las próximas generaciones. Puede deberse a muchos motivos o podemos atribuirlo a cualquier razón que nos haga sentirnos sensatos, tranquilos, malhumorados o en trance de perdonar. Pero lo que es innegable es un deterioro de esa naturaleza que cada día necesitamos más, y la incapacidad de recular que estamos mostrando. No deberían caber interpretaciones lenitivas, pensamientos tipo disociación cognitiva para entendernos y justificarnos, mientras echamos balones fuera. El caso es que estamos dejando el planeta hecho unos zorros y dentro de poco empezarán a maldecirnos. Hasta que la naturaleza se recupere, y el ser humano como entre que forma parte de esta naturaleza, y pasemos a ser estudio de los paleontólogos del futuro.

¿Qué se encontrarán estos paleontólogos, arqueólogos, climatólogos? David Farrier nos propone un viaje sin malestar, en un ejercicio en el que narra mientras viaja, describe mientras estudia y expone sin fisuras. La preocupación de Farrier es ecológica y la dedicación es literaria. De esa combinación de ciencia, observación, naturaleza, lectura, historia y ficción, solo puede extraerse una referencia constante al mito. Farrier establece varios capítulos dedicados a los próximos fósiles que hoy estamos creando, y de cada uno de ellos encuentra una reminiscencia de un mito: griego, clásico, literario, artístico. Pues el libro está atravesado de tanto amor por la literatura como por la vida, y así los mitos viajan desde los que ya conocemos a los que posiblemente estemos creando. Los centros de interés fluctúan: el asfalto y el cemento, los huecos bajo tierra, los plásticos y el petróleo, los residuos nucleares, los animales que se adaptan a la contaminación, la invención de Caín… Cada momento está relatado desde lo vivido, viajes a la Gran Barrera de coral o a los cementerios nucleares de Finlandia, por ejemplo, pero también lo vivido a través de la lectura: las Metamorfosis de Ovidio, las novelas de Virginia Woolf. Ojalá ese espíritu del libro que se confiesa en el subtítulo -En busca del mundo que dejaremos atrás- se correspondiera a estas obras, y no a la basura, al deterioro de los ecosistemas, al calentamiento global.

El libro es delicioso. Es posible que muchos de los temas que trate los hayamos ya leído varias veces, con más vehemencia, pero no de forma tan contundente. Farrier planifica cada capítulo rigurosamente en el aspecto científico, y creativamente en el literario. Será, sin duda, uno de los grandes libros de divulgación científica que leeremos este año.

viernes, 19 de febrero de 2021

OCÉANOS SIN LEY

 

Océanos sin ley

Ian Urbina

Traducción de Enrique Maldonado

Capitán Swing

Madrid, 2020

623 páginas



Transcurridas más de doce horas por la bahía de Halong, entre las islas flotantes verdes y de una piedra casi dorada, nadando con medusas, visitando cuevas, navegando entre casas de caña ancladas al fondo marino, conviviendo con mercaderes que se acercaban en barcas para ofrecer pescado y unas verduras llenas de incertidumbre, alejados de los turistas gracias a la generosidad de un amigo que vivía cerca, apareció el petrolero escondido. Luego fuimos viendo otro petrolero y otro, todos ocultos entre los bloques de retazos del paraíso que un dios generoso nos había regalado, como dejándolos caer desde el cielo, y la superficie del mar se cubrió del azogue oleoso que antes se escondía bajo cubierta, en los depósitos que los marineros se esforzaban por limpiar. Los vertidos iban ensuciando un océano del que habíamos disfrutado como bebés de chimpancé en las ramas de árboles vírgenes. Se enturbió el Edén y ahora, al recordar ese momento, uno se pregunta qué es lo que conocemos del mar.

Por un lado, está esa imagen de descanso que creen encontrar tantas personas, muchas de ellas demasiado urbanas, frente a la estepa líquida que se extiende apuntando al infinito, es decir, a la eternidad, una imagen que nos libra de la tiranía del tiempo. Por otro, están los compañeros de infancia con quienes compartimos la playa en estampas que en la memoria se han grabado como cuadros de Sorolla. Y también la nobleza y la conciencia de los personajes de Conrad, o esa ilusión de relatos de aprendizaje que nos dejan las novelas de Stevenson, incluso cuando aparecen personajes facinerosos como en Los traficantes de naufragios, que tal vez sea su mejor obra. Y en ese mismo fiel de la balanza están los versos de Alberti, el lamento del marinero en tierra: El mar. La mar. / El mar. ¡Sólo la mar!

Para los habitantes de la costa, el mar es la madre. Desde el interior, nos referimos a él en masculino. Ese es, tal vez, el sentido de estos dos versos que apenas contienen nueve sílabas. El mar es viril y duro para los que acudimos a él de vez en cuando, pero es el vientre del que sale la vida para quien nace y habita en la orilla. El mar era metáfora de vida entre los fenicios y los romanos. Para nosotros, es el morir. Y sucede que hay muerte en el mar. Ese es el otro lado de lo que sabemos, el más siniestro: la basura de plástico que está a punto de alcanzar tanto peso como el que suman los seres vivos que allí habitan; la explotación indiscriminada de la que apenas tenemos noticia pues sólo vemos la superficie; los inmigrantes desesperados que fallecen en su intento de fuga y, como el niño Aylan, yacen en nuestras costas demostrando la sucísima obscenidad del sistema económico y poniendo en duda la sinceridad de nuestras emociones, que de nada sirven sin reacción.

Ese interrogante es el que empuja al reportero americano Ian Urbina (1972) a escribir durante cuatro años una serie de reportajes sobre las consecuencias de la falta de ley, y de ética, entre quienes aprovechan la extensión del mar para hacer daño: “Una de las peores cosas de este trabajo es la sensación persistente de ser parte de la pornografía de la miseria y estar utilizando como teatro tanto mal sin hacer gran cosa para conseguir cambios”. Y, sin embargo, si se callan estas voces, ¿qué nos queda a los demás? Nos queda la estupidez de maldecir viendo la tele, de soltar la expresión “¡qué barbaridad!” ante las imágenes de desastres, lo cual es síntoma de haber dejado más de media vida atrás, de no ser el que quisimos ser durante la juventud, de habernos marchitado y encontrar justificación para esa decadencia, como el asesino que fuerza la razón de su crimen a través de un ejercicio retorcido de disonancia cognitiva. Urbina sabe, por su parte, que es imprescindible hacer un diagnóstico antes de empezar un tratamiento y así nos lo explica: “Aunque no estaba seguro de cómo escapar de este círculo, me resigné a la idea de que lo único peor que dar una noticia de maltrato una y otra vez es no darla.”

Océanos sin ley (Capitán Swing) es un extraordinario libro que nos muestra la cara oculta, ese patio de atrás de la globalización neoliberal -los juegos de manos del mercado, según las palabras del autor- que va dejando a tanta gente abandonada en los estercoleros que crea a su paso. Y que también destroza el planeta. No cabe equivocarse, no estamos ante un texto tan militante como los de Naomi Klein, pues el retrato de lo océanos que hace Urbina obedece más al testimonio que al empuje político. Y, sin embargo, golpea con la misma pegada y en el mismo lugar de nuestra anatomía. Urbina recorre medio planeta acompañando a “ecologistas justicieros, ladrones de barcos hundidos, mercenarios marítimos, balleneros insolentes, agentes de recuperación de bienes, abortistas marinos, vertedores clandestinos de petróleo, elusivos pescadores furtivos, marineros abandonados y polizones a la deriva”, conociendo actividades que escapan a cualquier tipo de regulación, fraudes de toda índole, tributarios y humanos, estafas, miserias, violencia muchas veces expuesta y otras tantas, al igual que los monstruos marinos, ocultas bajo la superficie. Acompaña a pesqueros, a mercantes, a cruceros, a embarcaciones médicas, se sube a arsenales flotantes y a buques de investigación, se solidariza con los activistas y se intriga en compañía de los patrulleros de la Armada o la Guardia Costera del sudeste asiático.

¿Qué ha llevado al mundo a esta deriva, en la que se permiten en los océanos acontecimientos que apenas tendrían cabida en las regiones más civilizadas? Es posible que la respuesta esté en el alcance la ley, sabiendo que ley es una palabra que se arrima más al sentido del orden que al sentido de la justicia. El primero, el orden, tiene que ver con los deseos de los poderosos, el segundo, la justicia, con la armonía de los sencillos. Urbina no es ajeno a conceptos que se nos escapan, a ideas que nos sobrevuelan y que apenas alcanzamos a definir y mucho menos a integrar y, sin embargo, nos construyen, nos condicionan: “Estas imágenes parecen demostrar que los océanos sin ley y los barcos que los atraviesan no se definen únicamente por las personas que trabajan en sus aguas, sino también por fuerzas intangibles como el silencio, el aburrimiento y la amplitud”.

Entre dos viajes con activistas, uno de ellos persiguiendo a uno de los buques más buscados por la Interpol y el otro tras la caza de un ballenero japonés, elaboramos una serie de éxodos que desconciertan. Nos adentramos en mundo oscuros, por utilizar un eufemismo, en los que ciertas vidas son penas de muerte, y en ambientes indómitos y horribles, junto a esclavos del mar, para descubrir el sufrimiento que puebla los océanos desprotegidos: “… los aspectos más sórdidos y peligrosos de la industria pesquera, relatando las maquinaciones ilegales de un sector que funciona en la sombra, donde proliferan la esclavitud y el sadismo, donde las personas son tratadas como los productos que extraen de los océanos.” Es un mundo de saqueadores, pero también de justicieros y cazarrecompensas. Comprobamos cómo un país tan minúsculo como Palaos trata de proteger sus aguas, de la extensión de Francia, con solo patrullero y dieciocho policías o llegamos hasta Sealand, esa nación irreconocible montada, gracias a tantos vacíos legales, sobre una plataforma militar en el Mar del Norte y que acoge a poco más que una familia. Paseamos por barcos en estado infame en los que el maltrato y el desprecio a la vida es algo más que una costumbre. O nos subimos a un barco medicalizado fletado por una holandesa para practicar abortos en aguas internacionales, recogiendo a mujeres en países donde el aborto es ilegal. Conocemos a polizones, que no saben nadar y que fueron abandonados en balsas en mitad del océano, y se nos da noticia de la logística de sus repatriaciones, tan llena de arena y ruido. Se habla de la sobrepesca, de los karaokes de los puertos en los que campan a sus anchas traficantes de mujeres que obligan a prostituirse a las niñas. Se menciona cómo las petroleras, por ejemplo, imponen legislación y jurisdicción, y una política medioambiental que permite destrozar arrecifes y ensuciar el fondo marino, y frente a ellas se levantan personas llenas de utopía a los que se maldice desde los medios que son fieles a la voz de su amo: “La distinción entre terroristas y luchadores por la libertad es una dicotomía semántica cargada de política e ideología al menos desde que Espartaco se levantó en armas contra los romanos. La distinción es especialmente turbia en el vacío legal y moral del mar abierto”. En muchos lugares, nos recuerda durante su paso por Brasil, los militantes ecologistas son asesinados: “La intromisión militar en una exploración científica completamente legal demostraba que, en los océanos sin ley, los países y casi todos los implicados se inventan normas con la misma frecuencia con las que las ignoran.”

“El alcance y la intensidad de los problemas que vi durante esta investigación eran escandalosos. Si la población descubriera una industria con una política de facto de mirar para otro lado mientras los trabajadores de fábricas de todo el planeta quedan rutinariamente encerrados detrás de puertas cerradas a cal y canto durante semanas o a veces meses, sin agua potable ni comida, sin cobrar y sin la más mínima idea de cuándo se les permitirá volver a casa, ¿no sería un escándalo inmediato con intervención de la justicia y boicots de los consumidores? No en el mar.” ¿De qué alcance pueden ser los retos psicológicos de los esclavos encadenados, literalmente, o de los furtivos? ¿Y el de los laosianos, birmanos o camboyanos que llegan a un grado de servidumbre por deudas que deja a la historia universal de la infamia en un juego infantil? Y todo, incluidas algunas ejecuciones, amparándose en un anonimato que permite la geografía y la ausencia de fronteras, la misma ausencia que le lleva a presenciar un conflicto entre buques armados de diferentes naciones, exigiendo un intercambio de rehenes. Y, mientras tanto, las plataformas petrolíferas muertas generan residuos contaminantes y en algún punto está anclado el buque que contiene un arsenal a disposición de cualquier señor de la guerra, o cualquier pirata, custodiado por hombres rudos de perfil más próximo a la delincuencia que al del soldado. Para terminar, está el relato de su paso por Somalia, tras la estela de la piratería y los secuestradores, que nos lleva a preguntarnos si deberíamos llamar delincuentes a quienes se ven empujados a ciertos actos por el sometimiento, en este caso internacional, y la reacción frente a cierto tipo de violencia.

Así, mientras habla, Urbina da voz a quienes saben que cuando se enfrentan a la gran industria, acostumbran a perder y, por lo tanto, optan por la seguridad del silencio. La duda, la partición, surge de esa cuestión sin resolver y a la que nosotros tampoco ponemos salida con la lectura, por otro lado importante, de esta obra, pues a la par que tomamos partido, que nos enfadamos y que nos proponemos cambiar el rumbo del planeta, formamos parte de ese grupo de consumidores medios que apoyan, con sus decisiones de gasto diarias, a las empresas de capital inagotable, como las petroleras que envenenan los océanos y demasiadas almas. Debe haber, sí, otra forma de vivir, como hay quien reúne coraje para vivir hasta el final la que nos rodea, entre los que se encuentra Ian Urbina.


Fuente: FronteraD

miércoles, 17 de febrero de 2021

MI OVNI DE LA PERESTROIKA

 

Mi ovni de la Perestroika

Daniel Utrilla

Libros del K.O.

Madrid, 2021

644 páginas

 


Daniel Utrilla (Madrid, 1976) ha creado un poliedro y lo ha echado a rodar. Con esta metáfora podríamos resumir la estructura de este libro, que se nos presenta como una crónica de viajes y resulta ser, sobre todo, una crónica de la memoria, la personal, desde luego, pero también la colectiva. En el año 1989 se avista un ovni en una ciudad rusa y ese es el motivo que empuja al poliedro a ponerse en marcha. Utrilla va haciendo crecer cada una de las caras de todo lo que va surgiendo, y sugiriendo, este encuentro con extraterrestres: la memoria personal de lo fantástico, en la que aparece siempre la novela Alfanhuí y en ocasiones la obra de Nabokov, al margen de un buen puñado de películas sobre extraterrestres, entre las que destacan los títulos de Steven Spielberg; la evolución de un país que está en plena transformación, esa Unión Soviética a punto de dejar de existir para dar paso a una serie de naciones, entre las que destacará la nueva Rusia; todo lo que ha surgido como cultura, o como subcultura o contracultura o cultura sumergida, acerca de los fenómenos de avistamientos extraterrestres, desde las influencias religiosas a las referencias en antiguas sociedades, pasando, claro está, por la actualidad o lo que fue actualidad en programas divulgativos de televisión y radio, y en revistas sobre fenómenos paranormales; la descripción de los lugares, como esas visitas que hace a la ciudad donde tuvo lugar el avistamiento, Vorónezh, a 500 kilómetros de Moscú, otro lugar lleno de estatuas que representan lo que pretendió ser una sociedad; la literatura rusa, con Tolstói a la cabeza y con obras señaladísimas, como la sátira Chevengur, de Plátonov; la evolución de las formas de conocimiento de primera mano, que no evitan recurrir a Youtube, por ejemplo, e incluso a la web de citas Tinder para encontrar una Cicerone en un lugar desconocido, y que reflejan el tiempo en que vivimos. Pero, por encima de todo, se impone el retrato de un año, 1989.

Utrilla escribe con mucho entusiasmo y el libro va resultando diletante, a veces incluso nos podemos preguntar si el énfasis en ciertas crónicas dentro de la crónica no responde a un aliento aleatorio. Sin embargo, no podemos evitar emocionarnos cuando nos habla de la caída del muro de Berlín con una intensidad semejante a cuando nos menciona el estreno de Amanece, que no es poco o la muerte de Fernando Martín. Nos lleva a los programas infantiles que entonces se imponían, y nos refiere las sensaciones que todos estos acontecimientos le sugerían a un crío de doce años, a un púber, a quien abandona la edad de la inocencia. ¿Se corresponde ese momento al mismo de las últimas apariciones de ovnis, que tan populares fueron en los setenta o los ochenta? Seguramente. La credulidad no será la misma con trece años que con doce, como no es la misma para el planeta antes y después de la expansión de internet y la recreación de efectos especiales CGI. Utrilla busca el mundo perdido y lo reconoce en los pasos y en la memoria:

“-Me atrae mucho el tema, pero -como me pasa con Rusia- me atrae desde el punto de vista estético. Me atrae la mitología que hay detrás, la sociología, me interesan las formas de los platillos, me interesa E.T. Casi te diría que el ufólogo me interesa casi más que los ufo, porque son los terrícolas a través de los cuales puedes tocar los ovnis. Son como médiums. Me gusta mucho el hombre emparanoiado.”

Uno se pregunta, leyendo este libro, si no sería posible hacer una lista de obras maestras de la paranoia, cómo de serios son los trastornos delirantes y si nos ayudan a vivir: ¿Alfanhuí? ¿Ada o el ardor? ¿Amanece, que no es poco? ¿El muro de Berlín? ¿La Perestroika? ¿Los mundos de Yupi? ¿Cuarto Milenio? ¿Los ovnis y el Yeti?

 

jueves, 11 de febrero de 2021

DIARIO DEL RÍO MISISIPI

 John James Audubon

Diario del río Misisipi

Traducción de: Lucía Barahona

Nórdica


Diario del río Misisipi reúne algunas de las mejores pinturas de aves del célebre ornitólogo junto con su diario de viajes a la búsqueda de las aves de Estados Unidos.
John James Audubon fue el principal pintor de aves de Estados Unidos. La historia de Audubon es la del triunfo sobre la adversidad y simboliza el espíritu de la joven América, cuando el desierto era ilimitado y seductor. Era una persona de legendaria fuerza y resistencia, así como un gran observador de las aves y la naturaleza. Tenía un profundo aprecio y preocupación por la conservación de aves y hábitats. El Diario del río Misisipi es el registro más importante del progreso del artista estadounidense. Es tan fresco en sus percepciones de las escenas y personajes del viejo sur como del bosque y sus criaturas. En esta edición destacan las sesenta y cuatro páginas con algunas de sus mejores escenas de aves. Encantadores, inquietantes y violentos por turnos, estos vívidos retratos íntimos de los hábitos y hábitats de las aves estadounidenses cambiaron para siempre la escritura sobre la naturaleza.















lunes, 8 de febrero de 2021

LOS AÑOS DE LA ESPIRAL

 

Los años de la espiral

Jon Lee Anderson

Traducción de Daniel Saldaña París

Sexto Piso

Madrid, 2021

707 páginas

 


Jon Lee Anderson (California, 1957) escribe como una forma de lealtad: lealtad a un oficio que adora, el de corresponsal, lealtad a una práctica en la que nada con facilidad, la de la escritura, lealtad a una tierra con la que se compromete hasta las cachas, América Latina. Esa lealtad tiene mucho que ver con el enamoramiento por la literatura, que bebe de la primera fuente literaria, que es la de observar qué sucede a nuestro alrededor y mostrarse tan limitado a la hora de entenderlo, que uno debe trazar en el aire miles de palabras, miles de conceptos, tratando de poner orden. El universo es caos, como sucede con cualquier organismo vivo. El universo está en perpetua construcción, es la ruta y no el destino, es La Odisea y no Ítaca. Esta recopilación de crónicas, perfiles e instantes, Los años de la espiral, que nos trae Sexto Piso, recoge una visión del universo de América Latina entre los años 2010 y 2020, dejándonos una sorprendente impresión de estar asistiendo a la lectura de la historia reciente, sí, pero como si estuviera caduca y al tiempo nos afectara como nos afectan las memorias emocionales. La escritura es impecable, atractiva y limpia, y la exposición consigue sugerir y no imponer, como se corresponde a un observador que hace todo lo posible por ocultar sus prejuicios o, para ser más exactos, por no tenerlos. Si bien, sobrevuela a lo largo de los textos una impresión de estar asistiendo a un periodo de la historia en el que podemos leer entre líneas nuevas formas de colonialismo, las que no se exponen, las que no pertenecen a naturalezas abiertas, las que son más virus que ley de la selva.

La década por la que viajamos está impregnada del chavismo y sus consecuencias, de la revuelta en Cuba a cuenta de la desaparición de Fidel Castro y de la nueva política de Obama, del proceso de paz en Colombia o las consecuencias de las catástrofes en Haití. Pero Anderson sabe que no se puede analizar una década como si fuera un paréntesis: todo remite a un pasado que afecta al sustrato de los países, como el peronismo en Argentina o el PRI en México, a un carácter en el que han convivido siempre los poderosos y las tomas de poder con las revoluciones y la canción protesta. La documentación que maneja Anderson está bien digerida, hasta el punto de no exponerla, pues intenta ser más un testigo directo y empaparse de los protagonistas. ¿Quiénes son los protagonistas? Políticos, militares, escritores, gente que ocupa líneas en los titulares de prensa, gente con la que conversa en extenso, personas sobre las que va escribiendo perfiles que afectan a los demás, a los actores secundarios, al pueblo, al que se acerca de vez en cuando en los que quizá sean sus párrafos más humanos, donde la humanidad se desborda. Conocemos a los poderosos, a los malos, sin renunciar a la posibilidad de que hayan producido algún bien, sí, a pesar de que uno sea loco y otro sanguinario. Hay menciones geopolíticas y de políticas sociales, y de tendencias o tiranías económicas, pero hay, por encima de todo, intención de acercarse a los fracasos humanos, a los humanos que conviven con el fracaso, en diferentes grados.

Ateniéndonos al contenido histórico político, el libro empieza donde triunfan, a la par, el chavismo y las proximidades del chavismo desde la izquierda -Evo Morales, Lula da Silva, Bachelet, Mújica- y el neoliberalismo que viene desde los Chicago Boys y su intervención en Chile, y recorre esa etapa de regímenes de izquierda que ha dado su fin, en un afán de péndulo, con personajes que en la literatura de Anderson no reciben adjetivos, aunque son casi una burla, pero que se toma muy en serio: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Jeanine Añez… Si bien todo está mirado a través de un filtro de decadencia. Apenas cabe la ilusión de vivir cuando se arrima a algún escritor como Leonardo Padura o a algún viejo miembro de las FARC ahora dispuesto a integrarse en una rebelión más jacobina.

Todos estos son los años de la espiral, en la metáfora que maneja Anderson, una curva que se interrumpe con Trump y sus acólitos, con una nueva política que segrega naciones y pueblos, es racista y fomenta el patriotismo de bandera en la frente. Mientras tanto, de aquellos tiempos queda Maduro y Daniel Ortega, que representa mejor que nadie la afectación de la egolatría y la tentación del despotismo. De todo esto -y mucho más, mucho más humano- nos habla, paso a paso, eso sí, este periodista comprometido y leal, maestro de la crónica y del reportaje.

ALGO TEMPORAL

 

Algo temporal

Hilary Leichter

Traducción de Inga Pellisa

Alpha Decay

Barcelona, 2021

234 páginas

 


Ya se sabe con qué castigo tuvo que cargar la humanidad por desafiar a su creador: morder una manzana tuvo como consecuencia trabajar a lo bestia con el sudor de la frente eternamente perlado y duramente incómodo. Sobre este resultado se ha escrito mucho y en todos los tonos, y este libro, Algo temporal, de Hilary Leichter, retorna al punto de denuncia en el que las derivas del trabajo se han ido pudriendo y no por la intervención divina ni por el pecado original. Aquí el absurdo está en función de delatar que nosotros mismos nos hemos encargado de transformar las consecuencias de morder la manzana en una esclavitud, pues no se trata de sudar para ganar el pan, sino de la angustia que supone carecer de certezas sobre el pan, pensar que tal vez en algún momento no podrás pagarlo y verse humillado durante los momentos en que uno tiene trabajo.

“Encuentro trabajo friendo patatas, y en eso consiste todo. No dejo de esperar que el puesto se revele en toda su plenitud, pero no todos los trabajos son icebergs, con kilómetros ocultos de tareas. Algunos trabajos son solo trabajos. Me recojo el pelo con una redecilla y llevo a cabo mis operaciones cotidianas con grasa y fuego. Capto mi reflejo en la mampara higiénica, y lo que veo es una desconocida.”

Pero no estamos frente a una obra de puro realismo social, pues Leichter se refugia en un sarcasmo que hace más creíble al ser desnortado, ese que podríamos ser cualquiera, que protagoniza el libro que, a mayores, es una mujer. La imaginación de Leichter lleva al personaje a trabajos entre los piratas, sin que se sepa muy bien cuál es su función, o como ayudante en una asociación de asesinos, en la que existe el ascenso por méritos, o de repartidor de folletos, con una categorización por ejercer con éxito la labor, y hasta de percebe, un trabajo en el que existe cierta obsesión por el tamaño del pene. Este absurdo nos lleva a preguntarnos cómo es posible intentar dar coherencia a algo tan impuesto. La vida a la que asistimos es automática en el mismo sentido en que era automática la escritura de los surrealistas: va sucediendo sin que parezca existir un plan previo. De ahí la dificultad para encontrar su lugar en el mundo que padece la protagonista, porque tal vez este mundo no sea un sitio poblado de lugares. Así se va desplegando el matiz de locura que recorre la novela, mientras nos preguntamos cómo de serio es esto de trabajar para vivir, cómo de serio es vivir, en qué grado de seriedad debemos tomarnos la exigencia de vivir.

La protagonista hereda la precariedad de su madre, en una denuncia de clases sociales, y como su madre se cuestiona el sistema de lealtades que se establece a través del trabajo. Su existencia se expone de forma itinerante, como la narración del Barón de Münchhausen o, por qué no, las novelas picarescas o los viajes de Gulliver. Todo se desarrolla en planos sucesivos, incluidas las secuencias de novios, en un texto que elude cualquier corrección política, aunque la distancia que da el absurdo le permitirá nadar en cualquier océano, incluido el de la corrección política. Este sarcasmo, el conflicto que surge entre los hechos y la textura del disparate, nos enfrenta a la realidad como quien trata de resolver una aporía. Aunque el libro gana en intensidad cuando se acerca al realismo, como, por ejemplo, cada vez que se utiliza la palabra eventual, soltándola desde las tripas, con rabia, esa rabia sin misericordia que tantas veces esconde el humor.


Fuente: Revista de letras

jueves, 4 de febrero de 2021

CÓMO LOS SUPERHÉROES EXPLICAN EL MUNDO

 

Cómo los superhéroes explican el mundo

Mariano Turzi

Clave Intelectual

Madrid, 2021

130 páginas

 


Constructivismo, liberalismo, realismo, marxismo… explicar cada corriente, y dentro de cada corriente cada concepto, es el trabajo divulgativo de esta obra, de este autor, Mariano Turzi, para lo cual se vale del reclamo de los superhéroes. Batman, Supermán, Spiderman, los Vengadores, los X-Men… cada uno de ellos va dejando de ser una estrella de la ciencia ficción y la fantasía, para aterrizar en un mundo paralelo, ese que nos pretende explicar cómo debería funcionar el planeta. Pues se trata de teorías, que en buena medida quiere decir de ilusiones, fundamentos que resuenan a posibles rutas por las que circular con garantías de justicia, de paz, de convivencia, aunque también se trata de hablar sobre qué es el Estado moderno.

Turzi no se muerde la lengua mientras explica cómo los Estados liberales, marxistas, constructivistas o realistas se han transformado en sistemas de distribución de poder. Lo que se impone es una conducta, no una teoría, como se impone la conducta en los superhéroes y los supervillanos, aunque sea por una suerte de defecto genético. Habla sobre la protección de las clases dominantes por encima de cualquier otra garantía. Habla sobre las relaciones de producción que se establecen con el único fin de proteger y enriquecer a los mismos. Habla, en definitiva, sobre la globalización y sus infinitas e inmensas cojeras; mientras la intenta comprender, va desgranando los problemas que acarrea, tanto los económicos como el deterioro humano; menciona las debilidades y los impulsos que tratan de tapar las debilidades, como la competencia; da por supuesto las diversas formas de contaminación que la globalización neoliberal implica -económicas y ecológicas-, en esa busca constante de una hegemonía que sacrifica el desarrollo armónico, que supone más desigualdad. Y a todo esto, los superhéroes, que aparecen de vez en cuando, representan ideas que a veces se pervierten en algunos episodios, como los más violentos que han aparecido en las últimas versiones, las de las películas.

¿Cuál debería ser el papel del superhéroe? Debería ser nuestro Hércules, el del pueblo, pero algunos se han ido creando para representar afanes militares, industriales e incluso de marginación social. No son parte del Estado, aunque las ideas de Estado se hayan ido apropiando de ellos para dibujar diferentes modelos. En ocasiones han servido para denunciar el fracaso del Estado nación, un concepto que es imprescindible definir, al menos en una concepción más moderna, la que se gestó en la época de Napoleón, y no sacralizar. El riesgo es la tentación de imperialismo, el maniqueísmo, la suposición de que creamos defender una idea de justicia y, sin embargo, ésta puede ser una farsa, populismo o, como diría el propio Turzi, ideología prime-time, ideología low-cost.