viernes, 30 de abril de 2021

AVIONES SOBREVOLANDO UN MONSTRUO

 

Aviones sobrevolando un monstruo

Daniel Saldaña París

Anagrama

Barcelona, 2021

154 páginas

 


A lo largo de la vida uno tiene que nacer muchas veces. El trance más complejo que afrontamos seguramente sea este, el de nacer, junto a la muerte, claro está, y son los dos momentos de los que no nos libramos de la soledad. Nacemos solos y morimos solos. Hay que ponerse en el lado bueno de las cosas y pensar que, aunque nacemos solos, con todo el esfuerzo que eso supone, lo que viene después puede ser una bendición. La suerte nos la hacemos, así pues, está en nuestra mano, en buena medida, transformar lo que está viniendo en un regalo. Pero no somos del todo dueños de nuestro destino, un lugar que depende de los demás. El embrollo ha dado pie a mucha literatura barata, a mucho libro de autoayuda, y puede que incluso a alguna religión. Pero también a obras dignas de celebración, generalmente con carácter autorreferencial, como es este Aviones sobrevolando un monstruo, de Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984), cuyo tema central es darse cuenta de que uno estaba equivocado al creer que había madurado, que no nos hacemos mayores y que renacer, volver a madurar, es una constante que debemos afrontar con amor propio y recordar con buen humor. Y luego está el amor a la literatura, que es el Mcguffin de la obra, el tema aparente, pero también el eje sanador.

A lo largo de estas reflexiones, vestidas de relato, de memorias o de ensayo, Saldaña París no cesa de preguntarse si esta etapa vital, la de estar en constante formación, tendrá fin algún día. Para ello revisa sus días en varios lugares del planeta, en todos los que fueron importantes en su construcción. La Ciudad de México, el lugar donde nació y al que termina por regresar, se nos presenta como un lastre y como un estímulo. Malcolm Lowry como un maestro en eso de ser uno su propio volcán. Montreal un lugar donde reinventarse y, para tal fin, elige la compañía de personas marginales, excéntricas, con las que comparte, o cree compartir, el factor común de la desintoxicación. Cuba como epítome de isla, con todo el significado metafórico que tiene una isla, que es una distancia respecto al mundo y una posibilidad de paraíso. Madrid servirá para hablar de una decadencia que atañe a la juventud, es decir, una aparente aporía que se resuelve por el mero hecho de constatar que existe. Y así cada lugar en el que aterriza se nos describe con su propia respiración, con su ritmo y con su ruido. También los ensayos sobre la peregrinación o sobre el halcón y la cetrería. Y sus lecturas, a las que debe la parte más firme de la formación, su sustrato, su seguridad, el suelo sobre el que pisa. Las que le permiten escribir con tanta sencillez como buen estilo, con una naturalidad que nos lleva de la mano a compartir su pasado, o el sueño y la invención de pasado.

miércoles, 28 de abril de 2021

CUANDO VIAJAR ERA UN ARTE

 

Cuando viajar era un arte

Attilio Brilli

Traducción de José Ramón Monreal

Elba

Barcelona, 2021

252 páginas

 


La añoranza, como apunta hacia el final de este ensayo Attilio Brilli (Sansepolero, 1936) se refiere a algo que ya no existe, pero quisiéramos que existiera todavía. Ese sentimiento es fácil de comprender cuando se refiere al pasado propio, a la autonomía emocional. Algo más complicado, pero también universal, es integrarlo partiendo del pasado social, de una memoria colectiva, heredada, aprendida, estudiada. Sentir añoranza por una época que no hemos conocido nos descubre nuestros huecos y alimenta los mitos que creamos para sostenernos. Sin esos mitos, tan personales, caeríamos en la depresión, en el abatimiento o, por efecto rebote, en la violencia. En este caso, Brilli se centra en la época en que viajar al sur, sobre todo para los británicos, significaba un redescubrimiento: del arte, de la capacidad de enamorarse, de los orígenes de la cultura occidental y del sol. Esos años, que tuvieron lugar entre los siglos XVII y XIX, fueron los que propiciaron el tipo de viaje conocido como Grand Tour. Esa época es una leyenda suave en la que nos gustaría refugiarnos pues el tiempo transcurría de una manera mucho más humana. En buena medida, esta indagación es un estudio sobre un arte neoclásico, en el viaje y en la literatura de viajes.

Este Cuando viajar era un arte es un texto que nos habla del momento en que los libros de viajes se enfrentan a su personal Bildugsroman, a su inflexión en el crecimiento. Se parte de “una óptica romántica y una narración novelesca, una psicologización del paisaje y una trama de aventuras y encuentros”, para terminar en una variedad de libros que presentan diferentes enfoques del viaje, que terminarán en la enciclopedia del manual turístico o la “proyección psicológica de los estados de ánimo y de reflexiones provocadas por la seducción pintoresca de los lugares en una forma emocionalmente reactiva”. Brilli se vale de recursos filológicos -tanto literarios como ideando una filología del viaje-, pero también morfológicos y estéticos, y, en cierta medida, arqueológicos. Parte de los libros y comulga con los viajeros. Parte de los testimonios y manifiesta, aunque de forma muy intelectual, su amor por lo vivido por otros y la expresión de ese amor. Leer viajes ha pasado a equivaler a ver recuerdos.

El libro abunda en lecturas, muchas de las cuales se nos escapan. La erudición de Brili, en este campo, es casi absoluta, lo cual da al libro una consistencia de tesis doctoral, pero con bastante enjundia literaria. Establece un canon del arte de viajar, sobre viajes y arte que pertenecen a una clase social acomodada y con un desarrollo intelectual privilegiado, lo cual, por otra parte, no es sino condición de la época, un registro que ya conocíamos y no impide disfrutar de esta lectura, de esta impresión de viajes políticos, en el mejor sentido del término: viajes a la polis y a las consecuencias de la sociedad organizada que habita y ha habitado la polis. Un libro para conciliarnos con una parte de la memoria colectiva, con lo que hubiéramos deseado vivir, para refugiarnos en nuestros sueños.

EL ARREO DE LOS VIENTOS

 

El arreo de los vientos

Israel Centeno

Kálathos

Madrid, 2021

155 páginas

 


El manierismo es siempre una apuesta arriesgada. Esa tendencia que intelectualiza el arte, a la par que con el subjetivismo muestra el ansia de libertad a través de la forma, que contiene: dinamismo, gusto por lo insólito, contradicciones, metáforas atrevidas, distorsiones, agudezas conceptuales y un afán ornamental. Todos estos rasgos están contenidos en esta novela, El arreo de los vientos, de Israel Centeno (Caracas, 1958). Se trata de una novela que no es nada novelesca, una obra en la que la forma se come a la trama, en la que el ingenio se sobrepone, gracias a esfuerzos inusitados, a la psicología, a los conflictos. Ni siquiera los personales centrales, una mujer y un hombre, consiguen salir con volumen del trance. Tampoco es esa la intención del autor, consagrado a un espíritu libérrimo que nos recuerda, por momentos, a Julián Ríos. Aunque no excede las reglas con tanto ímpetu como sucede en Larva, por ejemplo, en esta obra se expone una muestra de alardes barrocos propios de quien quiere agitar algo, tal vez las conciencias, en ocasiones la lucha de clases, a veces el propio lenguaje y los límites de la imaginación y del intelecto. Centeno crea una obra que pretende contar el mundo con la estrategia de sumar detalles. De hecho, es la enumeración el punto descriptivo fundamental sobre el que se asienta esta experiencia literaria.

Y para que el mundo entero quepa en la obra, deberá caber cada época y todas las épocas, desde la Viena de Freud a las embarcaciones de esclavos que abandonaban África en el siglo XVI para encaminarse hacia América. Y también toda la geografía, que se va concentrando en las páginas como se concentra la visión del planeta en el Aleph de Borges. Para que todo esto tenga consistencia, Centeno se refugia en la magia. Se siente la tentación de hablar de realismo mágico, pero el realismo ha abandonado su lugar a una caricatura del realismo, sin que caricatura tenga un sentido peyorativo, pues por condensación de datos, de ideas, de ingenio, es, forzosamente, el recurso con que vincular el texto con la realidad. Una realidad que así se va apareciendo ante nuestra memoria inmediata como un Aquelarre, como un diseño de brujas nocturnas en etapa somnolienta, en duermevela. El resultado es un texto mestizo, influido por la literatura y el arte de todos los lugares, erudito y fragmentado, que hará disfrutar a quien entiende la lectura como una liberación de las ataduras del malestar que nos alcanza a todos.

martes, 27 de abril de 2021

ANIMALES INVISIBLES

 Gabi Martínez, Jordi Serrallonga

Mito, vida y extinción. Animales invisibles



Mito, vida y extincición. Animales invisibles nos lleva de viaje por todo el planeta a la búsqueda de animales que casi nadie ha visto.

Por las llanuras del Serengeti y las cordilleras vietnamitas, los glaciares de Nueva Zelanda, las aguas atlánticas o del Amazonas, e incluso el interior de tantas metrópolis —las occidentales también— corren historias de animales que casi nadie ha visto. Algunos son mitos. Otros, un recuerdo de seres que se extinguieron. Pero muchos aún están vivos. Animales invisibles es una exploración asombrosamente ilustrada de cincuenta y uno de estos referentes del mundo salvaje que continúan estimulando el imaginario y la realidad de millones de personas en todo el mundo. Una inédita y hermosa inmersión en algunos de los misterios que todavía resisten en el planeta. Una obra sobre la memoria, el futuro y las posibilidades de creer en lo que no se ve.
 
Animales Invisibles, de la mano del escritor y viajero Gabi Martínez, y el arqueólogo, naturalista y explorador Jordi Serrallonga, con las ilustraciones de la artista Joana Santamans, describe tanto a animales extintos a los cuales ya no podemos observar, como a aquellos animales vivos que no vemos o que son muy difíciles de avistar debido a su forma de vida y la acción perjudicial de nosotros, los seres humanos, sobre ellos y sus ecosistemas. Este libro expone conceptos y datos académicos relacionados a las ciencias naturales con un lenguaje asequible para el lector que no sea especialista. Tiene una vertiente naturalista y literaria, siendo un catálogo de lo que hubo y pudo haber, de lo que pueda existir y desearíamos descubrir
Prólogo de Viggo Mortensen.















lunes, 26 de abril de 2021

ARBOLEDA

 

Arboleda

Esther Kinsky

Traducción de Richard Gross

Periférica

Madrid, 2021

329 páginas

  


Esther Kinsky (Renannia, 1956) nos propone en esta Arboleda un idilio con la tristeza:

“En la carretera de la playa me topé con un cementerio de aspecto nuevo: un parque de hormigón en mitad de los labrantíos, donde picoteaban las cornejas. Unas hierbas y hierbajos con flores amarillas rodeaban consoladoramente la tapia circundante, cuya pétrea geometría no brindaba mucho sostén ni sosiego a la vista”.

En este tono se desgrana toda la obra, que es un texto en el que el tono se impone, marca la lectura, marca la impresión, que es lo que pretende la autora. Kinsky es valiente porque atiende al patetismo en el sentido más estricto del término: infundir en el ánimo del lector una tristeza, una lástima, que se corresponde con el momento vital de la protagonista, en pleno duelo. Y para solventar ese duelo, la narradora emprende un viaje al sur, que es la dirección tradicional en la que la gente que viene del mundo del frío encuentra la felicidad, al menos en nuestra Europa. De Alemania viaja a Italia y el viaje resulta ser un contraparaíso. La decadencia emocional la acompaña y se proyecta en todo aquello que cae bajo su percepción, siendo la percepción mayoritariamente visual:

“El corazón de plomo se amalgamaba con todo lo que había visto y que se depositaba en mí. Con la imagen de los olivares en la niebla, de las ovejas en la ladera, del barranco de las encinas, de los caballos que, en ocasiones, pacían sin ruido detrás del cementerio, con la perspectiva de la llanura y sus pequeños bancales de tenue resplandor, escarchados las mañanas frías de color azulado. Con las diarias columnas de humo de las ramas de olivo ardiendo, con las sombras de las nubes, con los matojos de palidez invernal y las zarzas violáceas en los bordes de los caminos”.

El tema del duelo no es la muerte, sino la ausencia. Y esta, la del ser amado, flota a lo largo de un texto que nos define a una narradora que ha sustituido le felicidad de vivir por el pathos. No cae en la sensiblería ni en la autocompasión, pues el desarrollo de los paisajes en su mirada nos habla de la búsqueda de consuelo, no de la lástima por uno mismo. Se le podría atribuir un lirismo que a veces nos fatiga, pero eso es lo que pretende y en nosotros está elegir como leer la obra, que enfrenta a la depresión con la libertad: a la incomodidad de vivir con el anhelo de disfrutar de la vida moviéndose libremente tanto con el cuerpo como con la memoria.

Kinsky va recorriendo los parajes habitados por unos seres sonámbulos, a los que la narradora apenas atribuye todavía rasgos de la condición de seres humanos. Pero los que conservan, son determinantes, pues tienen que ver con la esencia de pasar por el valle de lágrimas con dignidad. Y la dignidad tal vez sea uno de los grandes temas de la literatura, incluso cuando, como en este caso, se impone el pesimismo. Y ahí es donde nos lleva a habitar, al mismo lugar en el que se imponen el pesimismo y la dignidad, dentro de la cabeza o de esa región de la cabeza que con frecuencia llamamos alma. Respecto al resto del cuerpo, es un recipiente sensible que da lugar al mejor solipsismo: sólo se conoce, o sólo se quiere conocer, lo que entra directo por los sentidos. En estos momentos, uno no está para erudiciones.

Este aspecto, el de separarse del conocimiento erudito, es el que separa a Kinsky del primer referente que a uno se le viene a la mente durante la lectura, que es Sebald. Se menciona, también, la influencia de Thoreau, en buena medida por el amor por la naturaleza o por la vida rural, o el deseo de amarla. Sin embargo, cuando uno entra en la segunda parte del relato y se inmiscuye, junto a la narradora, en la vida de una familia expresada a partir de la memoria propia y de la memoria prestada, descubre que el gran maestro sólo puede ser Proust. Como el autor francés, consigue un texto que sabe a pasado a pesar de recurrir en algunas ocasiones a tiempos verbales presentes, es decir, a la presencia. La obra es muy delicada y se construye sobre enumeraciones exquisitas. Uno de los grandes referentes artísticos de la narradora serán las pinturas de Fray Angelico:

“La madera de los chopos siempre me había parecido astillosa y de calidad inferior, pero en algún momento me fijé en el gran número de cuadros que, pintados sobre la madera de chopo, habían perdurado siglos. Fra Angelico, cuyo azul provocaba en mi padre estados de arrobo francamente consternadores y siempre le inspiraba prolíficos comentarios, pintaba sobre madrea de ese árbol”.

Existe la intención de mantenerse en un universal registro sublime, de voz alta, cosa que no podemos sino agradecer en este planeta habitado por el ruido del reggaetón, de las manifestaciones en automóvil y de voces desde los púlpitos de gente que está de vuelta sin haber ido a ninguna parte. No decepcionará esta Arboleda a quien siga creyendo en la literatura como una experiencia estética.


Fuente: Revista de letras

martes, 20 de abril de 2021

YA ESTÁBAMOS AL FINAL DE ALGO

 

Ya estábamos al final de algo

Daniel Bernabé

Bruguera

Barcelona, 2021

158 páginas

 


Hay que contar la historia, la de verdad, la que interfiere en nuestras vidas, como si estuviera sucediendo. Así se plantea Daniel Bernabé (Madrid, 1980) el relato del imperio neoliberal, que no es geográfico, pero se ha apoderado del planeta, convertido en una bomba de relojería. La ortodoxia de esta forma económica hace tiempo que dejó de ser cuestionada, pues todos conocemos el resultado de la condena: un sistema despiadado que ha liquidado el ecosistema llevando a nuestra especie al riesgo altísimo de extinción; unas formas puramente individualistas de cultura y sociedad, en las que se ensalza algo tan peligroso como es la competición; una forma de democracia que acaba con la democracia, pues el dogma neoliberal ve en ella, en la auténtica, en la popular, un impedimento para que los poderosos, los malos, lleven a cabo sus planes.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué posición nos encontramos tras una crisis provocada por un virus que no ha hecho sino acelerar el mal, como demostró Naomi Klein que podría suceder en La doctrina del shock?

“La democracia no se construye sola. La democracia se ve amenazada por demasiados enemigos y tiene muy pocos defensores. Entre los enemigos: el sesgo neoliberal, que aparta la economía del control político; la escasez, que nos impide desarrollar de forma llena nuestra ciudadanía; la educación, que nos convierte en excelente técnicos y en grandes ignorantes de nuestra responsabilidad social; la crítica indiscriminada a los políticos, que nos impide separa el grano de la paja; la política reducida al relato por temor a la acción; el big data, que nos gobierna a todos y que nos ata a las tinieblas; el ecosistema que nos rodea, infectado de mentiras y conspiración, y la emocionalidad pueril, que impide que nos demos cuenta de que la sociedad se construye entre todos.”

De este sesgo es este ensayo, divulgativo, preciso y certero, que nos enfrenta a lo peor de nosotros mismos, a los seres que han construido una sociedad en la que impera el infantilismo y supeditada a la economía, que se impone como si fuera una ciencia exacta. ¿Qué estructuras han podido surgir de ahí? A eso se enfrenta Bernabé, en una suerte de resoluciones que se podrían tildar de izquierdas, pero que, en ese caso, estaríamos cayendo en la trampa que él mismo denuncia: el reduccionismo infantil y el pensamiento, también infantil, conspirativo. De hecho, Bernabé se muestra sensato y fuerte, pero llega a ser tan respetuoso como para denunciar a ciertos movimientos como ultraderecha populista, cuando es posible -otros lo analizarán mejor- que se refiera a algo peor que el fascismo.

Bernabé no ha sido complaciente con la izquierda, o al menos con la izquierda parlamentaria, como demostró en La trampa de la diversidad, donde comenta que el progresismo sólo presta atención a las representaciones y el relativismo, y a la diversidad, claro está, apartándose de la búsqueda de la igualdad para resaltar las diferencias entre las personas: si antes pretendía redistribuir, ahora se obsesiona con esas representaciones:

“El problema que ha encontrado el progresismo del siglo XXI, y que se resiste a admitir, es que su defensa de la diversidad no era una defensa de los derechos civiles, que es lo que había caracterizado esta lucha en el siglo XX, ni de la representación, sino una defensa de la diferencia. Y cada identidad, cada vez más atomizada, hace valer de forma competitiva esa diferencia mediante un intercambio con las monedas de la opresión y el privilegio. Algo que, al final, es una traslación bastante afinada del funcionamiento de la sociedad neoliberal”.

Dicho de otro modo, frente al causante de tanta crisis, estamos indefensos: “Una cultura se agota a medida que el sistema político-económico del que parte y al que refleja decae, mientras que no existe una alternativa que se le oponga espoleándole. En este interludio surgen los monstruos”. Bernabé diferencia cuatro monstruos, cuatro crisis, que analizar para aprender, si es posible y si maduramos, de nuestro pasado: la económica, la ambiental, la cultural o identitaria y la de legitimidad de la democracia liberal. Y nos presenta un panorama pesimista, del que uno se siente tentado a huir. Aunque, a la hora de la verdad, siempre se agradece el conocimiento, que es, en este caso, lo opuesto a la cobardía. Para caer en el error del cobarde se han inventado los eslóganes baratos, de identidad, cultura y farsa democrática, que están explotando los poderosos para llegar a la emoción de los perdedores. Es el mejor momento que vamos a tener para madurar, concluye Bernabé, que ruega que esta crisis suponga un final concluyente, uno de esas fases históricas en las que se reinventa el mundo.

lunes, 19 de abril de 2021

TENGO UN NOMBRE

 

Tengo un nombre

Chanel Miller

Traducción de Laura Ibáñez

Blackie Books

Barcelona, 2021

391 páginas

  


“Si quieres romperte, ir más allá de ti, ayudar a otras mujeres, hazlo. El dolor siempre te da más fuerza para seguir adelante. La felicidad y la comodidad, no. Todo depende de quién quieras ser”.

El consejo se lo da la madre a una hija en el momento en que está decidiendo si entrega la confesión con su nombre auténtico. Chanel Miller (Palo Alto, California, 1992) sufrió una agresión sexual cuyas consecuencias refleja, muy literariamente, en esta obra, Tengo un nombre. ¿A qué nos referimos al señalar que lo hace muy literariamente? A que el libro cumple con todos los preceptos de las grandes obras, incluido el de renunciar a abandonarlo, por parte del lector, pues uno quiere saberlo todo, entregarse al relato para llegar hasta el final, incluso entrar en él para sacar al personaje de las situaciones que expone. Es intenso, está redactado con muchísima precisión, dosifica la información de modo que no sobra una sola línea, a pesar de demorarse para no que no falte nada, ni lo esencial ni lo accesorio; busca el conocimiento de la condición humana, no se entrega a la sensiblería, contiene mucha vida y muchas ganas de vivir, un aprendizaje -durísimo, de esos que no deseamos a nadie- que transforma, denuncia ateniéndose a la narración, sin abandonar el hilo del relato y, en definitiva, respeta las normas de la crónica de largo aliento. Miller demuestra una sensatez inaudita a lo largo de cada línea, en cada momento reflejado y en los pensamientos que la empañan en cada instante:

“Cuando la sociedad se pregunte sobre el porqué de la reticencia de una víctima a denunciar, estaré aquí para recordarle que se nos pide que sacrifiquemos nuestra cordura para luchar contra unas estructuras obsoletas que se diseñaron para someternos”.

Miller despierta con una amnesia de lo inmediato, en la sala de urgencias de un hospital. Va descubriendo, por la actitud de quienes le atienden, que ha sufrido una agresión, que tal vez ha sido violada. Está en una edad en la que uno pasa de la adolescencia, esa etapa tan bien estudiada por la psicología, a lo que viene después de la adolescencia. Hacerse mayor, en el sentido en que la sociedad nos exige ser adultos, es una tarea de titanes y ella acaba de emprenderla. El problema es que en su recorrido tendrá que pasar por sobrevivir a los trances absurdos de un sistema judicial y de un sistema social. No parece que la buena ética se imponga, pues a lo largo del texto, sin que llegue a mencionarlo, sobrenada la sensación de abandono, las dudas sobre la certeza y conveniencia de los apoyos que recibe, sobre su eficacia. En realidad, Miller es de la clase de gente que sabe que no entiende nada, en lugar de pertenecer a los que creen haberlo entendido todo, y que es preferible haberlo entendido mal a confesar no haberse enterado de qué iba este asunto de vivir. Mientras otra gente de su edad está de vuelta sin haber ido a ninguna parte, ella debe esconderse y eso la obliga a una de esas soledades que es imposible compartir, ni siquiera con quienes han conocido el trance.

La sociedad está bastante podrida y es bastante macabra, se nos indica, a lo largo de un texto escrito de manera muy limpia, sin azotar con juegos verbales que impliquen a las sensaciones: todo lo que nos llega debemos deducirlo de los detalles, y Miller se muestra, en ese sentido, como una excelente directora de arte, no hay apunte que no esté en función del mensaje. El mensaje es claro: mantener el respeto a uno mismo mientras se cuestiona el que se tiene a las circunstancias. Y la dificultad para llevar a cabo esta tarea. Un hecho traumático ha puesto en marcha un pensamiento crítico: “El chico amable que te ayuda con la mudanza y que echa una mano a la gente mayor en la piscina, es el mismo que me agredió”. Hay rabia, la misma que nos lleva a considerar que a la fuerza estamos haciendo lo correcto, y hay sensatez, la que nos lleva a dudar de nuestra rabia. A pesar de ello, sí existen los valores absolutos, y estos parten del respeto.

Mientras nada parece sostenerse con dignidad (que es, de nuevo, uno de los grandes asuntos de los que trata la literatura), nuestra protagonista no deja de sorprenderse al descubrir cómo funciona la sociedad, que es un reflejo del alma en su peor versión: hemos aprendido a integrar la mentira, la farsa, como si fuera nuestra esencia. No hay lugar en el que sentirse cómodo, y mucho menos al afrontar el juicio, que es el momento en el que se expone el tema más delicado del libro. Como víctima, reclama equidad: no es posible la reparación, pero sí una condena justa. Ahora bien, ¿existen las condenas justas, equitativas? El problema es, en buena medida, que nos atenemos a la tragedia de haber abandonado cualquier concepto de armonía para entregarnos a la represalia: “Para él (se refiere al juez), mi trabajo perdido, mi hogar hecho trizas, mi pequeña cuenta de ahorros y mis placeres robados equivalían a noventa días en la cárcel del condado”. No se trata de incrementar la condena, o de rebajarla. Ante lo que nos deja tan desnudos como el emperador del cuento, es al darnos cuenta de que todo este chiringuito que hemos montado, eso que llamamos justicia, se centra en errores, no en la reparación, en la sanación ni en el equilibro. Ese esfuerzo, de coloso, lo debemos hacer por nuestra cuenta. Este libro ayuda, y mucho, a entenderlo y a caminar esa ruta.


Fuente: Revista de letras

jueves, 15 de abril de 2021

JACK

 

Jack

Marylinne Robinson

Traducción de Vicente Campos

Galaxia Gutenberg

Barcelona, 2021

331 páginas

 


Con Jack, Marilynne Robinson (Idaho, 1943) continúa su ciclo de novelas sobre Gilead, uno de los territorios imaginarios que mejor literatura ha producido en las últimas décadas. Robinson hereda la tradición literaria del siglo XIX, por la estructura limpiamente lineal y la forma de resolver el relato, pero también la del siglo XX, en cuanto a la capacidad para entregarnos las almas, expresándose a través de la voz del narrador. Reúne la capacidad de observación de Stendhal, por ejemplo, con la intensidad expresiva de Proust. Así expresado da la sensación de que nos encontramos o con un monstruo literario o con un proyecto ambicioso que puede verse abocado al fracaso. Nada hay de fracaso en Robinson. Pues ni se propone que sus invenciones sean tan extensas como las de Stendhal ni tan personales como las de Proust. Digamos, para utilizar algún lugar común, que uno escribe con el cuerpo y el otro escribe con el alma, pero que, finalmente, han aparecido los autores que nos descubren que no existe tal distinción entre cuerpo y alma, como no existe la que diferencia forma y fondo, excepto en la comodidad académica de los libros de texto. De hecho, es inevitable la referencia a Faulkner, quien terminó de romper con esa farsa, por la intensidad y por el ambiente. En este caso, contada por un narrador omnisciente, la historia nos saca de Gilead para llevarnos a un Sant Louis fronterizo, un lugar al que está exiliado Jack, el protagonista, un joven que se define a sí mismo como un ladrón con talento, un mentiroso compulsivo, un borracho habitual, alguien sin cualidades para la amistad, sin capacidad para hacer buen uso de sus talentos, sensible a las fragilidades pero convencido de deber quebrarlas, y que para evitar los daños que puede causar conviene que se aísle.

Su tiempo para aislarse es la noche y uno de sus lugares predilectos será un cementerio. Será allí donde este joven, de raza blanca, conozca a Della, una mujer de raza negra de la que se enamorará, ahora sí, sinceramente. Comenzará entonces un cortejo que será sencillo, aunque largo, en lo personal, y será imposible en lo social. No cuenta con el beneplácito del gueto ni de la iglesia, hermética y cabezota, a la que pertenece Della. Nos vemos paseando, junto al protagonista, por unos barrios en los que la humanidad ha demostrado esa fea tradición de sancionar cada error para convertirlos en ley y en costumbre.

Jack y Della comienzan teniendo una conversación sobre el determinismo que nos resultará extraña, a no ser que tengamos en cuenta que el personaje de Jack ya había aparecido anteriormente y es hijo de un reverendo. Sus referentes, que serán los que fluyan a través de todo el texto, son grandes poetas como W.H. Auden o Robert Frost, pero, sobre todo, Shakespeare, a quien recurre Robinson con frecuencia: Hamlet aparecerá constantemente citado por los personajes, al margen de ser una de sus obras, Romeo y Julieta, la que está detrás del detonante de la situación. No sólo la diferencia racial será una opresión, también oprimirá la religión las otras diferencias, como la pérdida de referentes familiares de él, frente al anclaje sin cuestionar al que está sometida Della. La muchacha no padece la soledad que enferma, como sí la sufre Jack, que se verá obligado a reinventarse para salir de ese mal. En realidad, el tema de la novela, como consecuencia de los empujes a los que se ven sometidos los cuerpos y las almas de los protagonistas, será el amor propio. Bajo la premisa de intentar respetarlo, el cortejo de Jack resultará sano en cuanto a lo que atañe al amor, a la relación con la muchacha, y una neurosis dentro de la que nos golpeamos una y otra vez la cabeza contra las paredes de una habitación cerrada, en lo que se refiere a la sociedad. Cortejar a la sociedad para enamorarla es imposible.

Robinson idea una representación concreta de la autoestima, que es el sombrero. Pocas cosas se han ideado más ridículas, entendiendo el ridículo como la posibilidad de un chiste, que un hombre corriendo detrás de su sombrero. Da la sensación de que Jack viera en el sombrero reflejado su verdadero hogar, su espíritu, su dignidad. Sin el sombrero, está expuesto a avergonzarse. Sin el sombrero, siente emociones como la culpa o la tentación, maldiciones que se relajan por la noche y en el cementerio, donde se siente en paz. Esta brega, tanto la exterior, al del cuerpo, como la interior, la del alma, basta para construir una novela en la que Robinson nos mantiene dentro con idéntico ardor al que había construido en anteriores obras, luchando con y contra un protagonista que no es simpático, pero al que no podemos si no desear la mejor de las suertes, pues nadie se merece que el destino se le tuerza cuando las intenciones son consecuencias de un enamoramiento. Al parecer, la hermética ceguera de la sociedad puede imponerse, esa ceguera que acude a la palabra tradición para no arrancarse la venda de los ojos.


miércoles, 14 de abril de 2021

LO QUE RUGE

 

Lo que ruge

Izaskun Gracia Quintana

El Transbordador

Málaga, 2021

274 páginas

 


Atrapados en un trabajo que es como una especie de siesta, contentos de ganar lo suficiente como para ir viviendo, fiamos las experiencias a mundos exteriores en los que podemos habitar un rato, pero cerrar a tiempo para regresar a esa siesta complacida que llamamos realidad. Durante siglos la literatura nos ofreció resarcirnos de la realidad, a que optáramos por hacer de nuestra vida literatura, por convertir nuestros actos en lo que la literatura nos ofrecía, que tenía mucho que ver con la aventura. Don Quijote representa la sublimación de esos sueños, despertando de la siesta a un hombre que necesita de la literatura para volverse él aventura. La definición que los somnolientos damos a demencia queda en entredicho en el momento en el que el Caballero de la Triste Figura pasa a ser, a su vez, una fuga de nuestra realidad para representarnos el frágil desencuentro con la ficción que nos sana: para huir es necesario algo más que una armadura y un amor inventado; para huir necesitamos pertenecer al mundo del relato, que es en el único sitio en el que existe un final que nos consuela, incluso cuando el final es la desaparición de los cuerpos. De hecho, en ciertos relatos sólo la desaparición de los cuerpos sirve de bálsamo, pues entre las funciones de la aventura está la creación y elaboración de emociones, y si hay una que nos gustaría sublimar hasta extinguirlo es el miedo.

Izaskun Gracia Quintana (Bilbao, 1977) se atreve a tratar los asuntos que tienen que ver con el miedo recurriendo a fórmulas de relato que no por conocidas dejan de tener un efecto de reconciliación con la realidad: existen mundos o posibilidades de mundos mucho más feos. En sus relatos recogidos en Lo que ruge sobrenadan unas dosis ajustadas de inquietud que nos ayudan a volver a la siesta y pensar que, por suerte, nuestra realidad no se asemeja a la de la aventura, a la de la emoción del miedo. Gracia Quintana escribe con exactitud, con oficio, con un aliento que permite la lectura sin dificultades, con un estilo que nos recuerda que lo importantes es lo que está sucediendo. Esa forma de escribir, digámoslo sin cortapisas, es mucho más compleja de conseguir de lo que aparenta. Para ser natural hace falta un talento enorme. Aquí se ajustan las distancias y no sobra una frase, ni desfallece la tensión en ninguna línea. Las reglas del relato, que siguen a las estrategias narrativas con una solidez que puede faltarle a la novela, se cumplen a rajatabla: no falta la sorpresa, ese sacar a la luz lo oculto y esconder lo evidente, o la sensación cumplida de que un relato debe se redondo.

El tiempo verbal que nos produce horror es el condicional: no es, pero podría ser. Sucede, con distinta intensidad, en los cuentos de Cortázar, que en algunos momentos podemos pensar que son referencia durante esta lectura. Y con menos energía, pero con un empaque bastante fantasioso, en los de Lovecraft, a quien estamos tentados de mentar cuando nos acercamos, en alguno de los cuentos, a los monstruos. Sin embargo, lo que más nos asusta es comprobar que en los mundos que idea Gracia Quintana existe la tradición, y que la tradición tiene tanto peso como en el nuestro: ha creado todos los paradigmas, incluidos los que nos llevan a la catástrofe de la decadencia y a la costumbre de la opresión. Las personas hemos podido llegar a comportarnos como ganado y, tal vez, en el futuro se nos críe al igual que si fuéramos un rebaño en el que nos sintiéramos muy infelices por culpa de esta soledad entre cuerpos con forma humana. Nos vemos apresados en monomanías que pueden tener un fundamento comprensible, como un asesinato, o inverosímil, como el nacimiento del demonio. La locura, finalmente, se puede atribuir al encierro o a la derrota, o a la fusión de ambas. Lo sabemos en la lectura, pero es posible que jamás lleguemos a comprenderlo en la realidad, donde deseamos que la locura se asemeje más a la de Alonso Quijano que a la de Hannibal Lecter.

lunes, 12 de abril de 2021

EL MAL CAUTIVO

 

El mal cautivo

Maurizio Torchio

Traducción de César Palma

Malpaso

Barcelona, 2021

203 páginas

 


Lo más sorprendente puede ser que el extrañamiento sea así de sencillo: “Esta no es mi casa, este ya no es mi cuerpo”. Para no reconocerse no es necesaria una experiencia como la de despertarse una mañana transformado en un insecto gigante. Basta con darse cuenta de que uno no obedece a las leyes de su registro genético, a las leyes que dictan lo que debería ser y que le inculcó el destino social. El narrador de El mal cautivo, por ejemplo, sabe que debería haber sido un delincuente con atribuciones limitadísimas, y se encuentra con que ha sido capaz de elaborar sentimientos y actos que le resultaban impensables tiempo atrás. Se suponía que debería vigilar a una joven secuestrada y se ve en una emoción que se asemeja a un síndrome de Estocolmo inverso: el secuestrador admira al rehén, hasta intuir un enamoramiento que no quiere que cuaje. Y, por otra parte, se le suponía un atrevimiento físico de andar por casa, al menos entre las categorías de los delincuentes, y, sin embargo, fue capaz de acabar con la vida de uno de los guardas de la prisión en un arrebato de cólera.

Por una parte, acabará en prisión a cuenta del secuestro. Por otra, acabará en aislamiento durante una temporada larga, larguísima, la que le lleva a escribir estas memorias carcelarias que, una vez más, nos exponen la vida con un lenguaje seco, como los huesos expuestos al sol del desierto. Cabe preguntarse a qué se debe este tipo de lenguaje en los relatos penitenciarios o postpenitenciarios. No hay lugar para la lírica, no hay lugar para la belleza. De hecho, se retrata al narrador como un tipo con unas limitaciones no sólo de educación o naturales, sino a través del poco espacio en el que han crecido sus cualidades emocionales y su desarrollo intelectual. Apenas ha podido saber en qué consiste la sensibilidad. Pero, eso sí, ha pasado de ser protagonista a ser observador. De tener algo de iniciativa en sus actos delincuentes a ser testigo de la forma de vida en la cárcel. En ese sentido, nos hallamos frente a una novela de situación, la propia de la recreación de la soledad, de una forma extrema de soledad.

Maurizio Torchio (Milán, 1970) recrea a toda una caterva de canallas o de perdedores. Abocados a una vida miserable en una prisión de alta seguridad, trasladados desde la infame creada en una isla a una nueva, también destinada a la decadencia, Los encuentros entre ellos no por previsibles dejan de ser potentes. El comandante, que rige la prisión preso, a su vez, de sus pasiones, Toro, el gran matón o jefe de matones, la pandilla violenta a la que conocemos como los Ene, o Martini, una suerte de dandi de los calabozos, acompañarán al narrador actuando frente a él o al otro lado de las puertas. Con pocos mimbres, bien trenzados, y con un lenguaje que nos acompaña con soberbia para recrear el ambiente, Torchio ha escrito una buena novela.

 

ESTA TIERRA ES NUESTRA TIERRA

 

Esta tierra es nuestra tierra

Suketu Mehta

Traducción de Aurora Echevarría

Literatura Random House

Barcelona, 2021

349 páginas



El concepto clave, el final y definitivo, es el que ya expresó el sociólogo Richard Sennet en alguno de sus ensayos: el respeto. A lo largo de este texto de Suketu Mehta (Calcuta, 1963), Esta tierra es nuestra tierra, manifiesto del inmigrante, la palabra respeto apenas aparece, pero la idea es el sustrato y es el horizonte. El sustrato por pertenecer al aprendizaje sentimental del individuo, del autor, y el horizonte al tratarse de la petición social que reclama una y otra vez. El respeto saldrá del pecho del individuo, pero se manifestará en los vínculos con las personas. Será lo más humano.

En realidad, Mehta lo que hace es organizar una suerte de ideas que se extienden por medios de comunicación y por redes sociales, por conversaciones y entre la vida comunitaria, y organizarlas para facilitar nuestra impresión sobre el fenómeno inmigratorio y la convivencia. Nos habla de casos particulares y de datos globales, y el libro va cargándose como se carga una bola de nieve: no hay expresiones veleidosas, pues la emoción que transmite, que se aproxima mucho al enfado, tiene que ver con la acumulación de razones. Sobre todo cuando aterriza y expone vivencias de primera mano, que a veces suceden en su lugar de residencia, Nueva York, y en otras ocasiones cuando ha partido para buscar la historia o las historias le surgen al encuentro, en episodios que podrían formar uno de los mejores libros de viajes que leeremos en mucho tiempo. Mehta nos recuerda, nos expone y da sentido a cada una de las facetas con que se malvive la inmigración, recomponiéndolas de tal modo que nos vayamos dando cuenta de que por nuestra parte carecemos de respeto y nos sobran prejuicios. Lamentablemente, estos prejuicios, que son violencia, se propagan en una epidemia de histeria a través de redes sociales.

El libro comienza con el fenómeno que define la inmigración, que es la frontera. Nos acerca a la de Estados Unidos con México y nos enfrenta a las paradojas de la gente que separa, marca territorio, crea barreras. Nos habla de la estafa que es el relato de la tierra prometida, por un lado, y de las contradicciones de una supuesta ideología de raza frente a las intenciones de humanitarismo. También viajamos hasta los Emiratos Árabes, para conocer el esclavismo al que se somete al inmigrante y hasta a la franja de mar que separa África de Europa, y a una costa donde conocerá a quienes sufragaron un viaje salvaje con su propio cuerpo. A continuación, Mehta habla sobre la colonización y ala descolonización, presentando el expolio de la primera y la chapuza con que se ejecutó la segunda. Tanto una como otra son responsabilidad del occidente rico y cree que como tal debería asumir cierta responsabilidad, como la de permitir el acceso a quienes sufren las consecuencias de la depredación. Ahora las grandes corporaciones han sustituido a los ejércitos, pero el fenómeno colonial persiste, apoyado por el selvático sistema financiero, que rige los pasos del mundo: “Los países en desarrollo pierden en paraísos fiscales tres veces más que los 125 mil millones que obtienen de ayuda”. También es responsabilidad de los países ricos este último fenómeno de refugiados, que son los que huyen de las consecuencias del cambio climático, y que se suman a los inmigrantes económicos y los refugiados políticos. Hay que temer, y mucho, las consecuencias de las guerras del agua, de las inundaciones, de las sequías.

“El refugiado, según el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, trae consigo el espectro del caos y la anarquía que lo ha obligado a abandonar su tierra”, explica. Porque, por respeto, también intenta entender los miedos de quienes secundan los populismos de ultraderecha, una expresión que se nos antoja eufemística a estas alturas y una vez comprobadas las consecuencias. Las decisiones gubernamentales y las políticas contra la inmigración que se implantan en países como Hungría o Dinamarca (sí, Dinamarca también), comulgan con la tendencia que impuso Donald Trump, que se presenta como una persona desnortada, una expresión que también es un eufemismo, cuando coteja sus razones con la razón humana. Mehta, escritor con fundamento, arremete contra el odio que generan los relatos, contra la literatura histérica y la hipocresía que nos llega en conceptos de civilizaciones basados en ideas primarias, maniqueas. En ellos ve el germen de la xenofobia y la incitación a la limpieza étnica, un concepto que se divulgó durante las guerras de los Balcanes y que Mehta recupera. En realidad, tras los gobiernos plutocráticos, como el de Estados Unidos, y su navegación en esa corriente, denuncia, está la aporafobia, el odio al pobre, y el afán de mantener las jerarquías, el poder, el mal.

Pero Mehta no se limitará al estudio y la denuncia, pues irá aportando dosis de motivos, inteligentes y sensibles, para la aceptación de un planeta cosmopolita en el que en lugar de guetos se deberían crear senderos por los que circular todos. Desmonta uno a uno todas las leyendas xenófobas reclamando que se humanice a quienes aportan riqueza económica, social y cultural. Cuando Jesucristo lanza la parábola del buen samaritano, responde a la pregunta: “Maestro, ¿quién es el prójimo?”. En Judea, los habitantes de Samaria eran considerados inmigrantes con menos derechos, por ser algo así como extranjeros bárbaros. Ahora viene un escritor con mucho talento a recordarnos quién es el prójimo a través de un ensayo que deberían leer aquellos que todavía no han conseguido responder a esa pregunta, quien pone las banderas por delante de lo humano.


Fuente: Revista de letras

domingo, 11 de abril de 2021

LA OTRA GUERRA

 

La otra guerra

Leila Guerriero

Anagrama

Barcelona, 2021

93 páginas

 


Olvidaste lo que te llevó a odiar a alguien hace un segundo, e incluso olvidaste el odio sin ofrecer resistencia, pero mantienes vivo el amor por quien desapareció cuarenta años atrás. En eso consiste la inutilidad del tiempo, en mostrarse a través de bucles y a través de las virtudes de la memoria, y no en expresarse de manera lineal, en escalas de números, como lo hace la distancia, el peso o el volumen. No se trata de caprichos, como se atribuye con frecuencia al comportamiento del tiempo o de la memoria, ni se trata de supervivencia, como apunta quien afirma que cualquier tiempo pasado fue mejor porque echamos el dolor al mismo abismo en que habita lo que nunca fue. Se trata, más bien, de humanidad; incluso de eso que, a falta de otra palabra mejor, llamaremos alma. Esta crónica, esta investigación, La otra guerra, que ha elaborado Leila Guerriero ((Junín, 1967) nos habla de y desde un tiempo que va dejando de existir, como va dejando de existir la destemplada distinción entre cuerpo y alma. Una historia del cementerio argentino de las islas Malvinas, que es el subtítulo del libro, se remonta a la guerra veloz que tuvo lugar en la década de los ochenta, entre el Reino Unido y una Argentina gobernada por la dictadura militar, para enlazar con el presente a través del respeto y el cariño por los desaparecidos.

El cementerio al que se hace referencia surge cuando el equipo británico encargado de despejar el campo de batalla se encuentra con que los fallecidos argentinos permanecen sobre tierra, expuestos al frío y a la lluvia. Se les dará entierro, con el mayor respeto posible, intentando identificar a cada individuo o, al menos, dejar constancia de algún dato con el que las autoridades argentinas puedan identificarlos en el futuro. Han pasado más de treinta años cuando se hace posible la instauración de un cementerio en condiciones allí donde había un campo de cadáveres. Para las familias surge la posibilidad de colocar una lápida con el nombre del hijo o el hermano perdido, de transformar el camposanto en un lugar de oración, en un lugar a partir del cual elaborar el duelo. Guerriero, que es una de las mejores cronistas que respiran sobre el planeta, vuelve a tirar de oficio, inteligencia y talento para exponer los avatares de transición, sobre todo las trabas burocráticas y las mentiras oficiales, mientras va encontrándose con los familiares. La farsa del orgullo nacional, del patriotismo navajero, será un escollo, sí, como demuestra la negativa a acoger de regreso los cuerpos, pues en los documentos británicos se hablará de repatriación y las autoridades argentinas no consentirán ese término, pues repatriar supone traer desde fuera de la patria y las Malvinas, reclaman, son suelo de la misma nación que acoge a Buenos Aires, Córdoba o Mar del Plata.

Pero el acuerdo no implicará repatriación, sino conciliación en el lugar donde entregaron la vida. Se respetará el cementerio creado para albergarlos. Si bien, esta obra nos habla, más directamente, sobre el deseo de serenidad, algo que sólo pueden conseguir los familiares cuando se les entregue con sinceridad la historia completa. Al fin y al cabo, ese el fin de cualquier proceso de duelo: el sosiego.

miércoles, 7 de abril de 2021

ESPAÑA

 

España

Santiago Alba Rico

Lengua de trapo

Madrid, 2021

313 páginas

 


Cuando se nos pide que olvidemos se nos pide un imposible: olvidar debería suceder sin esfuerzo, sin resistencias, como sucede la respiración en un día muy puro. Si ese olvido obedece a una petición, se nos pide un esfuerzo. Olvidar es algo que sucede a favor del placer y no como un mandamiento. Esa impresión, la del esfuerzo del olvido, que es la del esfuerzo de la memoria, flota a lo largo de este brillante ensayo de Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) que lleva el título de España, una palabra de corto aliento, pues, como él mismo explica, hemos llamado España a una unidad demasiado reciente y demasiado encajada a partir de retazos, de ficciones, de mitos y de más deseos que realidades. Conviene advertir, antes que nada, de que los años de dictadura franquista condicionan cualquier análisis sobre quiénes somos. Pesa mucho el malestar y el malestar de no conseguir sobrevivirlos con un olvido fácil y seguro. Salvando las distancias, sucede algo parecido a la manera que tiene de explicar de dónde venimos Constantino Bértolo en su ensayo, también extraordinario, 55 ¿Quiénes somos?, en el que estudia varios libros fundamentales de la literatura española del siglo XX. Parece que el franquismo no sólo creó los monstruos futuros, esos con los que estamos condenados a vivir, sino también sus antecesores, la lectura que nos hizo y que nos condiciona al revisar el pasado.

Alba Rico, que no es historiador pero sí filósofo y uno de los pensadores más lúcidos del panorama mundial, revisa qué define España atendiendo a la historia de la región que hoy delimita las fronteras de España. Entra a la misma a partir de la literatura y, sobre todo, de dos autores que no abandonará a lo largo del ensayo: Cervantes y Galdós:

“Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos”.

A lo largo de la exposición analítica de filias y fobias, que Alba Rico expresa con un estilo impecable, limpio y que sólo tiende a la glosa cuando es preciso, se nos explica qué es la patria, ese concepto que no existe, al menos de forma verosímil, porque la autoreferencia será fundamental en un texto en el que uno trata de explicarse a sí mismo y a lo concerniente al ambiente en que se educó:

“Reivindico igualmente una españolidad sin sexo o con poco sexo, constitucional, republicana, federal, que dé satisfacción a todas las demandas de filiación nacional a partir de un refrendo afiliativo democrático; y que proteja -de los identitarismos y del capitalismo- eso que he llamado en otro sitio “prevaricaciones antropológicas”, todas esas “vividuras” comunes sin relación con la verdad y la justicia pero compatibles con el Derecho, llamadas también costumbres y tradiciones, que nos unen sin parar, sin saberlo, a los otros cuerpos: los arbóreos, los humanos o los literarios”.

A lo largo del texto iremos comprobando cómo se expone el extrañamiento de los tópicos, algo que debería compartirse en cada debate, en cada charla, para cuestionar en qué consiste el vocablo secuestrado que es españolidad. El pensamiento, y su historia, quedará vinculado a la religión, en una pretensión de fabricar un consenso cerrado y homogéneo que sólo puede dar lugar a la neurosis: frente al imperio mediático y atrabiliario, Alba Rico reclama el ágora, la dialéctica. Y siente que los conflictos en esto que hoy llamamos España siempre han sido de católicos contra católicos, que el relato que se intenta imponer, forzando al olvido, es e de quienes ganaron la batalla intercatólicaa o intercastiza:

“¿Cuál es la contribución de España al léxico universal? Cuatro palabras muy elocuentes: casta, macho (y machismo), liberalismo y guerrilla. Todas ellas, es verdad, son palabras antiguas que hablan de la historia de España más que de su personalidad”.

Para Alba Rico, todavía estamos a tiempo de reiniciar en una serie de actos de reforma, y cuando sea preciso de incitación a la rebelión, es decir, a la reforma contundente. No estamos hablando de intervenciones políticas (y mucho menos militares), sino de iniciar un proceso para encontrarnos con la verdad, o las verdades, pues tal vez sea un sustantivo que debamos articular en plural, de tal manera que sea la diversidad lo que facilite la unidad de la convivencia:

“¿Qué clase de país es este en el que parte de la población tiene que falsificar la historia para poder caber en ella? ¿En el que parte de la población tiene que falsificar la historia no para justificar un crimen o un privilegio o una ceguera sino su existencia misma: su desnudo, elemental, raspado derecho a la existencia?”

El problema de seguir enlodados en el mismo barro es la vuelta a los mitos parciales, a las tachaduras destructivas, a los falsos recuerdos y a los olvidos violentos. En realidad, el problema y sobre el problema que deberíamos empezar a tratar atañe a los recuerdos, a esa forma de memoria voluntaria en la que buscaríamos explicarnos, conocernos, para evitar guerras eternas de algo que puede ser nación o no-nación, que es Estado y en el que muchos quieren ver un Imperio histórico, cuando es dudoso que haya una España en la historia, al menos si miramos más atrás de los últimos doscientos años:

“El pasado, como el mar de Paul Valéry, siempre vuelve; regresa implacablemente cuando no se tiene el valor de dejar de ser lo que se es para llegar a ser otra cosa, sin dejar de llamarse de la misma manera”, sostiene Alba Rico, en un ensayo que destaca por la serenidad, que no quiere enfrentarse al poder, pero sí sabotearlo un poco, y que revisa las verdades negativas, esas que se instalaron en los lugares comunes: “un tópico es una isla unida a la realidad por un istmo que se llama historia y que por eso, si no ellos mismos, al menos sí sus cambios orográficos, en sociedades complejas, permiten medir los del país que describen borrosamente”.