miércoles, 23 de octubre de 2019

LUGARES SIN MAPA


Lugares sin mapa
Alastair Bonnett
Traducción de Pablo Álvarez Ellacuria
Blackie Books
Barcelona, 2019
247 páginas

Que la realidad supera a la ficción es un lugar común. Lo que no es tan común son estos lugares, reales, a los que nos lleva Alastair Bonnett (Eppig, 1964) y que, sin duda, vuelven a superar a la ficción por goleada. Y decimos vuelven porque el libro se trata de una continuación de Fuera de mapa, una especie de obra maestra de lo raro en un terreno, la geografía, en el que se supone que la ciencia debe ser muy concreta. Pero no lo es. Estamos ante una entrega de lo real y extraño que incita a seguir con el descubrimiento de un mundo del que, nos damos cuenta, apenas sabemos nada. Y estamos frente a un libro que nos indica que la geografía no es ese estudio de las capitales, los ríos y la enumeración de cabos y golfos con que nos azotaron en la escuela. Hay un territorio por descubrir, grande como terreno, pero pequeño en cuento a la escala, y ese territorio es un tesoro, un cofre de los secretos. Visitarlo de casi la única forma que podemos hacerlo, de la mano de Bonnett, se ha convertido en una de las experiencias literarias, y geográficas, más gratas que nos hemos encontrado en los últimos años.
Bonnett comienza planteándonos qué es la geografía. Sin solución de continuidad, expone treinta y nueve paradojas de distinta índole: algunas parecen anacronismos, otras una sencilla estupidez, y las últimas un producto de la innovación técnica, tanto la informática como la de la ingeniería. No todos los lugares se refieren a sitios concretos, pues los hay que flotan por todo el planeta, como los creados por Google Earth, o los que han resultado del contagio de modas de construcción civil, como las pasarelas. Los hay que atienden a la densidad de población y los que surgen por conflictos, e incluso los que son fruto de anomalías legales como la Ley de las Islas de Guano, por la que Estados Unidos puede reclamar cualquier isla en la que haya cagadas de pájaro. Existen archipiélagos multiocéanicos que se reúnen en las Micronaciones Unidas y estados que caben en un piso; hay falsas colonizaciones, muchas, y lugares resistentes frente a la globalización, que es la gran farsa colonial, pero triunfante, en nuestros días. Todas las paradojas expuestas nos llevarán a cuestionarnos, directamente, qué significa lugar hoy.
Pero el libro no solo nos sirve para cuestionarnos la realidad o qué es la realidad para nosotros; estamos frente a un tratado sobre lo que los descubrimientos despiertan en nosotros. Al igual que si se tratara de un libro de relatos, cada episodio nos guía a través de un conflicto que podemos vivir como pequeño, pero con el que nos identificamos sin duda. En ocasiones nos despertará la sonrisa, y en otras una suerte de melancolía por lo que pudo ser, o por lo que fue, o por lo que debería haber sido. En realidad, y sin hacer de ello un drama, Bonnett nos habla de traumas, y de respuestas a traumas, que surgen de nuestra relación con el mundo o de la relación con el resto del universo de estos lugares a los que se atiende. Y lo hace con mucho estilo, sin perder jamás un pulso narrativo ni dejar de atender a una ideología de fondo, una intención que radica en intentar que se vea lo invisible, que es, una vez más, un toque de atención acerca de la dignidad y la impronta que la dignidad debería seguir teniendo en cada aliento.
“Cada vez estoy más convencido de que la única forma auténtica de viajar es a pie: lo demás es pasar zumbando por los sitios”, nos enseña. Porque el libro destila la calma del caminante, pese a los grandes saltos por los que nos guía. Seguramente, Bonnett pertenece a la estirpe de la gente convencida de que caminando se piensa mejor, se reflexiona mejor y funcionan mejor los engranajes de la creación.

jueves, 17 de octubre de 2019

GORILAS EN LA NIEBLA


Gorilas en la niebla
Dian Fossey
Traducción de Marcela Chinchilla y Manuel Crespo
Pepitas
Logroño, 2019
460 páginas

Quemado todo el cuerpo del planeta a causa de una estupenda falta de decoro humano, con apenas, si es que hay alguno, margen de reacción, con mares condenados al plástico y sin vida, con la tierra emponzoñada de agrotóxicos y el aire en una expansión caótica a cuenta de los gases, recordar a Dian Fossey (San Francisco, 1932 – Ruanda, 1985) ayuda a que aterricen las cuentas, casi abstractas de tan abultadas, para conocer el daño concreto. Cuando marcha a Ruanda, al encuentro de los gorilas de la montaña, la lucha ecológica no hacía tanta referencia al cambio climático, ni siquiera al agujero de la capa de ozono. Por aquel entonces las extinciones de especies eran la gran batalla que libraban los naturalistas. Los gorilas de montaña formaban parte del grupo exclusivo de hermosos seres al borde de la extinción a manos de cazadores o del acoso humano, junto al oso panda, al lince ibérico, al oso grizzli o a la ballena azul. En ese sentido, Dian Fossey, o Jane Goodall, izaron la bandera que todos podríamos seguir. Se transformaron en el guía que porta la linterna cuando nos adentramos en la caverna.
Incapaz de entender el espíritu del hombre, Fossey se embarca en una investigación que había comenzado, unos años antes, el mítico naturalista George Schaller, el mismo caminante que invitó a Peter Mathiessen a un viaje por Nepal que acabaría descrito en el fabuloso libro El leopardo de las nieves. Schaller, como biólogo pero también como humanista, sobrenada, de alguna manera, todo el texto que Fossey recopiló en este Gorilas en la niebla: su forma de trabajar, de observar sin intervenir, de no forzar situaciones, de encariñarse, de respetar, de estar enamorado de su oficio hasta el punto de ser incapaz de distinguir entre éste y el significado de la vida. La implicación de Fossey, sin embargo, va subiendo de volumen y se hace más y más parcial. En algún momento da la sensación de que para ella deja de existir la periferia del corazón del universo, que son las montañas Virunga. Su familia, o sus familias, pasan a ser los diversos grupos que las habitan, de los que da, a conciencia, fe de vida y fe de existencia. La primera, la fe de vida, reflejada en un espíritu de conciencia humana que proyecta, tal vez porque sí esté presente, en las almas de los gorilas. La segunda, la fe de existencia, en el detalladísimo tratado etológico que ha desarrollado a lo largo de años.
Al mismo tiempo, el libro contiene esa faceta autobiográfica que nos reclama abandonar el calor de la cocina. Es una invitación a salir, a conocer, antes de que la belleza del planeta dé con los huesos en el vacío y no quede ni una raspa de sardina para demostrar que hubo, y mucha, vida en la Tierra. Fossey se dio cuenta de que a Gaia solo la puede atender un individuo si se centra en una pequeña parcela. En este caso, las familias de gorilas y la lucha contra los cazadores furtivos. Algunas de las invitaciones a estudiantes, o a gente de paso, que aparecen someramente descritas, nos indican que no se trata de alguien empachado de misantropía, como dice cierta leyenda, que al igual que la expresión máxima de su trabajo se daba mientras hacía cosquillas a los gorilas, agradece la generosidad como solo lo sabe hacer alguien volcado con los mejores valores éticos que el hombre ha ideado, pues, recordemos, al fin y al cabo, incluso la protección de los gorilas de montaña, y de todas las especies, es una invención del hombre. Es cierto que contra la desdicha que el mismo hombre crea, pero hay que pensar, cuando leemos obras como Gorilas en la niebla, que el planeta podría estar en buenas manos, y no resignarse a un futuro que a lo que más se asemeja es al pintado en Mad Max, la obra opuesta a Gorilas en la niebla.

lunes, 14 de octubre de 2019

EL DIABLO SABE MI NOMBRE


El Diablo sabe mi nombre
Jacinta Escudos
Consonni
Bilbao, 2019
118 páginas
  
En cierta medida, al libro que más se asemeja El Diablo sabe mi nombre, con el que la escritora salvadoreña Jacinta Escudos (San Salvador, 1961) se presenta en nuestro país, es a Las Metamorfosis de Ovidio. Escudos no solo reactualiza mitos clásicos, sino también culturales o, al menos, de nuestra cultura occidental. E incluso se atreve con mitos psicológicos, sobre todo los que tienen que ver con las dos emociones que mueven los sueños: el deseo y el terror. Al margen de esa consistencia, similar a la del clásico de Ovidio, una breve enumeración de algunas de las formas que toman los cambios nos remiten, nuevamente, a Las Metamorfosis: el cambio de sexo debido al cambio de deseo; la pesadilla y su transformación en realidad; el mundo reducido tras un apocalipsis; el anhelo de una mujer por ser serpiente y enfrentar así a la muerte; los hombres lobo; el veneno que nos libra de ver la realidad tal y como se nos ha venido presentando; un cocodrilo que aspira a ser hombre; sobrevivir a la muerte, aunque sea a la muerte del otro, que nos obliga a renacer, a poner el cuentakilómetros a cero.
Las lecturas sobre las que fragua su narrativa tienen tanto calado como las de Borges, aunque a diferencia del autor argentino, Jacinta Escudos carece de pudor. La sensualidad está presente, y está presente el sexo. Está presente la crueldad, y hasta la crueldad extrema, con ablaciones e infanticidios. Se deja llevar por impulsos, aunque controla a la perfección su prosa para seguir una música de lo más sugerente: comedida y exacta, pero con matices de color capaces de inventar expresiones como “resollé mi orgasmo”. Podemos rastrear a Lovecraft entre sus líneas, hasta que nos damos cuenta de que una de sus principales fuentes creativas son los sueños. Si de Borges le separa el pudor, a Lovecraft le adelanta por trama, por estructura: un sueño carece de principio, de final, de consistencia narrativa; es aleatorio y sorprendente; pero Jacinta Escudos sabe darle forma, sin complicaciones, como le dan forma a los relatos breves los grandes clásicos, y al igual que cuando les leemos a ellos, a Chejov, a Maupassant, a Paul Bowles, tenemos la sensación de encontrarnos con alguien que escribe con un impulso que nace no solo del cerebro, sino de todo el cuerpo a la vez.
Ese sustrato apasionado bastaría para ratificarla como una de las grandes autoras de relatos de nuestra literatura, pero su ingenio no se queda ahí. Escudos escribe contra la anestesia emocional, crea unos personajes, en pocas líneas, que se caracterizan por el miedo a no ser, que es la esencia del miedo personal. Dicho de otra manera, sabe meterse en lo que llamaremos alma y en los demonios, también en los demonios de la conciencia. Los personajes practican distintas modalidades de soledad, la mayoría de un carácter más o menos onírico, y, recordemos, el mundo onírico es aquel en el que la vista no nos regala la misma realidad que durante la vigilia, pero las sensaciones son igualmente reales y, a mayores, el volumen de la intensidad sube hasta límites que son difíciles de soportar.
Hay presencias de diablos sin figura, solo sentimentales, y de algunas de sus representaciones más frecuentes, como el insecto gigante de quien no sabemos en qué grado nos hemos enamorado. Pero queda, siempre, de manera más bien implícita, sin que sea preciso expresarlo la idea de que privados del contacto humano, estamos abocados al naufragio.

jueves, 10 de octubre de 2019

SEIS FORMAS DE MORIR EN TEXAS


Seis formas de morir en Texas
Marina Perezagua
Anagrama
Barcelona, 2019
281 páginas


En la narrativa de Marina Perezagua (Sevilla, 1978) existe una conciencia de saber que es capaz de superar los escollos literarios que se plantea, que son bastantes y suelen ser muy serios. Entre los libros de relatos, la potentísima novela Yoro y este Seis formas de morir en Texas, Marina tuvo que tomarse un respiro necesario a través de un homenaje al gran clásico, que también era una visión cáustica de la sociedad contemporánea, en Don Quijote en Manhattan; seguramente a que no siempre conviene estar enfrascada en un proyecto del que uno va saliendo, a diario, con el alma hecha un harapo a base de desgastarla en un ejercicio de empatía duro y arriesgado. Porque Perezagua se imagina en una situación compleja, al límite, dentro de la piel de un personaje mutilado, desesperado y sin la posibilidad de mover las piernas para salir corriendo, a la que se le plantea un conflicto de una dificultad estremecedora. Y lo va a resolver sabiendo que tiene que poner todo su buen hacer literario, estructural, de pulso, de recursos narrativos y de prosa, al servicio de ese estremecimiento. Conseguirlo a lo largo de casi trescientas páginas es algo que solo está al alcance de quien, sin duda, es una de las mejores escritoras vivas de nuestra lengua.
Sabemos que habrá una buena historia, un dilema que aprisiona el aliento: una chica ciega, de dieciséis años, asesina a su madre; su padre recupera la relación con ella, mientras está en el corredor de la muerte, y le hace la terrible de propuesta de entregarle su corazón, en el momento de la pena de muerte; la respuesta de la chica no puede ser menos complaciente, pues a cambio necesita las córneas de él para recuperar la vista, cuando todo lo que va a ver en los años que pasará en prisión está regado por luces de fluorescentes y limitado por paredes blancas. Desde el inicio, el narrador nos da cuenta de la brutal imaginación que tendremos que poner en marcha para seguir la historia o, para ser más exactos, el conflicto, pues Perezagua recupera la esencia de los clásicos literarios en ese sentido, vuelve a colocar el conflicto por delante de la trama. Y entra en el cuerpo del personaje, valiéndose de la literatura epistolar. La chica ha crecido y se ha ido formando culturalmente, hasta alcanzar una capacidad expresiva sorprendente y dotarse de una erudición, y de una serie de anécdotas más o menos científicas, que funciona encajándose en la historia central de forma atronadora. A través de las cartas que la protagonista envía a su padre, y algunas a una suerte de enamorado de origen chino, vinculado, no se sabrá cómo hasta el final con un toque de desesperanza metempsicótica, experimentamos cómo a ratos la vida sucede como un oficio, y en otros nos limitamos a la búsqueda de un sentido más o menos tierno, más o menos seguro. Lo importante, como en el personaje central de Yoro, vuelve a ser la creación de una nueva vida y de nuevo los cuerpos son los que generan los límites. La primera cárcel a la que nos enfrentamos, o que podemos vivir como tal, es un cúmulo de piel, huesos, carne y sangre, que no carece de imperfecciones.
Con este planteamiento, asistimos a la tortura de la espera y nos relacionamos con ella, ese aguardar al sacrificio propio, desde la esencia más humana de la bonhomía, o de su forma más sencilla de plantearla: eso que se conoce como generosidad. De cara a conseguir que suba de volumen el trance, se nos habla acerca de las aberraciones cometidas a cuenta del tráfico de órganos, que hasta incluyen extracciones en vivo, una cosecha que se practica, en la China retratada, a merced del odio a un colectivo indefenso y gracias a que la avaricia se ha apoderado del último recurso humano que quedaba en el planeta, nuestros cuerpos, que en la literatura de Marina Perezagua son nuestras almas. Con estos mimbres y estas intenciones, a las que responde con un trabajo encomiable y un talento para la escritura que deja en evidencia a tantos escritores contemporáneos, Perezagua vuelve a construir una novela que nos lleva a plantearnos la cuestión esencial: no importa de dónde venimos ni quiénes somos, pero deberíamos pensar hacia dónde vamos, aunque solo sea porque en este viaje no estamos solos, porque estamos acompañados de otros cuerpos, de otras sensibilidades, de otros sentimientos.

miércoles, 9 de octubre de 2019

LAMENTO LO OCURRIDO

Lamento lo ocurrido
Richard Ford
Traducción de Damián Alou
Anagrama
Barcelona, 2019
272 páginas


Inés Martín Rodrigo



 / ABC

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Cuenta John Banville (Wexford, Irlanda, 1945), amigo con derecho a roce literario de Richard Ford (Jackson, Misisipi, EE.UU., 1944), que las novelas que escribe como Benjamin Black, su alter ego negro, son un puro entretenimiento, una suerte de entrenamiento que le mantiene en forma para cuando llega la literatura seria, esas maravillosas novelas que firma con su verdadero nombre. Y algo parecido, si no lo mismo, le sucede al escritor estadounidense, con el que el irlandés comparte palmarés en los premios Princesa de Asturias de las Letras, a la hora de abordar ese mal llamado por algunos género menor que (no) son los cuentos. Sólo que la prosa de ambos es tan asombrosa, tan increíblemente precisa y preciosa, que hasta cuando se esfuerzan poco, o no tanto como cuando se entregan a una obra maestra, les sale un libro redondo.
El último ejemplo de las dotes literarias en este caso de Ford es «Lamento lo ocurrido», el regalo que ha querido hacer, en forma de primicia mundial (sólo se ha publicado en español) a su editor de cabecera en el mercado hispano, Jorge Herralde, con el que mantiene una estrecha amistad, para celebrar el medio siglo de la editorial Anagrama.

Cruzar el charco

El bueno de Ford, poco dado a los tumultos propios de las multitudes, no dudó en cruzarse el charco, en un viaje relámpago, para soplar las 50 velas junto con toda la pléyade de autores a los que Herralde convirtió en clásicos. Y hasta sacó tiempo para presentar el «librito» y dejar perlas como que parece «muy aburrido, pero no lo es». Ya lo creo que no. Si su objetivo, como reconoció, era tratar de encontrar «un subtexto de la vida americana estándar», puede estar satisfecho con el trabajo hecho. Cada uno de los relatos que componen «Lamento lo ocurrido» -nunca hubo título tan poco profético, dado el gozo lector experimentado-, desde esa maravillosa apertura que es «Nada que declarar», hasta el cierre, en todo lo alto -si el arranque, en un libro de relatos, es primordial, el punto final es más definitorio que en una novela-, de «Perder los papeles», es un tratado de cómo en la literatura, igual que en el día a día, lo extraordinario es lo cotidiano y los papeles (en este caso, irlandeses) principales son, en realidad, los secundarios.



Ay, el azar, cada palabra escogida, cada decisión tomada. No es baladí, y Ford lo sabe, igual que Paul Auster, con el que comparte mucho más de lo que ambos creen. En este «subtexto» tampoco falta la dosis de conciencia sobre la realidad de un país, EE.UU., que hoy es más pesadilla que sueño. Aunque todo venga de lejos, como se refleja en «Feliz», de todos los relatos, mi preferido: «Había que admitir que experimentaba cierta sensación de ser alguien que tan solo pasaba por allí. Pero aquello eran los Estados Unidos. Todo el mundo pasaba por allí. Tenía la impresión de que allí nadie se implicaba realmente en nada». Y, prepárense, porque se avecina nueva novela sobre Frank Bascombe.


viernes, 4 de octubre de 2019

LA TIERRA DE LA LLUVIA ESCASA

La tierra de la lluvia escasa
Mary Austin
Traducción de Eva Gallud
Volcano
Madrid, 2019
152 páginas

El desierto es el escenario simbólico de la soledad, una idea con la que conviven los textos de Mary Austin (Illinois, 1868 – Nuevo México, 1934), que respetan los textos de Austin, pero que, sin combatir, completan: cada rasgo que uno encuentra en el desierto, al contrario que en los lugares más poblados, es un rasgo de vida. Y esa señal cobra una intensidad que colma, una señal que, sin aturdir, nos llena los sentidos. El desierto es un lugar lleno de vida, lleno de pasado, lleno de historia, de una historia natural íntima, respetuosa, en la que el protagonismo recae en los arbustos, los pequeños animales o los actos de los indios, que jamás están destinados a cambiar la rotación del planeta. Se trata de criaturas y humanos sencillos, habitantes de un paisaje que les ha construido en lo que la propia Austin califica como “amable calma terrenal”.
Esta forma de participar de la tierra de la lluvia escasa surge cuando la autora se enfrenta al paisaje vacío, y encuentra que su música interior se apacigua y entra en armonía en esa suerte de soledad con todos los atributos que las diferentes culturas han ido colgando sobre lo místico. Vivir allí puede no ser fácil, pero tampoco es ingrato. El hombre, y Mary Austin es un ejemplo más de ello, se refugia en una esencia poética y simbolista. Alguno se atrevería a hablar de religión, otros de espiritualidad; sin duda, todos estarán de acuerdo en que el paisaje nos recuerda que es posible la realidad del alma. Se trata de un paisaje, en este caso el desierto de Estados Unidos, que permite ver al individuo, que permite dibujarnos y hacernos presentes como persona. De ahí esa voz lírica, y tan entera, sin complejos y sin extraordinarios giros literarios que aturdan, con la que Austin afronta cada uno de los cuadros de esta hermosa exposición.
El desierto se convierte, en sus palabras y a través de su mirada, en un maestro de la ética. Nos muestra que todavía estamos en condiciones de elegir que se nos ha dado la posibilidad de elegir bien, que es tanto como decir de elegir lo bueno: nada hay más libre que elegir la flor del cactus como el ser más hermoso de la creación. Porque la libertad es el concepto detrás del que vagan estos textos en los que se impone un misticismo al alcance de cualquiera de nosotros:
“No hay envidia del pan ni fervor fraterno. Los escritores del Oeste aún no lo han percibido; hablan mucho del sabor de la ilegalidad, pero tenemos estas pruebas para saber que no es malintencionada. Es puramente griega, en el sentido que representa el coraje para alejarse de lo que no merece la pena. Más allá, aguanta sin lloriquear, renuncia sin lástima por uno mismo, no teme a la muerte, no se tiene por grande en el esquema de las cosas”.
Austin habla, en los primeros años del siglo XX, de humildad, de un tipo de humildad que es universal y es eterno. No renuncia al conflicto y lo encara con la sabiduría de quien ha destilado de sus días y sus noches lo que de verdad importa, un sentimiento que, a falta de una palabra más apropiada, llamaremos amor. Aprende a encontrarse en el desierto, sabe reconocerse entre familias indias, cree que toda la esencia del verbo vivir cabe en el silencio de un zorro. Llega incluso a la peor versión del desierto, pero también allí encuentra una vertiente mística, contemplativa, en la que participa lo que hay más allá de lo humano, como si esa idea de Gaia -belleza, locura, muerte y Dios- fuera la única que nos salvará cuando consideremos, como tantas otras veces, que existir es una condena:
“Hará bien en evitar aquella cordillera incomodada por riadas cantarinas. Verá que todo lo ha abandonado excepto la belleza y la locura y la muerte y Dios. Muchas así hay al este y al norte de las Sierras medianeras, y disparan la imaginación con la idea de propósitos no revelados pero el viajero ordinario no trae nada de ellas salvo una sed intolerable”.

EL REFUTADOR


El refutador
Santiago Cobo Quevedo
Sloper
Palma de Mallorca, 2019
721 páginas


En el planeta en el que se mueve el protagonista de El refutador, existen los ególogos y los gestores de incertidumbres.
“Estamos hablando de los maestros de la manipulación, en todos sus niveles. La creación de apariencia. La verdad no existe. No existe la realidad. La identidad no existe. Eso son supersticiones de los clientes. Solo existe una mercancía: las apariencias. Y solo existe una esencia.”
Y esa esencia es el dinero. O al menos es el dinero mientras el mundo sea mera apariencia. Porque cuando se le despoja del disfraz de farsa, lo que Santiago Cobo Quevedo (Tomelloso, 1972) nos muestras es un lugar, el campo después de la batalla de su personaje, de su narrador, en el que campa a sus anchas ese sentimiento negro al que llegamos con frecuencia, la versión oscura de la dignidad: la humillación. Cuestionarse si ha sido humillado, si vive en ese fango, es el tema sobre el que orbita una narración que tiene mucho de teatro del esperpento y mucho de surrealismo.
El refutador es el sobrenombre, o el oficio, que adoptará el personaje un arquitecto al que han despedido de un trabajo que, como los sucesos en las novelas de Kafka, jamás se ha llevado a término. Refutador es una palabra que hace referencia a una labor como sicario, con lo cual, podemos imaginar, tras doscientas páginas de una puesta en escena un tanto surrealista, como si no existiera un plan previo, como si el texto se fuera descubriendo a sí mismo a medida que se va desplegando, el tono adquiere un matiz de novela negra. Pero no de una novela negra al uso, porque las referencias son inevitables, pero volátiles: de vez en cuando aparece alguna acción propia de matones de medio pelo para ambientarnos y, dándole a la novela un toque de género, ayudar al lector a quedarse anclado a la obra.
Cobo Quevedo se vale de frases cortas y con un tipo de glosa que no busca la exquisitez, ni el deslumbramiento, sino el contraste con esas frases contrarias a la glosa: su ímpetu está en desquiciar, en hallar asociaciones libérrimas, a veces geniales, a veces un tanto grotescas, teniendo en cuenta que el genio y lo grotesco no están reñidos. De hecho, cada vez que sentimos que el relato tiende hacia un humor absurdo, algo trasnochado en la línea nacional, pero que triunfó hace cincuenta años, se imprime a la narración una nueva tendencia hacia lo siniestro. Porque siniestro es, a fin de cuentas, recordarnos que todos somos hombres sin atributos, que la egología es una ciencia que debería existir, dado los problemas que mantenemos a la hora de conversar con nuestro narcisismo, es decir, con nuestra humillación. Ahí aparecen, de vez en cuando, referencias a un tutor castrante, a trabajos de poca monta, al nulo valor de la vida, a la delación sin culpa, al teatro de la vida, al humor vulgar pero cáustico del fanfarrón.
El mundo de El refutador es un lugar donde es inútil echar a correr, pero no es menos inútil quedarse quieto. En realidad, aunque la realidad no exista, es un lugar donde uno acelera sin moverse del sitio. De ahí esos diálogos que dejan la acción en el mismo lugar donde se iniciaron. De ahí esas digresiones sobre las experiencias que uno padece, sobre la experiencia que uno coge, y que no termina de aterrizar en nada. No hay conclusiones. Hay una suerte de reflexión, eso sí, sobre lo que en psicología se conoce como disonancia cognitiva, ese autoengaño por el cual torcemos la interpretación de lo que sucede, porque no existirá la verdad pero sí existen los sucesos, de modo que cuadre sobre nuestros prejuicios o, si ya llevamos suficiente carga de humillación a nuestras espaldas, sobre nuestra supervivencia, sobre el pilar de nuestra supervivencia que es un ego fraguado, aunque sea fraguado en el teatro.

jueves, 3 de octubre de 2019

CRAC


Crac
Jean Rolin
Traducción de Manuel Arranz
Libros del Asteroide
Barcelona, 2019
137 páginas

Jean Rolin (Boulogne-Billancourt, 1943) viaja a oriente medio por un doble motivo: el McGuffin, ese recurso para atrapar al espectador y que se plantea como el tema aparente, es la admiración por Lawrence de Arabia; la segunda razón, la real, es para comprobar que existe humanidad en el paisaje después de la batalla. En realidad, en un paisaje sobre el que no ha cesado la batalla en décadas. Como no ha cesado la admiración pausada, sana y digna que Rolin siente por T.E. Lawrence.
El resultado es un libro que rezuma sinceridad. Una crónica que sigue la ruta de Lawrence por las actuales Siria, Líbano, Jordania e Israel, que por entonces eran el polvorín del imperio otomano. Lo que podría haber sido un viaje de sueño, el sueño de alguien que quiere ser nómada, sentirse nómada, se convierte en una recesión de conflictos. Rolin se detiene en cada lugar para referir conflictos concretos, hechos, para hablar de personas y no de estadísticas, para recordarnos sucesos que pasaron desapercibidos y que no deberíamos olvidar. Mientras tanto, su propio viaje está trufado de malentendidos y contratiempos, nada graves, pues no parece un viajero dispuesto a que nada extermine su buen humor. Ni siquiera el miedo, dado que su aventura transcurre en tiempo de guerra, aunque a la guerra la vemos, de vez en cuando, como telón de fondo, como ruido de fondo. Pero condiciona el pasaje por el territorio, los peajes que debe sortear. Como ha venido condicionando, aunque a diferente volumen, cualquier paso por esta tierra en años.
Rolin menciona los problemas ocasionados por las fronteras y sus creaciones, por la ubicación de Israel y su expansión, por las diferencias casi balcánicas entre diferentes pueblos, aunque no se detiene en análisis políticos, porque nada debe empañar demasiado el hecho de que se centre en los lugares y las visitas que siguió Lawrence de Arabia. Quiere ver, y que veamos, lo que vio el arqueólogo británico. Hay una pequeña intención poética detrás de ese planteamiento. Si bien, el texto homenajea a los supervivientes enunciando sucesos, trágicos, duros, que son el sustrato sobre el que sobreviven los actuales habitantes de la región. Como lo es la colonización francesa, que no se molesta en tratar con paños calientes y que aparece de vez en cuando, con cierto espíritu de autocrítica.
Sobre los rastros que reconoce en un territorio castigado, como si lo hubieran arrasado dragones, Rolin construye un buen libro de viajes que refleja, con su fragmentación, la realidad de un territorio fragmentado.

martes, 1 de octubre de 2019

DÍAS, MESES, AÑOS


 Días, meses, años
Yan Lianke
Traducción de Belén Cuadra Moras
Automática
Madrid, 2019
114 páginas

La intuición de que la soledad no tendrá término, es, posiblemente, el gran miedo, de entre los miedos personales, que sobrecoge al hombre. La isla desierta dejó de ser un paraíso en manos de Daniel Defoe, que nos dictó que Robinson pasó las de Caín durante una estancia en la que lo peor fue no poder escuchar su propia voz. Los recursos a nuestra disposición para superar un trance de tal calado, son muy escasos y apenas dan para imaginar que al día siguiente puede haber un segundo de bondad que te permita justificar haber sobrevivido unas horas más. La maldición del solitario la supo interpretar Cormac MacCarthy, cuya literatura aturde de tanta potencia, en unos anuncios que podemos catalogar de postapocalípticos sin Apocalipsis previo.
Ahora llega a librerías este Días, meses, años, de Yan Lianke (Henan, 1958), que crea a un protagonista débil, un anciano, para enfrentarse a esa soledad sin aristas. Al terror individual se añade el social de la sequía. Que toda la tribu, toda la gente que ha sido tu sustrato se haya visto obligada a huir, a exiliarse, a dejarte atrás, dará lugar a un miedo que abarca no solo lo cósmico, lo divino, lo que no está en nuestra mano proteger, sino también lo humano. Supone gestar miedo a los hombres. La única compañía del anciano es un perro que ni siquiera puede ayudarle con la mirada. La supervivencia de ambos, que apenas pueden desplazarse, está en función de la población de ratones y el cuidado de una planta de maíz. El anciano afrontará la situación con un espíritu que nos lleva a preguntarnos qué necesidad tiene siquiera de mantener una brasa de dignidad. En realidad, ninguna. Y a pesar de ello, observa y cuida a las plantas respetando la belleza de un ser que nos permite alimentarnos y permite alimentar nuestros sentidos.
Lianke, al contrario que MacCarthy, trata la novela con el cuidado de quien ama a sus criaturas. Construye un texto hermoso, en el sentido en que son hermosas las alegorías, en el que nos recuerda que nuestro planeta, el planeta de los hombres, no es nada sin el mundo campesino. Y que el mundo campesino no es únicamente el del Beatus Ille ni el del Ángelus de Millet.