sábado, 29 de diciembre de 2018

NADA ES IMPOSIBLE


Nada es imposible
Kilian Jornet
Now Books
Barcelona, 2018
237 páginas


El éxito no está en conseguir un sueño, sino en soñarlo. Este principio, sobre el que se sostiene el libro de Kilian Jornet, se ha enunciado numerosas veces. Recordemos que en el párrafo final de sus memorias, Lionel Terray reclama el derecho a soñar, incluso, como don Quijote, a soñar con retirarse a ser pastor para pasar el final de sus días. Terray es, sin duda, un de los maestros del buen espíritu en las montañas, del que se contagia Kilian, o lo hereda o, sencillamente, lo comparte por una suerte de mutación genética. No importa. Kilian nos revela que, eso sí, lo legítimo es soñar, pero una parte de esos sueños debe ser emocionalmente inteligente, es decir, ser posible. Las taras con que uno nace son muchas: no a todos se nos regala las capacidades atléticas de Michael Jordan ni las del propio Kilian. Pero uno puede elegir vivir sobre las cualidades que le faltan o sobre las que tiene. Un cojo todavía está en condiciones de vivir sobre la pierna sana.
Junto a esa pieza de sabiduría, Kilian nos va advirtiendo, sin dejar de deslumbrarnos, de que lo que él hace es, con frecuencia, un disparate. Ponerse en riesgo puede ser necesario para uno, pero no para los demás. Y en este libro nos va narrando quiénes son los seres queridos y, lo que es más meritorio, cuál es el efecto de quererles. La obra está inundada de una amistad sana, incondicional, de esa propia de quien parece reconocer carencias afectivas y se entrega sin medida a los demás, con lo cual recibe sin medida de los demás. Es posible que querer y ser querido sea la misma cosa. Por comodidad, inventamos esa palabra abstracta que conocemos como amor. El ese concepto también incluye la pasión que le desborda, su territorio salvaje, allí donde se reconoce y tiene la suerte de poder vivir. Sobre este punto cae la pregunta que uno se hace con frecuencia y que Kilian no termina de enunciar, pero se interroga: ¿por qué me gusta lo que me gusta? Cuando uno se detiene a reflexionar sobre ello, se da cuenta de que se va tropezando con lo peor de uno mismo. En este sentido, Kilian va desvelando que incluso toda su libertad, ganada con esfuerzo y con talento, supone unas barreras, unas limitaciones. No hay batalla sin cadáveres. Pero no ha nacido para someterse a otra religión que no sea la que él va creando y está dispuesto a pagar el precio. Algo que, se cuestiona, tal vez no compartan los demás. De ahí que se rodee de gente con una pasión, y unas capacidades, similar a la suya.
De ahí, también, que no pueda abandonar los comentarios al uso, como los que brotan a la hora de elegir entre la montaña y la chica, entre el buen hogar sedentario y el mundo por hogar. De ahí esa actualización que hace del debate entre el nómada y la civilización, que es mayormente urbana. Sus pensamientos, lo reconoce, no son universales ni siquiera para él, pues el tiempo es materia del universo y sabe que va creciendo, madurando y, por qué no, envejecerá. Es sensato, tanto como para sugerir que lo que sí cabe aplicarse a cada caso, al menos entre los lectores que se harán con este libro, es el tipo de pensamiento, el carácter, el temperamento, pero no lo concreto. Por ejemplo, lo más repetido es que el compite para entrenar y no entrena para competir. Esa fórmula estaría bien aplicarla en cualquier faceta de la vida. En una época en la que a los profesionales de la educación les obligan a programar por competencias, lo ideal sería que pudieran dedicarse a entrenar: las pasiones, las emociones, la inteligencia, la autoestima, la solidaridad, la amistad y todas esas ideas tan hermosas que se han creado, en lugar de destrozar poniendo a los alumnos, y a los hijos, a cultivar herramientas para competir en matemáticas, filología y demás materias que no hacen a nadie feliz.
Para Kilian, la montaña es el terreno ideal donde hallar las buenas cosas y las buenas personas. La montaña es la metáfora del aire libre, de lo auténtico, de lo no contaminado. Una y otra vez se cuestiona por qué no se integra en la sociedad y si su ruta vital no está equivocada. Se pregunta si merece la pena la vida que ha elegido, aun conociendo la respuesta: la sensación de felicidad delata que de haberse acomodado, la ética sobre la que se asienta sería distinta, sería, con toda probabilidad, peor, en el sentido en que existen peores personas.
Es ese sentido ético el que propugna, sobre todo con las proyecciones sobre sus compañeros de viaje, teniendo al viaje como metáfora de la vida. Se sabe afortunado por poder tener esta metáfora. Otros tienen a la lucha, y sufren más de lo que cualquiera debería sufrir. De ahí las continuas advertencias sobre ciertas hazañas que, dicho sea de paso, no se deberían imitar alegremente. Lo que sí se puede perseguir son las sensaciones que nos va transmitiendo, sobre las pisadas en el campo, sobre la respiración, sobre la fatiga, sobre el tiempo, sobre el aire en la piel, sobre los sonidos. Se trata de una forma extraña de hedonismo, extraña, decimos, pero natural. En el siglo XXI se ha impuesto una única forma de hedonismo, la de agarrar un buen vino y una cena exquisita y pensar que ese es el mejor placer, cuando no es otra cosa que el más cómodo. Kilian le da la vuelta al calcetín, que ya va oliendo mal, para airearlo en los Alpes, en Nepal, en Noruega y en cientos de carreras en las que ha participado sin dejar de sonreír. Es un tipo hiperquinético, incapaz de estarse quieto, y agradecemos su presencia. De hecho, nos permite vivir donde él vive a través de sus experiencias, que comparte con una suerte de amor universal. Un amor que se va fraguando en una educación sentimental, de la que este libro es testimonio.

jueves, 27 de diciembre de 2018

EVANGELIO ESQUIZOFRÉNICO


Evangelio esquizofrénico
Bohumil Hrabal
Traducción de Montse Tutusaus
La Fuga
Barcelona, 2018
203 páginas

Antes de Trenes rigurosamente vigilados, o durante, pues la escritura fue brotando como brotan los géiseres, antes de Una soledad demasiado ruidosa, un Bohumil Hrabal (Brno, 1914 – Praga, 1997) inquieto, muy inquieto, se planteaba en qué consiste escribir, en qué consiste la literatura. Escribía como lo hacen los autodidactas, esos tipos que tras mucho esfuerzo y mucho estudio descubren que al sur de Europa hay un mar que se llama Mediterráneo; esos tipos que a continuación descubren que el nombre no importa, mientras sea mar. De ahí la importancia de la recuperación de estos relatos, en los que Hrabal se sume en la búsqueda del mar literario y lo hace desde un extraño realismo, el mismo que comenzaba a dudar sobre la esencia del realismo literario. Importa el humor, en lugar de lo depresivo, y la escritura se puede permitir una libertad igual a la de la pintura surrealista. Recordemos: los pintores surrealistas parten del principio de que el cuadro no está previamente sobre el lienzo, el dibujo, los colores, los trazos, van brotando a medida que se mueve el pincel, movido por la mano, movida por un cerebro inactivo, automático. Esto permite, en literatura, unas asociaciones de ideas libérrimas. Y así van brotando estas piezas, con los conocimientos de la historia, de las costumbres y de la sintaxis y la lengua, escritas por un hombre en formación permanente.
En buena medida, se trata de una literatura contra los falsos pudores. No le produce escalofríos, a Hrabal, mezclar partes de la Biblia con el sexo y la realidad de un país en guerra o la posguerra; o, lo que es más literario y más claustrofóbico, de un territorio conquistado bajo las orugas de los tanques. Hrabal se muestra más como un poeta que como un narrador: no se trata de piezas redondas, cerradas, ni siquiera certifica un final en ellas. Son tramos de literatura en prosa, pero con el sentido que no perdió jamás el escritor checo, que es el de hablar de la gente que sabe que perderá la batalla, de los sin familia, de los sin tribu, de la soledad; de los incomprendidos porque no se atienen a la conciencia social, esa otra farsa que nos constriñe demasiado, que impone reglas que, supuestamente, necesitamos para la convivencia, pero que caen con frecuencia en los paradigmas: esto tiene que ser así, porque siempre ha sido así. Pero la mezcla del siempre y cuándo brotó, le lleva a Hrabal a hablar de un Jesús contemporáneo y de actualizar el mito de Caín. Además de traer a colación a uno de sus populares personajes, el tío Pepín, que se ha comparado con el soldado Svejk, de Jaroslav Hasek.
Confiesa, en la introducción a uno de los cuentos, que al no ser un escritor formado, académico, trabajo con imágenes a las que persigue con preguntas que se le despiertan por asociación. Su sinceridad no tiene límites, y es una muestra de labor que deberíamos imitar, en un tiempo en el que estamos tan cercados por muros de ladrillos puestos de canto, al borde derribarse sobre nuestras cabezas: “nunca me he considerado escritor, he aceptado cada una de las ofertas de las editoriales con gran extrañeza. Así que siempre me ha tocado buscar lo que se había quedado atado con un cordón por los armarios, porque yo nunca he tenido estudio”. La literatura, el relato, solo puede ser humilde, nos retrata Hrabal, o en caso contrario será una farsa.


domingo, 23 de diciembre de 2018

SI PUDIERA CAMBIARLOS


Si pudiera cambiarlos
Anónimo
Traducción de Jesús Carlos Álvarez Crespo
Satori
Gijón, 2018
298 páginas


Cabe decir, antes que nada, que el trabajo del traductor y editor, Jesús Carlos Álvarez Crespo, es exquisito. El texto bien lo merece, pero su labor para darnos a conocer esta novela, destaca en una tendencia más general a redactar de forma apresurada lo que otros se tomaron mucho tiempo para escribir en otra lengua. En este caso, la dedicación bien merece la pena. La novela está escrita con una delicadeza que uno atribuye, fácilmente, a ciertas clases sociales del país del que procede. Es una obra esmerada, sin frases que sobren no frases que sobreimpacten, en la que se fía todo a la pura narración y se hace con un estilo sencillo y, sobre todo, cortés. La novela destila una pureza que destaca en el panorama narrativo y que se agradece, mucho, muchísimo, sin perder, por otra parte, la actualidad. Está escrita en el siglo XII y, sin embargo, es uno de los títulos más importantes publicados en el año 2018.
La trama se nos antoja de comedia de enredo: dos hermanos, varón y mujer, nacen con el cuerpo equivocado y deciden, con un insólito consentimiento del padre, cambiar de género. Desde el padre que quiere la felicidad de sus hijos antes que a la tradición, hasta la resolución interior del conflicto, la novela rompe moldes. Se trata, en buena medida, de una muestra de rechazo, insistimos, de rechazo cortés, a las costumbres. Hasta el día en que cambian de sexo, las familias les estaban escribiendo el futuro, la biografía. Y esto es especialmente pernicioso en el rol de la mujer. De hecho, será ella, la niña transformada en hombre, sobre la que se construya el hilo argumental. Su historia se impondrá y cuando aparezca el hermano transformado en mujer, será para retomar su lugar. Los conflictos de amor, uno piensa mientras lee, darán pie a una tragicomedia. Pero quien escribiera esta historia tenía algo diferente en la cabeza. No es una obra que podamos inscribir en ningún género. Nos metemos de lleno en las cabezas de los personajes, que piensan con poesía, y vamos destilando las proyecciones y los deseos. Al mismo tiempo, los hermanos tienen muy clara su identidad y no la defienden con argumentos, sino con hechos. En la novela no sobra una sola línea, solo se narra lo que importa.
Cualquier consecuencia debemos deducirla de la acción y de las tankas con las que se comunican, los poemas cortos corteses y cortesanos. Los amores, es fácil deducir, serán imposibles. Sobre todo en su consumación, pues la obligación de casarse está más que servida, será un baldón del que no se pueden escapar, excepto tal y como lo resuelve el autor. A pesar de la tensión, el texto jamás pierde la delicadeza que se debe mostrar a las personas. De ahí que rebose de vida. Es más, hasta los hombres de una época medieval lloran sin reparo. Porque los personajes viven en los sentimientos y de los sentimientos. Mientras tanto, estos ser reproducen, maduran, se transforman, como se transforman por fuera los protagonistas, dando lugar a pérdidas y encuentros constante, que forman el grueso de la actividad en el libro.
La pregunta a la que intenta responder es hasta qué punto se impondrá el supuesto orden natural. Este tiene por principio la separación de sexos, aunque solo sea para facilitar el enamoramiento y la reproducción, pero también la dificultad humana para sostener una relación de pareja estable. De ahí brota el conflicto que sostiene al lector durante esta lectura que, por otra parte, es bellísima.

viernes, 21 de diciembre de 2018

JAPÓN INEXPLORADO

Este libro entra directo en los laureles de los libros de viajes. Es una obra extraordinaria, un ejercicio epistolar que deja en meras redacciones de aula las vidas que estamos acostumbrados a leer, en confesión, en esos ejercicios literarios. Para ello Isabella Bird (Boroughbridge, 1831 – Edinburgo, 1904) recorre Japón en una época en la que el país apenas existía para occidente. Es decir, el contacto con Japón se limitaba a ciertas ciudades periféricas, a las que llegaban los barcos mercantes, y que eran visitadas por turistas. Ya en 1878 alguien con otro espíritu para visitar el país, más inquieto, maldecía el efecto del turismo y los toques de colonización occidental. Bird era una viajera con conciencia de voyeur, alguien a quien le hubiera gustado desaparecer para ver con libertad, para ver de cerca. De ahí que el libro esté lleno de fondos de teatro, de descripciones de aquello que se ve en segundo plano, paisajes o actitudes. De ahí que lamente lo que le sucede, sobre todo las pulgas, y que le impide ser testigo de un viaje depuradísimo. Como depuradísimo es el estilo en el que escribe, tanto que podríamos hablar de ausencia de estilo. En ese caso, sirva como elogio, como saber hacer. Para ello le ayuda el género, saber que al otro lado del mensaje hay una persona que leerá las cartas. No se puede ser, en consecuencia, oscuro. Nada de alardes verbales. Se demorará en cada cuadro tanto tiempo como sea necesario para que el lector, en este caso su hermana, participe con ella del viaje.

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jueves, 20 de diciembre de 2018

Marina Tsvietáieva, la ingenuidad en tiempos de guerra, entre la poesía y la necesidad del pan

Al cabo de unos pocos años de la Revolución Bolchevique de 1917, Marina Tsvietáieva (1892–1941), con el corazón hecho un asco y el estómago vacío de pura hambre, se ve en la tesitura de tener que dejar a sus dos hijas en un hospicio para intentar que sobrevivan. Ella no les puede garantizar un poco de pan y unas gotas de leche. En sus cartas y en sus cuadernos, donde la escritura de Marina es libérrima y sus anhelos expresados sin medida, confiesa adorar con locura a su hija mayor. Pero dice, sin ambages, que a su segunda hija, Irina, por razones que la razón no entiende, no la ama. Esa indiferencia la lleva hasta un episodio extremo: durante una visita al hospicio, al comprobar la suerte de sus hijas, opta por agarrar a la mayor de la mano, enferma de malaria, y arrastrarla fuera del infierno. Pero abandona a Irina y, lo que nos resulta más sorprendente, la abandona sin culpa.

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miércoles, 19 de diciembre de 2018

MORTE D'URBAN


Morte D’Urban
J.F. Powers
Traducción de Ce Santiago
La Navaja Suiza
Madrid, 2018
433 páginas

El sentido universal de una obra sobre un personaje, especial, a su vez, suele ser definir algo que resulta una fe propia bastante frecuente: a poco que uno se cuestione el mundo tal y como está, le resulta difícil reconocerse en él, encontrar su lugar. A uno le cabe aceptar la injusticia, la maldad y no protestar cuando se le pisa el pie, sí, pero ¿merece la pena vivir así? Es lo más cómodo: renegar entre dientes, creer que las desgracias nos las envía el rabo de Jehová, rezar y, si llega el caso, apuntarse a sesiones de terapia o yoga. Pero el mundo es algo más definitivo que todo eso. Es posible que la vida sea teatro o un acontecer muy profundo; en cualquiera de los dos casos, puedes quedarte en las butacas como espectador, o agarrar uno de los papeles, aunque sea secundario, y salir al escenario, o al lago de la vida, y actuar. Sea como sea, al menos habrás protagonizado tus propios días.
Esa es la otra fe del padre D’Urban, el protagonista de esta novela publicada en 1962 y que se hizo con el National Book Award en Estados Unidos. Viene al caso predicar la fecha y el lugar, Minnesota, donde transcurre la novela. Se trata de una sociedad en la que los televisores solo emiten unas pocas horas en color, donde las paredes están empapeladas y buena parte de los trabajos del hogar se hacen a mano. Y de un lugar endogámico, un tanto al margen del resto del mundo, del que apenas tienen noticia a través de unos minutos de noticias y un vistazo a los periódicos. Es posible que si J.F. Powers (Jacksonville, 1917 – Collegeville, 1999) volviera a escribirla lo hiciera con mucha más pegada, con ironía, o como una sátira, o en forma de guion para una serie, o cerrando la atmósfera hasta deprimirnos. Pero eso pertenece al territorio del orgullo del lector. Lo que nos atañe es un texto que se lee agradecido, porque el afán del padre D’Urban, un católico en una sociedad protestante, es el de salir de la vida que otros le han acondicionado, como si le hubieran escrito el destino y le impusieran que respetarlo es la única forma de ser feliz que tiene. Mientras que él, por su parte, reniega de esa cárcel y sale a buscar fieles, o posibles fieles, que se hallan ahí donde está la gente. No le importa andar por los bares, por los campos de golf o allí donde se acumula el público para corear a los deportistas. A los ojos de los demás será un extraño, un pez entre el agua salada y el agua dulce, y eso, en buena medida, le convierte en un paria. Pero se trata de un paria con un optimismo incorregible, eso sí, dentro del espíritu costumbrista de la novela.
Retratar a alguien que no encuentra su lugar en el mundo supone, también, retratar el mundo inmediato que le rodea. Y si uno se encuentra con ese problema, será debido a los familiares, en este caso los otros miembros de la pequeña orden religiosa, y a los conocidos, con quienes solemos tener más contacto que con los íntimos. D’Urban quiere a su protagonista, tanto como para no someterlo al capricho del humor ni a los ataques de la tristeza. No parece decantarse y nos va narrando episodios, que se suman hasta construir una novela, una parte de la vida del protagonista, que no es especialmente nada y, por tanto, es un retrato de una época a la que hasta podemos echar de menos en tiempos digitales. Ahora no parece necesario salir para encontrar gente. Qué tristeza da comparar la vida que representa Powers, y el valor que otorgamos al padre D’Urban en todos los sentidos de la palabra, con muchas de las nuestras.

RADIOGRAFÍAS DE LA MELANCOLÍA Y LA NOSTALGIA


Radiografías de la melancolía y la nostalgia
José Manuel Bielsa-Gibaja
El Transbordador
Málaga, 2018
120 páginas

Un buen radiólogo reconoce en las imágenes no solo la patología, sino la historia del cuerpo retratado, con sus nudos y desenlaces. De ahí que buena parte del libro esté dedicado a la historia de la melancolía y la nostalgia, la una considerada enfermedad mayor, la otra un apéndice de la primera que, a su vez, se define por remitirse al pasado sin cortesía. De hecho, José Manuel Bielsa-Gibaja tiene el acierto de no hablar en abstracto sobre ambas, de referirse a ellas en tanto que sentimientos humanos, como algo concreto. Digamos que como algo que atañe a los enfermos, no a las enfermedades. De ahí que buena parte del libro sea una confrontación socio-histórica entre la depresión, con sus contextos, y las convicciones. Son las convicciones, los ideales, los sueños, las causas de justicia lo que nos arranca de los brazos de la melancolía -y la nostalgia- para permitirnos vivir en el presente y construir proyectos de vida. Sobre esa hipótesis se cimenta este ensayo que comienza en el momento en que el mono se baja del árbol y agarra un palo gracias al dedo gordo o, para ser más exactos, con el momento en que el hombre pone en marcha el relato.
Durante siglos lo que se impone, con uno u otro nombre, es el mito. El carácter del melancólico es inexplicable y como a todo lo que carece de concreción, se le viste con mito o con leyenda. Así pasa el depresivo, que es el enfermo de melancolía, al colectivo imaginario y se le integra socialmente, o se le deriva socialmente. Los mitos y la religión, tan estrechamente vinculados (si no se considera lo mismo) dominarán el parecer público sobre el melancólico, sin negar dos aspectos en los que se centran los estudios de quienes se preocupan por ellos: el médico y el político. Sí, porque son parte de la polis y es preciso gobernar con ellos y para ellos. Mientras tanto, los estudios en medicina siguen corrientes que, desde la descripción que nos hace Bielsa-Gibaja, a fecha de hoy resultan, de nuevo, míticos. Las lecturas pueblan el ensayo, así como las facultades de resumen del autor, que son precisas y, tal y como las expresa, nos entregan al texto con una facilidad inesperada en el panorama del ensayo español, donde se premia lo oscuro.
Todo lo que viene siendo mito, política o ciencia, terminará acabando en corrientes filosóficas, en ética, hasta que se fundan la psicología y la psiquiatría. Las fechas que parecen figurar como los cambios de perspectiva sobre la melancolía y, sobre todo, la nostalgia, son el inicio y el fin de las corrientes románticas. A partir de entonces Bielsa-Gibaja nos lleva al ensayo de actualidad, a la tristeza del mundo actual, una forma de arrancarnos el yo, de desnaturalizarnos, en la que la pérdida de contacto humano, y con la naturaleza, predice un futuro sombrío. Son párrafos escritos desde la reflexión, ideas cogidas a vuela pluma mientras pasea por las calles de un polígono industrial, confiesa, que se emparejan con las de algún autor que ha tratado el tema con rigor, como Byung-Chul Han. Son conclusiones sobre un tema que ha llevado a la humanidad a identificar un temperamento con el hombre lobo y, más recientemente, con los zombis y vampiros. Existir es difícil, y hacerlo sin melancolía es casi imposible. La diferencia es de grado, de definición patológica, como expresa Bielsa-Gibaja, por ejemplo, cuando compara un cuadro de Vermeer con uno de Hopper. Y parece que se está haciendo tarde para reaccionar. Aunque el optimismo del autor es de un incorregible que agradecemos. Al fin y al cabo, si no se confía en el resto de la estirpe humana para salir del atolladero, ¿en quién podemos confiar?

domingo, 16 de diciembre de 2018

EL ARQUEÓLOGO


El arqueólogo
Román Piña Valls
Ediciones del Viento
A Coruña, 2018
160 páginas

El humor es algo muy serio. Tiene en común con los malos tiempos que ambos nos colocan frente a la vida. Cuando todo va sobre ruedas, nos olvidamos de ella, de la vida. Pero en tiempos de naufragio y cuando sonreímos gracias al buen instante que nos depara la realidad, fugazmente, nos acordamos de lo que supone estar vivo. La vejez nos depara mucha amargura, por la melancolía que supone saberse con menos fuerzas y por la proximidad de un fin que, tal vez, se vaticina lento. Y porque a ninguno nos agrada la idea de morirnos solos. Así pues, cargamos lo que hemos sido, o lo que consideramos digno de rescatar de entre todas las cosas que hemos sido, y nos disponemos a saltar sobre los días con una moral que no se atañe a mucho control. O al menos la falta de control moral es algo que uno debería permitirse alguna vez en la vida, aunque sea al final. Así es como Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) construye al personaje central de El arqueólogo. Alrededor de él girarán satélites, familiares, hijos, nietos, algún compañero de trabajo, pues nuestro anfitrión en la novela es un profesor emérito, arqueólogo para más señas, lo cual nos lleva no solo a su pasado, que es mucho, sino a un pasado que se remite, a su vez, al pasado de los hombres (y las mujeres, aunque el anciano profesor hubiera detestado esta puntualización políticamente correcta). Queda patente, además, la influencia del humor italiano, el realismo, o costumbrismo, a punto de caer en lo absurdo, que tanto se frecuenta en películas. Podríamos mencionar alguna obra de Fellini, o La gran belleza, aunque el proyecto del relato es más humilde y por tanto más cercano. En cualquier caso, no sin motivo la novela nos lleva a Nápoles. Sería complicado encontrar un personaje con menos cortapisas sociales en otro lugar.
Nuestro personaje, que comulga en una erudición inútil con Ignatius J. Reilly, de La conjura de los necios, por ejemplo, es un inadaptado. Los días han corrido demasiado deprisa y se acumulan las novedades. Cualquiera con más de ciertos años, cualquiera que haya conocido la vida sin comunicación virtual, puede sentirse identificado con él. Sus disparates se atañen al legado de toda su vida: el tiempo pasa, ha pasado, y nos vamos quedando anacrónicos. Román Piña trata el tema con un humor que no rechaza, porque este ser que pretende ser antipático, en su farsa final, que puede presumir de misántropo, en su actitud social, es de lo más creíble. Sus detalles de humanidad con los nietos dan prueba de ello. Al contrario que en alguna de las películas antes mencionada, no se impone el manierismo. Román Piña lleva el tema con cortesía, con capítulos más bien breves, que se van sumando como se suman los versos en el Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de Don Guido, de Antonio Machado.
“A veces nos olvidamos de que hace apenas cincuenta años el mundo era muy diferente”, dice en un momento el personaje. “Todavía era inabarcable. Los científicos no lo habían sometido a sus bastardos intereses. Ni los periodistas.” Uno se pregunta cuántos de nosotros no estaríamos dispuestos a suscribir esta afirmación, que para que no suene a salida de tono se pone en boca de una estirpe de hombres al punto de extinguirse. Seguramente lamentemos su pérdida más de lo que ahora nos cabe imaginar: cada día se hace más tarde para salvar la memoria con la que nos construyeron. El mundo científico y el de la comunicación progresan con exceso de celeridad, geométricamente, comiéndose al creado con anterioridad en apenas días. De ahí la entrada tan significativa que tiene esta novela, en la que el personaje se permite presentarse a una pareja de ancianos y acompañarlos por la calle. Nos resulta ajeno, pero aunque no lo hayamos vivido, aunque nunca nos hayamos atrevido a entablar conversación con desconocidos por el simple hecho de cultivar el contacto humano, echamos de menos poder hacerlo. Eso justifica, también, la resolución de la mayoría de los capítulos en diálogos. La obra contiene también al teatro, pero al teatro cotidiano, al Chéjov de La gaviota, digamos, pues buena parte de la obra transcurre en la casa y el jardín del protagonista, pero tamizado con una sonrisa. No hay ironía en esta obra en la que Román Piña sabe sacar todos los buenos valores de la nostalgia. Y esa maldición no carece de ellos.
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viernes, 14 de diciembre de 2018

EL ARTE DE VER LAS COSAS


El arte de ver las cosas
John Burroughs
Traducción de Ana González Hortelano
Errata Naturae
Madrid, 2018
322 páginas


Para no esconderse de lo que atañe a tantos días y tantas noches de derrota que supone el paso por este mundo, John Burroughs (1837 – 1921) propone atravesar todas las barreras con la mirada. Para el clásico naturalista americano, decir mirada significa los cinco sentidos; pocas virtudes hay más potentes que el oído que reconoce a los pájaros por su canto, que el oído bien dispuesto a no permitir que los sonidos del bosque naufraguen. Se trata de una visión sobre el entorno natural que se acerca más a la del poeta que a la del científico: la verdad no es la misma si la dictan los datos que si la presencia alguien con cariño, con amor, con ternura por todo lo que venga del campo. También por la cultura campesina. Al contrario que John Muir, Burroughs no es puramente conservacionista, no reclama que el hombre se aleje de parajes para que estos se conserven intactos. Burroughs considera que las vacas o la trilla forman parte del respeto al medio ambiente, que los habitantes del bosque pueden convivir con el hombre que satisface sus necesidades sin imponer la civilización ruidosa. Reivindica como auténtica una vida humana que se está perdiendo, que ya se ha extinguido. Echa de menos el pasado, un lugar en el que le gustaría habitar.
Pero todavía se puede agarrar a la consistencia de caminar, por ejemplo, incluso por las rutas que ha abierto el hombre. Sumar kilómetros es un arte en la versión de Burroughs. Siempre encontrará un resto de naturaleza y a él se aferra, y con él se entusiasma, hasta en un parque de Nueva York. Porque este libro, que contiene puras reflexiones, sin un tamiz intelectual, es una obra poética y no existe poesía si no hay entusiasmo. Burroughs lo muestra cuando habla de los pájaros, del trabajo manual, de la nostalgia y el contenido de la nostalgia, de la vida sencilla, de una actitud favorable a la contemplación, en el mismo sentido en que más tarde llegará la meditación oriental a nuestras vidas. Y también con el mito del buen salvaje, al que no es ajeno cuando menciona los valores de los indios americanos y a Thoreau, de quien destaca las leyes que nos exceden, algo así como el conocimiento de la naturaleza a través de la insinuación. Si precisa reflexionar tanto, uno se pregunta hasta qué punto pueden existir las certezas cuando nos atenemos al pensamiento directo, sin intermediarios. Porque no se trata de conversar con la naturaleza, sino de sentirla.
En buena medida, su pensamiento poético se inspira en lo que debería ser una religión, en un sentimiento que, a falta de una palabra mejor, llama espiritual. Pero para él la religión es algo que fluctúa, no es estática ni rígida. La religión supone constantes aceptaciones de las muestras de lucha y oposición que salen a nuestro camino. De hecho, apenas muestra otra norma que no sea su reniego de la ciudad neurótica, de la riqueza y la codicia. Para él, lo auténtico, lo que merece la pena, aquello por lo que debemos luchar, se refleja en las semillas, por ejemplo; muestra incluso un pensamiento animista y las menciona como seres vivos pues, a fin de cuentas, la semilla contiene el germen de cualquier forma de vida, de toda la vida. Sus artículos, confiesa, no defienden a nadie más que a él, a lo que a él le gustaría que fuera, que no es nada semejante al rumbo del planeta. Su autorretrato termina con estas palabras: “Algunos escritores me parece que son como esos estados militarizados en los que todos los hombres están numerados, instruidos, equipados y preparados para prestar servicio inmediato: la población masculina al completo es un ejército permanente. Luego están los hombres de otro tipo, que carecen de ejército permanente. Están absortos simplemente en su vida y, cuando la ocasión requiere, tienen que reclutar sus ideas despacio entre las masas vagas e inciertas que habitan allá abajo. De ahí que nunca tengan una radiante presencia sobre el papel, aunque son capaces de hacer un trabajo desde el corazón”.
El diagnóstico sobre la deriva del planeta es certero, y uno piensa en lo que sufriría un alma como la de Burroughs si tuviera que vivir ahora, en este mundo que aturde con tanta neurosis. Los síntomas que va desgranando, el lamento por la sencillez perdida y las dificultades para distinguir el canto de los pájaros, se ha multiplicado por millones y sigue su progresión geométrica. Apenas nadie se detiene en textos escritos, y cuando se hace es para prestar atención a los intelectuales “militarizados”, en el sentido que le da Burroughs: numerados, instruidos y equipados para el servicio inmediato. Basta con leer los posts en redes sociales de esos hijos de la lectura y no de la reflexión, gente que tanto abunda, los que hacen literatura a partir de la literatura y no de la naturaleza, incluida la naturaleza humana. Escritores con obra que huele a cadáver. Frente a ellos, en su momento Burroguhs coloca a Walt Whitman, con este apunte bastaría para saber de qué estamos hablando, de gente que, palabras de Burroughs, nació bajo el signo de una buena estrella, con una incansable capacidad de asombro por las pequeñas cosas, alguien que comparte la suerte común y que descubre que con eso le basta. Alguien que sin quererlo, es un maestro.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

EL RÍO DEL TIEMPO


El río del tiempo
Jon Swain
Traducción de Magdalena Palmer
Gatopardo
Barcelona, 2018
285 páginas


Este es un libro de viajes rescatados de las lagunas de la tristeza. Jon Swain (Londres, 1948) vuelve con la memoria a los años azules, al tiempo que vivió cerca del Mekong, cuya intensidad sentimental no le abandona. El libro es un lamento por los años huidos y por la imposibilidad de vivir en el pasado. Swain confía en que, más de veinte años después, la combinación perfecta de tiempo, espacio y, sobre todo, amor, se repita para reproducirse el paraíso dentro de él. La esperanza aquí se vuelve una trampa, de la que espera resarcirse gracias a la literatura. “El pasado dorado no podía renacer”, dice, en una aporía terrible: renacer y pasado son absolutamente incompatibles, pues cuando algo renace es para mostrarse diferente. Más adelante confesará su inútil espera: “Quizá me engañe con ensoñaciones ingenuas; quizá me haga demasiadas ilusiones sobre el pasado”. Pero soñar es legítimo y, en ocasiones, es lo único que la vida nos permite.
El río del tiempo está escrito décadas después de su experiencia como reportero en Camboya y Vietnam. Durante esa época él era más joven y supo enamorarse de los lugares que todavía no habían perdido la inocencia, de lo no contaminado, de una forma de existir a flor de vida en la que las miradas eran el alma. Su trabajo fue demoledor, pues asistió a la revolución de los jemeres rojos en Camboya y a la guerra de Vietnam desde Saigón. A pesar de ello, rescata la sinceridad de los habitantes de Nom Penh, una ciudad tranquila en la que la gente creaba vínculos reales con solo saludarse, e incluso en la capital vietnamita, acosada por los cuatro puntos cardinales. Allí conoció todas las versiones del amor: por el hermano, por las mujeres, por el trabajo, por el relato, por la justicia. En ese sentido, el libro es un trabajo de periodismo activista, dado que reivindica mucha humanidad y con ella humanitarismo.
La narración funciona como funciona la memoria: a partir de sus apuntes y diarios, se envuelve en meandros e implica a las sensaciones, a la política y a la historia, pero más que nada a su gente. Cuando permanece en lugares paradisíacos el texto se ralentiza; cuando se enfrenta al horror de la guerra y la posguerra, toma un ritmo frenético. Su memoria terminará por llevarnos a la tristeza, pues no se puede vivir con odio toda la vida y odio es la conclusión a la que llegamos de lo que presencia. Aunque para permitirnos comulgar con su biografía, Swain se entretiene en los descansos de su labor periodística.
El Mekong ha sido su hogar: los campesinos y el bosque, los aventureros y los supervivientes, el paisaje y la gente que carece de maldad. Tras cinco años, en una demostración de que la vida no te permite elegir siempre que quieres, se verá en la tesitura de volver a Europa. Solo le puede salvar repetir la experiencia emocional. De ahí que acepte ser corresponsal en Etiopía. Un secuestro de meses acabará con su carrera y sus ilusiones. A partir de ahí solo queda el lamento, pero Swain lo expresa con convicción, sin rencor, sin falsos anhelos. Leerle es vivir con él las razones por las que le cautivó Indochina, un lugar del que todos nos hemos enamorado en cuanto nos acercamos a él. El Mekong es el río del tiempo, y el gran río de la vida. El libro contiene un buen trozo de ella.

domingo, 9 de diciembre de 2018

YO, EL FRAM

El mejor buque del mundo

Hasta la lectura de este Yo, el Fram, no nos hemos dado cuenta de en qué consiste el proyecto literario de Javier Cacho. Ha tenido que ser un giro en su voz narrativa, que de la segura del biógrafo pasa a la personal de un barco con alma, para que podamos percibir que todas las aventuras que nos ha narrado, las expediciones árticas y antárticas, en realidad versan sobre el mito de Prometeo. La paradoja está servida: nada hay más alejado del fuego que las superficies eternamente heladas. Pero ese territorio es, en sus obras y aquí expresado desde un punto de vista que permite mirar a los hombres sin participar de sus costumbres y las fuentes de la educación, un lugar al que los aventureros se arrojan para robar el fuego de los dioses. Ese fuego es la pasión; pasión por sentir la vida hasta en las raíces de los dientes.


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sábado, 8 de diciembre de 2018

LA BURBUJA TERAPÉUTICA


La burbuja terapéutica
Josep Darnés
Arpa
Barcelona, 2018
255 páginas

Aunque las intenciones de Josep Darnés (Figueres, 1976) se limitan a las de reflejar sus experiencias, este libro es una especie de guía para neuróticos. Sobre todo porque compensa el exceso de mensajes que idiotizan, a tanta gente reclamando, para los demás, la paz interior y los consejos acerca de dónde encontrarla. Así se convence a mucha gente de precisar terapia cuando, en un caso como el de Darnés, lo único que hacía falta era convencerse de que uno no puede ser feliz sin interrupción, o al menos no feliz en el sentido sublime del término. Si alguien quiere alcanzar la felicidad, tiene que estar dispuesto a reconocerse también en el dolor. Lo que ocurre es que a nadie le gusta el dolor, y mucho menos ese de baja intensidad que, en buena medida, nos acompaña durante demasiadas horas. Es contra ese malestar con el que pugna Darnés en todo tipo de terapias, siguiendo a toda suerte de iluminados, hasta dar con algunos aciertos que, entre otras cosas, le ayudan a identificar que es una persona normal y no necesita terapia. A lo largo del libro, escrito con desenfado y una ligereza que nos permite leerlo en una tarde, aparecen anécdotas increíbles, que harían palidecer a los guionistas de comedias gamberras. Aunque estas nos impacten, la mayor parte está centrado en las terapias de hipnosis y autohipnosis, muchas de ellas protagonizadas por farsantes. Estos iluminados espirituales conducen su labor a través de paradojas que Darnés sabe aprovechar para dar continuidad y establecer la estructura del libro.
En realidad, el libro tiene una sola conclusión: que de nada valen las terapias si no hay cariño. Lo que necesitamos es querer y sentirnos queridos. Durante los procesos terapéuticos que va eligiendo, sin discriminación, goza de momentos de plenitud, sí, pero sin transformación. Cotejar esos instantes, que se autoinduce, con el resultado final, que es que el resto del mundo permanece idéntico a aquel del que quiso escapar, del que le enfermó, lo que provoca es que las fases depresivas se incrementen. Y esto le lleve a la desesperación, a buscar nuevas terapias, nuevos momentos maníacos. Así es como prueba cualquier versión de las viejas religiones orientales, y de la contemplación, adaptadas a la neurosis de la civilización occidental: el coaching o el mindfulness, por ejemplo. La lista es muy extensa y abarca también a los hijos de Freud y la aromaterapia. A medida que se involucra en la rueda, tiene más prisa por sanar. Pero si no hay nada que sanar, ¿qué agujero pretende rellenar con esta dinámica? Sin duda, ninguno nos sentimos completos y todos pensamos que el mundo está enfermo. Lo que ocurre es que la aceptación no pasa ni por abandonar la lucha ni por creernos solo entes espirituales, algo que lleva a Darnés a concluir que los maestros y los discípulos aventajados de muchas de estas terapias se creen, sencillamente, mejores que los demás. Y eso concluye en un aislamiento, en disociación, en marginación. Nada hay más satisfactorio que saberse una persona normal. De hecho, con pocas dosis pero bien avenidas, Darnés se deja llevar por el sarcasmo cuando plantea las paradojas como que “ponerse en manos de personas  carentes de sentido de la realidad no parece muy recomendable”.
El psicoterapeuta Víctor Amat escribe, en el prólogo del libro, que “a menudo olvidamos que hay cierto dolor que debemos aprender a sobrellevar”, y que la perfección no existe, y mucho menos la espiritual. Al final, gracias a los demás, a los amigos, a querer y ser querido, uno aprende que ese dolor es como el peñasco que cae al río: puede que durante un tiempo haga de presa, pero finalmente el agua encontrará su camino y lo sorteará para seguir corriendo; y con el tiempo, aunque nos parezca mentira, el agua se impone y termina por tallar a la piedra, hasta integrarla en la personalidad del río. Darnés ha hecho este viaje siendo joven, y parece haberlo terminado a tiempo. Solo nos cabe desearle suerte.

CULTURAMAS 2018

Estos son los mejores libros de viajes, crónicas y aventuras reseñados en la sección de Culturamas 'viajes y libros' durante el 2018:

Estos son nuestros libros favoritos de 2018:

El complot de las damas muertas

Jessa Crispin

Traducción de Elvira Herrero Fontalba
Alpha Decay
Barcelona, 2018
280 páginas
Divergente, inteligente, con una capacidad insólita para reírse de sí misma, este autorretrato es la obra de alguien con la salud mental lo bastante bien amueblada como para saber que tiene que salir distinta de la experiencia. Un libro magnífico sobre la neurosis.

Carreteras azules

William Least Heat-Moon

Traducción de Gemma Deza Guil
Capitán Swing
Madrid, 2018
615 páginas
El relato es narración pura. Y las dudas siguen y seguirán quedando en el aire. Porque este viaje, que leemos casi de una sentada a pesar de las seiscientas páginas, pretende responder a la pregunta de si tiene sentido intentar darle sentido a lo que sencillamente es. Así pues, se puede ser existencialista y a la vez formar parte de la gente normal, no escribir para tratar de transformar el mundo. Ese es el gran mérito de esta obra. Y es mucho.

El ladrón de recuerdos

Michael Jacobs

Traducción de Martín Schifino
La línea del horizonte
Madrid, 2018
273 páginas
Al final, todo es memoria o, como dice Jacobs, el miedo a perder los recuerdos. Ese miedo le lleva a escribir un libro de viajes que nos hace sentir doble envidia durante la lectura: por la experiencia que vive y por su logro literario.

Campo visual

Kathleen Jamie

Traducción de Pilar Vázquez
Volcano
Madrid, 2018
232 páginas
Aunque sea paseando por islas remotas, a veces abandonadas, por lugares viejos donde hasta el romanticismo caducó hace tiempo. Pero si nos hablara del tiempo, nos estaría hablando del destino. Jamie tiene la cortesía de no molestarnos con esos temas. Aquí no está el cáncer ni las infecciones. Están los buenos sentimientos.

Hasta la frontera de mi sueño

Ricardo Martínez Llorca

El Desvelo
Santander, 2018
170 páginas
Martínez Llorca es un escritor que no se atiene a corrientes, que no cree en los géneros, que va por libre, como iba por libre Henri Rousseau en pintura, al margen de las corrientes impresionistas, expresionistas o fauvistas. Es un escritor que convoca todo lo que es en cada frase y nos regala obras de peso, capaz de llevarnos casi hasta las lágrimas, como en Luz en las grietas o en Tan alto el silencio, y de engañarnos con una imaginación de una madurez sólida y versátil en Hijos de Caín o Después de la nieve. Es, posiblemente, uno de los cuatro o cinco mejores escritores de su generación. Y aquí vuelve a demostrarlo.

Secuestrado

Robert Louis Stevenson

Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Alba
Barcelona, 2018
285 páginas
Todos hemos lamentado los tiempos duros, cuando la pureza campaba a sus anchas porque no había escollos vulgares que salvar. Pero lo hemos hecho de la manera en que lo representa Stevenson en boca de Balfour: a través de un relato que se parece tanto como somos capaces de reconstruir con la memoria. Lo que hace de Stevenson un autor tan grande es esa empatía a través de la imaginación. De nuevo nos llega otro libro para nuestra biblioteca particular de ineludibles. Una de las mejores novelas de la historia.

La casa de los lamentos

Helen Garner

Traducción de Alba Ballesta
Libros del K.O.
Madrid, 2018
300 páginas
Aunque la conclusión, como la de todo tipo de fracaso, pasa, a su juicio, por un defecto de pensamiento, por un abandono de humanidad, del recuerdo del esplendor en la hierba y toda la belleza que nos ha legado, algo que ella ha reclamado a lo largo de toda su obra: “¿Era el meollo de todo el fenómeno un fracaso de la imaginación, la incapacidad de ver más allá de la fantasía de un golpe certero que acabase con la humillación y el dolor?”.