jueves, 30 de abril de 2020

UNA DACHA EN EL GOLFO


Una dacha en el golfo
Emilio Sánchez Mediavilla
Anagrama
Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez
Barcelona, 2020
200 páginas

“Viajar es una brutalidad”. La expresión es de Cesare Pavese y se encuentra, en buena medida, en el fondo de esta crónica, Una dacha en el golfo. Es cierto que Emilio Sánchez Mediavilla (Santander, 1979) recurre a un tono con cierto humor, un tono que abandona cuando hace referencia a la barbarie, pero ese regalo al lector no deja de ser un efecto rebote causado por la constante sorpresa de un viaje vertical. Porque “viajar te obliga a confiar en extraños y a perder de vista todo lo te resulta familiar y confortable de tus amigos y tu casa”, se explica Pavese. “Estás todo el tiempo en desequilibrio. Nada es tuyo excepto lo más esencial: el aire, las horas de descanso, los sueños, el mar, el cielo; todas aquellas cosas que tienden hacia lo eterno o hacia lo que imaginamos como tal”. Aunque en el caso de un destino como Bahréin, ni siquiera esas certezas son absolutas: el mar está en transformación por la acción del hombre, comiéndole territorio para favorecer una especulación inmobiliaria de un calibre dorado; eso por no hablar del origen de la fortuna que baña los bolsillos de los pocos favorecidos del país, un petróleo que no cesa de quemar el cielo. Quedan los sueños, martirizados en el caso de los inmigrantes y de quienes profesan el chiismo, marginados y condenados en esta isla, sin derecho a esas horas de descanso que son casi el único beneficio del viaje.
De todo ello nos habla Sánchez Mediavilla revisando su paso por Bahréin, en un libro que respira sensatez, la del viajero que sabe que jamás podrá camuflarse entre los habitantes del lugar donde habita. Ese es el deseo del cronista, sí, pero también su ventaja, la distancia que le permite mirar a ese trozo de vida como si fuera un paisaje, la de entregarse al contacto con los demás con una distancia que permite no acumular rencor, pero sí pasión.
En buena medida, Sánchez Mediavilla nos coloca en el lugar que el Kublai Jan ocupa en Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino, siendo él un humilde trasunto de Marco Polo: nosotros acudimos al reflejo del viaje con nuestros prejuicios y nuestras mejores intenciones, aunque tengan que ver con el turismo y con la peor de las curiosidades, por no hablar de las que afectan al mundo árabe; mientras tanto, él nos ofrece la reseña de su estancia allí partiendo de un folio en blanco, de una mente en blanco, de la otra curiosidad, la buena, la del aprendiz de brujo, la del grumete de barco. Sánchez Mediavilla es periodista y se enfrenta al hecho de escribir sobre unos registros de un lugar que parece ser otro planeta o, para ser más concretos, un no lugar, un lugar que no debería existir, pero en el que concurre Youtube, que deja registros demasiado evidentes de demasiados sucesos sombríos. Su trabajo consiste en combinar agua y aceite y que no se note la imposibilidad de la mezcla. Ahí está su supervivencia, un tanto cómoda, como puede reconocer, y la existencia de una sociedad que contiene demasiado horror. Cuando habla sobre la Primavera Árabe y la represión salvaje de esos días, uno no puede sino estremecerse. Nos olvidamos de acompañar al autor en un periplo que nos deja perplejos, para atorarnos en la perplejidad de la violencia sin cuartel. La piedad que podemos sentir por el pueblo es toda, mientras que no hay cuartel hacia una clase dirigente.
Sánchez Mediavilla es, y pretende ser, gente. Se siente bien entre la clase media y en compañía de los desposeídos; denuncia la brecha sectaria, pues siempre está presente la desigualdad entre suníes y chiíes; y su deseo de ser uno más se enfrenta, constantemente, a los aberrantes aristócratas, a los plutócratas, a los gobernantes y a los príncipes desalmados, sinvergüenzas y violentos; no se libra, tampoco, la época colonial ni salen bien parados los militares. Recuerda estas palabras de un líder secular izquierdista: “La piratería, la conquista y la esclavitud eran prácticas comunes entre las tribus árabes (de los siglos XVIII y XIX). Algunos miembros de la familia real todavía piensan, a la manera antigua, que Bahréin es el botín de una guerra ganada con la espada”. Eso, en cuanto al país. En lo que respecta a él, cabe señalar esta frase que le dictó el poeta Ali al Jallawi en el exilio, y que resume, con precisión, el alma de un narrador que necesitó de años de reposo para que las sensaciones del viaje culminaran en este libro: “Es como enamorarse. Al principio solo tienes sentimientos; las opiniones llegan después”.

Fuente: La línea del horizonte

viernes, 24 de abril de 2020

WALT WHITMAN


Nos queda Walt Whitman:

“Si llego a mi destino ahora mismo, lo aceptaré con alegría, y si no llego hasta que transcurran diez millones de años, esperaré alegremente también”.

Es otro momento de errores, sí, este en el que, no eligiendo, hasta en los días de sol se nos antoja convertirnos en Fernando Pessoa encerrado en casa, mientras la lluvia cae sobre las piedras de Lisboa, unas horas en la que se nos antoja que estuviéramos repitiendo su mismo error. Sin embargo, su Libro del desasosiego es una de las experiencias más balsámicas que uno puede tener sobre la Tierra. Pessoa no fue un caminante, como tampoco lo fue Walt Whitman, que apenas abandonó su Nueva York natal, algo que no le impidió recoger toda la sabiduría que flota en la respiración de la humanidad en uno de los mejores libros de todos los tiempos: Hojas de hierba. En una época en que la concentración en la lectura es complicada, en una época sin viajes, en un tiempo de tantos odios y miedos -si es que el odio y el miedo son emociones distintas-, uno puede embarcarse en viajes a la novela negra y al Thriller, o regresar con Whitman, y su barba llena de mariposas, al sustrato en el que nos formamos, a la voz que dirá las verdades del trigo:

 “¿Supones que avanzo por un terreno firme hacia el verdadero hombre heroico? ¿No sospechas, ¡ah, soñador!, que todo esto pueda ser quizás una ilusión?”.

Y luego nos recuerda que, en lugar de viajar, prefería detenerse y cantar para siempre. Nos queda la ilusión, la mirada hacia lo heroico, sí, pero también nos queda esa intuición de esperar alegremente, aunque sea por siempre. Todo está entreverado en una creación que se llama poesía. Al planeta, a la suma d seres humanos, le falta poesía. En tiempo de neurosis, de histeria, de malestar, seguimos pudiendo mantenernos en pie gracias a Walt Whitman. Porque ahora ni siquiera los niños juegan en los columpios. En lugar de escuchar sus risas, oímos el runrún del odio y del miedo a un enemigo invisible. ¿Hemos dicho a un enemigo? Si existiera un enemigo, existiría la guerra. La guerra se hace contra otro grupo de seres humanos, aunque para librarla sin aturdirnos por convertirnos en algo peor que unos bárbaros, nuestra mente es capaz de deshumanizar al otro. En psicología a ese tipo de fenómenos se les conoce como disonancia cognitiva: es la forma de encontrar una mera coartada a nuestros actos, y convertirla en algo de mucho peso, hasta convencernos de que nos ampara una razón de justicia, por ejemplo. Y, además, somos capaces de tragarnos ese sapo como si estuviéramos comiendo un tazón de natillas.
Cuando, dijo el bardo universal, si algo es sagrado, eso es el cuerpo humano.


No hay guerra, no somos soldados. Mal sirven a la libertad y a la felicidad quienes nos intentan convencer de ello. En realidad, somos, o queremos ser, esos seres que saludan y cantan a la muerte inmensa y bien velada: “danzas propongo para saludarte”. Esta es la propuesta de Whitman: los espectáculos de paisajes descubiertos, el alto y dilatado cielo, la vida y los campos y la inmensa y meditabunda noche, las riberas del océano y la bronca ola murmurante, las copas de los árboles, las miríadas de campos y amplias praderas, las ciudades apretujadas, los muelles y los ferrocarriles hirviendo múltiples… pero, sobre todo, sobre esas cosas que en los peores momentos pensamos que hoy se nos niegan, está el canto que flota, que seguirá siendo posible, y el alma volviéndose hacia ellas: el vaho del propio aliento, raíces del amor, el paso de mi sangre y del aire a través de mis pulmones, el sonido de las palabras musitadas por mi voz, incluso la deleitosa soledad.
Menciona la soledad y recordamos que, según el naturalista Edward O. Wilson, esta era no se debería llamar Antropoceno, por ser el hombre el factor de erosión del planeta, sino Eremoceno, por ser la soledad la connotación, tal vez el sentimiento, que caracteriza esta etapa en la que vamos dejando atrás todas esas cosas sobre las que vuela el canto de Whitman. Decimos soledad y no aislamiento, mientras recordamos la épica de los grandes exploradores, sus años atrapados en la naturaleza salvaje, tal vez viviendo bajo una barca mientras afuera sacuden los seis meses de tormenta del invierno polar. Ellos no vivieron tanta dureza como si estuvieran sobreviviendo a una guerra, porque no eran soldados ni el viento es el enemigo. Al contrario, y al contrario del fenómeno de disonancia cognitiva que se impone en la voluntad de los guerreros, de privar a los demás de su sensibilidad -la compasión, la misericordia, la capacidad de amar, el perdón, la bondad, la amabilidad, la ternura, la facultad de comprendernos, las debilidades y las fortalezas-, ellos, con Whitman, humanizan el viento, la nieve, la noche y hasta la soledad. Y también la pequeña hoja de hierba:

“Creo que una hoja de hierba no es menos que el trabajoso viaje de las estrellas”.

Habíamos calculado que toda la Tierra era demasiado. Es hora de dar más humanidad y rebajar el odio y el miedo; es el tiempo de negarnos a aceptar que estamos en una guerra y transformarnos en habitantes del planeta, el momento de sentirnos orgullosos al desentrañar el sentido de los poemas: “La hoja de hierba más pequeña nos enseña que la muerte no existe; que, si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida”. Todos sabemos que los emperadores están desnudos, pero nuestra voz puede expresar una emoción mucho más digna que esa denuncia con desaliento:

“No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. Somos seres llenos de pasión. La vida es desierto y oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: tú puedes aportar una estrofa. No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre”.

Ricardo Martínez Llorca, 25-03-2020
Fuente: La línea del horizonte

miércoles, 22 de abril de 2020

NOTAS DESDE UN PAÍS EXTRANJERO


Notas desde un país extranjero
Suzy Hansen
De Conatus
Madrid, 2020
378 páginas

Tuvo la suerte de contar con una madre que alimentó su temprana adición a los libros; su hermano mayor estaba embriagado de ideas políticas progresistas adquiridas misteriosamente, pues en Estados Unidos lo más frecuente es acomodarse; su padre se pasaba las tardes estudiando extrañas antigüedades del golf (vaya usted a saber para qué), perdido en los placeres del pasado; se trataba, en definitiva, de una familia de clase media, modesta, tan modesta como para que Suzy Hansen sienta nostalgia de esa modestia. Pero la nostalgia se refiere a otro tipo de pasado, al de dimensiones más humanas, es decir, al próximo, al que se guarda entre la jaula de las costillas. El libro que cae en nuestras manos, este Notas desde un país extranjero, comienza con el despertar personal, con el crecimiento, con el descubrimiento del mundo, con el choque contra la realidad, y termina montado sobre el análisis político. Y en ambas facetas, y en todo el espacio intermedio, resulta de una sinceridad demoledora. La sensación es la de haber navegado desde una obra de crecimiento, como las de Stevenson, por ejemplo, y llegar hasta un análisis como los de Chomsky. Notas desde un país extranjero se convertirá en uno de los grandes libros de viajes de la década.
Hansen nos enfrenta, de entrada, a una tragedia en las minas turcas, y frente al dolor se da cuenta del origen de la desgracia, que tiene que ver con los recortes económicos que provienen de unas imposiciones en las que su país cobra demasiado peso, un peso que se traduce en vidas. Hansen a viajado a Estambul, la ciudad que la enamora, con una beca, y se quedará allí durante los años más duros de la crisis económica mundial. En ese tiempo conoce, habla, traduce y reflexiona, con un estilo tan sensato como crítico, sobre los vínculos de Estados Unidos con el resto del mundo, pero, sobre todo, con Oriente Medio. Parte del desconcierto, del infantilismo que es común a los de su país, o al menos así lo entiende ella, de una falta de sustrato cultural y sentido histórico. Así se  ha dado prioridad, en su país de origen, a lo propio frente a lo global. Paradójicamente, son los responsables de una globalización sin misericordia. Pero en cada individuo, eso sí, han implantado unos prejuicios sobre justicia, patria y libertad, que en el caso de la autora se van desmontando gracias a las singularidades que le brinda la vida en Turquía y a una sensibilidad bien dispuesta a lo ajeno. Tal vez sea este viaje, esta parte de Bildugsroman, lo más interesante, en lo literario, del libro. Es un viaje interior, sí, pero acompañado de una denuncia en la que se va dando cuenta la historia reciente, de la manipulación económico-política de uno de los epicentros culturales del planeta. Al tiempo que nos confiesa en qué medida, alta, uno desconoce cuánto no sabe sobre uno mismo, en tanto que ser social además de lo referido a la personalidad, se va maldiciendo la superficialidad en la que se ha criado, el humanismo fingido y las justificaciones morales: siendo habitantes de un orden social injusto, las reflexiones vendrán contaminadas por la injusticia que intentamos comprender, comenta, citando a James Baldwin, un autor que sobrevuela toda la obra.
Las ganas de comprender, que es la buena versión de la curiosidad, es la motivación esencial del libro. Como en una terapia, comienza por desaprender las leyendas en las que se ha criado, ese colonialismo aparentemente bien fundamentado, pero que no deja de ser una forma de explotación, una nueva versión, internacional, de la lucha de clases. Hansen se pregunta si el mundo habrá alcanzado la madurez, si existe un retroceso cultural, si la civilización avanza, si el progreso es humano. Al mismo tiempo, mientras visita Turquía, Grecia o Afganistán (en un episodio que resultaría traumático de no presentarse como esclarecedor), Hansen crece, abandona a la adolescente inmadura e ingenua para transformarse en eso que viene después, o que debería venir después, si nos libráramos, como ella, del peso de las leyendas para sustituirlos por nuestra verdad, la verdad social, imprescindibles, porque no es cierto que cada hombre sea una isla.

miércoles, 15 de abril de 2020

UN TAMBOR DIFERENTE


Un tambor diferente
William Melvin Kelley
Traducción de Carlos Jiménez Arribas
Siruela
Madrid, 2020
255 páginas

“Si un hombre no desfila al paso de sus compañeros,Será quizá porque oye el ritmo de un tambor diferente.”

Estos versos de Thoreau, que dan título a la obra, forman parte del epígrafe de la novela de William Melvin Kelley (Nueva York, 1937 – 2017), quien no intenta reproducir el rimo de un tambor diferente, sino aproximarse, y con sinceridad, a la música de otros tambores que ya sonaron. Referirse al sur de Estados Unidos, a las diferencias raciales, ubicar la obra en un condado, remitirse a las relaciones entre personajes desde una voz con una extrañísima capacidad para mantener un monólogo, trasladar la narración a diferentes puntos de vista, todo ello, apunta, cómo no, a William Faulkner. Y también, en buena medida, a Flannery O’Connor. Recordamos, ahora, esa novela un tanto perdida que es El mundo conocido, de Edward P. Jones, un relato en el que todo fluye con cierta lentitud, incluida la dignidad, también ubicado en un condado sureños, y en el que cada segundo pesa tanto como la diferencia improbable entre la desesperanza y la desesperación, y que pertenece a esta literatura que ya es tradición en Estados Unidos y que raramente se ha trasladado con buen éxito al resto del planeta.
Pero ahora es imposible escribir como si Faulkner no hubiera existido. Algunos autores han creado toda la literatura posterior, a incluso a sus antecedentes. Faulkner y Kafka tal vez sean los fenómenos más representativos de esta afirmación. De lo que se trata, a continuación, es de saber interpretar los elementos creativos que ellos idearon, y a partir de ahí crear una obra propia, inmensa, intensa y original. William Melvin Kelley forma parte del elenco de autores que lo consiguen. Un tambor diferente es coral y es autónomo. Es decir, crea un universo propio, y crea todos los fenómenos de relación e interacción, así como las descripciones de todas las emociones, a través de un microcosmos que, en otras circunstancias, trataríamos como provinciano en el sentido más literal del término: el condado donde transcurre la novela es un lugar cerrado, o aparentemente cerrado, al exterior. Son los personajes quienes son los autores de sus biografías, que están vinculadas a las decisiones de los demás. De hecho, nadie en la novela es dueño de su propio destino. Es más, ni siquiera son medianamente capaces de controlar el mundo propio, el interior, el de las sensaciones, que aparecen descritas con una intensidad que nos obliga a no abandonar las páginas escritas.
Se le podría achacar a Melvin Kelley cierta falta de originalidad en las situaciones -una mujer embarazada, un enamoramiento platónico, unas distancias no salvables, pero sí tangibles, entre las personas, y un extrañamiento frente a la otra raza-, pero la obra no pretende deslumbrar por la trama, sino empañar nuestras emociones por la energía. Y en eso, resultará ser una de las lecturas más potentes que encontraremos en las estanterías.

sábado, 11 de abril de 2020

LA ABUNDANCIA


La abundancia
Annie Dillard
Traducción de Ignacio Villaro Gumpert
Malpaso
Barcelona, 2020
229 páginas

Un proyecto literario se puede sostener sobre una pregunta básica:
“Releía el recorte entero cada mañana. El momento crucial es ahora, lo es cada minuto. ¿Puede alguien explicarle a Alan McDonald, con toda su dignidad, al ciervo de Providence, con toda su dignidad, que está pasando? Y que me ponga en copia”.
Annie Dillard escribe ensayos como poemas, con una libertad de expresión que nace de la libertad que se permite para buscar respuestas. Sabiendo, a mayores, que un proyecto literario que busca respuestas encuentra su sentido en su fracaso: lo importantes es la ruta, no la meta, que se nos negará, una y otra vez, a cada frase, a cada pensamiento. De ahí que nada interrumpa al yo reflexivo, y bastante narrativo, que es Annie Dillard en el momento en que se expresa. De ahí la consistencia de esta comunión con la experiencia sensorial, que es la esencia de vivir en el misticismo de Dillard.
La impresión que nos da, con cierta frecuencia, es la tentación del sueño. Dillard nos habla, porque habla con el lector, aunque permitiéndose la autonomía de un espíritu creativo consciente del reino interior, desde una vigilia somnolienta o, para ser más precisos, desde algo así como una tendencia al sueño, pero un sueño controlado, un pensamiento sin férulas, pero programado desde la intención clara de la terapia. Es una terapia personal, sí, porque algo de psicoanálisis rezuma de los textos, pero es una terapia compartida, en la que expone sus curas, como la naturaleza, y sus refugios, como la memoria de la infancia y de la adolescencia. Para conocerse mejor, para conocernos mejor, Dillard nos refiere, constantemente, a la formación sentimental: “Si no hubiera reconocido su asombro, no habría perseverado”, comenta, cuando habla del fundamento que une literatura y vida, si es que se trata de cosas distintas.
El otro pilar de su literatura es la observación. Los detalles son tan precisos como cotidianos, y nos asombran tanto como para perseverar en la indagación. La de Dillard es directa, la nuestra es la lectura. Dillard también reflexiona acerca del proceso de escribir –“Escribe como si te estuvieras muriendo. Al mismo tiempo, hazte a la idea de que escribes para un público compuesto exclusivamente por enfermos terminales”- y lo hace con un sentimiento vehemente: “La sensación de escribir un libro es la de dar vueltas como una peonza, cegados de amor y atrevimiento Es la sensación de pararse sobre la punta inclinada de una brizna de hierba y otear en busca de un camino”.
Dillard se ha convertido en una autora de referencia, casi de culto, en el planeta del Nature Writting, sintiéndose completa en su Tinker Creek, junto al arroyo, los árboles y un fondo de montañas. Cuando más se aproxima a ese centro de paz, comprobamos mejor su lirismo natural, su serenidad al saberse una parte prescindible del universo: “Los riachuelos -el Tinker y el Carvin- son un misterio activo, renovado a cada minuto. El suyo es el misterio de la creación continua y de todo lo que la providencia implica: la incertidumbre de la visión, el horror a lo inamovible, la disolución del presente, la complejidad de la belleza, la presión de la fecundidad, la esquivez de lo libre y la naturaleza fallida de la perfección”. El tiempo allí es un pálido interlineado de la eternidad, y sobre él vuelve a los mismos estratos de la búsqueda, de la ruta, que afronta como un alma heredera de Thoreau, claro, pero también del misticismo que había en las expediciones polares o en las arqueológicas al desierto de Mongolia. Y el resultado es, para nosotros, la obra de una maestra en el viejo sentido del término: alguien que nos acompaña y nos guía, un poco, mientras vamos creciendo.

jueves, 9 de abril de 2020

LA ESCALADA DEL EVEREST


La escalada del Everest
George Mallory
Traducción de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid, 2020
236 páginas


George Mallory (Inglaterra, 1886 – Everest, 1924) posiblemente no era partidario de la hipótesis de Gaia, esa según la cual el planeta Tierra tiene una conciencia común, una dependencia capaz de generar un sentimiento que estremecería al todo cuando se arranca un árbol. Al menos en su versión más espiritual, dado que aún no se había emitido ese rezo científico según el cual la biosfera se autorregula, el que emitió James Lovelock en 1969, y que tan bien nos viene recordar ahora. Mallory podía estar al margen de este concepto, dado que él era un enamorado de la montaña, la región menos transparente, la más dura, la más erizada, esa en la que la belleza y lo terrible van de la mano. Puede que Mallory supiera lo que significa la estética del guerrero, en una paradoja casi imposible, pero lo que es seguro, al menos tras la lectura de sus escritos es que Mallory sentía, y mucho, el motín de la naturaleza. El planeta no es una masa estática, no es inerte, y tampoco es inhumano. El hombre ha creado conceptos sensibles como ‘corazón’, ‘alma’ o ‘dioses’, que Mallory traslada a lugares como el Everest o la inmensidad austera del Tíbet.
Pero eso lo iremos comprobando en la segunda mitad del libro. La traducción de sus escritos, que nos llega por primera vez al completo de la mano de la siempre afortunada Desnivel, comienza con un texto hermosísimo en el que se reflexiona acerca del alpinismo. Estamos a principios del siglo XX y los alpinistas visten de una manera que hoy se nos antojan atuendos para una primavera campestre, para un domingo de picnic. Basta ver esas fotografías del grupo que afrontó la tentativa del Everest en 1924, con Irvine tocado con una gorra tipo pescador y Mallory luciendo unos bombachos de lana. Pero la rebelión contra el asesinato cotidiano que supone dejarse llevar por el sucio arroyo de la vida ya estaba en boca de los amantes de la montaña. Con un talento literario que se nos antoja ajeno a lo que estamos acostumbrados, Mallory nos habla sobre el ansia de libertad, sobre la felicidad lejos del confinamiento: “Tengo la sensación de que existen dos clases de escaladores: los que se plantean la escalada como una cuestión de honor y los que no se la plantean de ninguna manera en particular”. Así comienza expresándose. Para luego intentar explicar en qué consiste el honor, un concepto que todos tenemos claro, en un sentido emocional, y que, precisamente por ello, resulta tan complejo de exponer en negro sobre blanco.
“La escalada está en un pedestal por encima de los entretenimientos comunes de los seres humanos. La situamos aparte, y la etiquetamos como algo que posee un valor especial”.
¿Nos encontramos frente a la arrogancia? ¿Existe en su intención una demostración de que el escalador es un ser mejor que el que no escala? ¿O se trata, más bien, de una justificación, una respuesta a ese lugar común, que surge de la gente común, que sugiere que una excusa no solicitada es una respuesta a una acusación sentida, pero no formulada? “Es un evidente acto de rebelión”, dicta Mallory, en una sentencia con la que no se puede estar en desacuerdo. Es un acto de rebelión, un motín hacia el rescate o hacia el hundimiento. Y he aquí que él comprende por qué necesita expresarse y comprende a quien no escala: “Es lógico que la sociedad espere que los rebeldes, cuando menos, se expliquen. Los demás hombres están exentos de la obligación, porque utilizan las etiquetas aceptadas de la manera convencional”. Es decir, la espuma de los días no tiene la misma consistencia, pero sí se sabe que uno sale a buscar la vida y el otro espera a que la vida suceda. No existe una intención de saberse mejor, como un Juan Salvador Gaviota sujeto a la ley de la gravedad, tan solo se limita a recordar que un manzano da manzanas, y él no puede, ni tiene ninguna intención de, evitar que la savia llegue a su propio fruto: “¿Cuál es el valor emocional de nuestra experiencia cuando estamos en las montañas?”.
A medida que avanzamos en sus primeros escritos, referidos a Europa, y sobre todo a los Alpes, nos damos cuenta de que el alpinismo es una forma de expresar la sensibilidad de Mallory. Estamos frente a una persona sin espíritu deportivo de competición, pero consciente de su fuerza. Mallory busca encontrarse con su físico, pero también una melodía en o de las montañas. Somos en tanto somos un ser emocional, sentimental, y el lenguaje va encontrando mucha dificultad para expresar esa parte sensible. Y esa sensibilidad que muestra Mallory, ahora se nos antoja que pertenece a la adolescencia del alpinismo, a una etapa de formación, pero también de redención: ya solo necesitaremos seguir sus pasos, sus anhelos, y no tanto explicar en qué consiste la pasión.
La mayor parte del libro la componen los documentos acerca de los intentos de conquista del Everest. Aunque, tal vez, la palabra conquista no sea el concepto que mejor encaje. El Everest es, en Mallory, un corazón, un alma, un dios. Sus escritos incluyen los reportes que leía a su regreso, así como fragmentos de los diarios de campo. A través de ambos, eso sí, podemos viajar a una de las últimas épocas de las grandes exploraciones. En ocasiones Mallory se muestra hiperbólico, pues no resulta tan sencillo describir un paisaje. Pero siempre es sincero, esa cualidad que, por otra parte, también nos remite a la época de las exploraciones, las geográficas y las literarias.