jueves, 31 de mayo de 2018

RECOMENDACIONES DE JUNIO EN SAL&ROCA


Sal&Roca junio 2018
  
El día en que nos quedemos sin mar y sin montaña

La esencia de esta sección es, precisamente, ofrecer una alternativa a nuestras salidas a escalar o a hacer surf. Y esta es la lectura. Por norma general, los títulos que buscamos son aquellos que nos pueden servir de consuelo cuando las condiciones no nos acompañan a la hora de hacer actividad. Entonces nos entregamos al mar y a la montaña a través de las experiencias de otros.
Sin embargo, llegando ya las fechas en las que las vacaciones están programadas o a punto de cuajar, nos hemos dado cuenta de que la mayoría de la gente que elige el viaje no se entrega a la sal y a la roca. Hoy hacemos referencia a esas otras aventuras, al viaje como representación de una porción de libertad.

1.- La ciudad
Bangkok
Lawrence Osborne
Traducción de Magdalena Palmer
Gatopardo
285 páginas

Tras azotarnos en El turista desnudo con su debate sobre lo que significa el viaje, tras reducir a cenizas lo que creíamos que era una experiencia de aventura, tras dejarnos claro que a fecha de hoy cualquier forma de viaje es una elección más o menos sofisticada de turismo, Lawrence Osborne nos presenta cómo ha dado solución a ese conflicto en su vida. Estudió en Cambridge y Harvard, pero decidió vivir en Bangkok, una ciudad caótica, llena de rincones en los que se reparte cualquier tipo de olor, cualquier esencia para los sentidos. ¿Cómo consigue alguien integrarse en una ciudad en la que siempre será un extranjero? Tal vez gracias a que ese es el estado definitivo de la sabiduría: ser extranjero en cualquier parte, incluso dentro del hogar. Así es como nos habla por igual de los habitantes como de los visitantes de la ciudad tailandesa. Una obra de un escritor con infinidad de recursos.
Los turistas viajan a Bangkok por muchas razones: una cita amorosa, una operación de cambio de sexo, una estancia en un hotel de lujo o simplemente por el hecho de desaparecer unos cuantos días. Lawrence Osborne viajó a Bangkok por la odontología barata. Una vez allí descubrió que podía vivir con unos pocos dólares al día. Y decidió quedarse. Osborne es un flâneur, se pasea por las calles de la ciudad, por los canales de la parte vieja, es un asiduo del restaurante No Hands, merodea por los barrios olvidados, los templos derruidos y los bares y clubs de alterne para mostrarnos un lugar vivo, febril, donde una antigua mezcla de la práctica budista y las nuevas costumbres sexuales ha terminado creando una versión de la modernidad que poco tiene que ver con Occidente. Como los perdedores de las novelas de Graham Greene, Osborne quizá llegó hasta Bangkok para dejar atrás su vida, tal vez porque Bangkok es una ciudad que no se parece a ninguna otra, por encarnar una nueva, fantasmagórica, y en gran parte aún inexplorada forma de vida.

2.- El río
La serpiente líquida
Alfonso Domingo
Punto de vista
404 páginas

Es el río, sí, pero no un río cualquiera: es el Amazonas. Eso supone que es el bosque de ribera, sí, pero no un bosque cualquiera: es la selva. El sueño del Amazonas sigue vivo porque junto con buena parte de los polos y del Sáhara, es de los pocos territorios absolutamente inhóspitos sobre el mapa. A diferencia de los otros dos paisajes, en el Amazonas la vida sobrepasa los límites de cualquier capacidad de integración. Pero en este caso, debemos decirlo, Alfonso Domingo se centra en su profesión. No se olvida para nada del relato, pero es etnólogo y antropólogo. Así pues, él sí decide ser un extraño, pero intenta no ser un intruso. Una combinación casi imposible de equilibrar en un viaje. Nuestro autor segoviano pone todas sus mejores intenciones en lograrlo.
Los chamanes del Amazonas tienen razón: todos los grandes ríos son viajes iniciáticos. A través de la cuenca del río Amazonas –serpiente líquida que atraviesa Ecuador, Perú, Colombia y Brasil– se pueden realizar múltiples viajes. Mientras se desciende por el río más largo y caudaloso del planeta, se escucha la sabiduría selvática de chamanes y curanderos, que diagnostican y sanan enfermedades del cuerpo y del alma. Reino del agua en el que se siente el poder de las plantas, el Amazonas es un mundo cambiante donde nada es lo que parece. Los hitos los marcan los chamanes y las plantas maestras, sobre todo la Ayahuasca, "la soga de los muertos". Este libro es un repaso por los sueños que estas tierras míticas han producido siempre en el ser humano: desde las indias guerreras del Amazonas y el oro en la época de la conquista española hasta las fiebres del proceso extractivo de los metales preciosos, el caucho, el petróleo o la incidencia del narcotráfico. Gracias al contacto con los habitantes del Amazonas se toma el pulso a la realidad diaria y a las bondades y problemas derivados de vivir en el almacén de agua dulce más grande del mundo, un ecosistema único y prodigioso.

3.- La carretera
Carreteras azules
William Least Heat-Moon
Traducción de Gemma Deza Guil
Capitán Swing
615 páginas

Si nos proponemos enumerar todas las obras que ha provocado la carretera de Estados Unidos, desde Kerouac a Steinbeck, nos quedaríamos sin espacio. La carretera es una forma de abandonar la civilización sin apartarse de ella. A no ser que uno opte por carreteras secundarias y hasta por pistas forestales. Este género también está al alza en nuestro país. Pero mientras en España se refleja una vida crepuscular, la experiencia de William Least Heat-Moon nos recuerda más a las crónicas de la América profunda, ese pozo de gente que vive en caravanas pensando que son clase media y que si el día de las elecciones les cuadra ir a votar, es posible que entreguen su voto a un candidato al que poco podemos querer. Que los norteamericanos intenten explicarse, intenten explicar a sus propios vecinos, es ya un género literario. Y para ello se precisa de la carretera, en un país donde las grandes industrias acabaron con los servicios públicos de transporte.
Tras haber perdido su trabajo y a su esposa —después de un matrimonio fallido—, William Least Heat-Moon llega a un punto de inflexión en su vida y decide coger su camioneta y realizar un viaje de 13.000 millas por carreteras secundarias, llamadas «Blue Highways» porque aparecían dibujadas en azul en los mapas antiguos de Estados Unidos. Aclamada como una obra maestra de la literatura de viajes norteamericana, Carreteras azules, más que una simple novela autobiográfica, es un viaje inolvidable a lo largo de los caminos de Estados Unidos, que se adentra en las ciudades y pueblos norteamericanos menos conocidos, así como en las personas que habitan estos parajes. William Least Heat-Moon, un autor de la talla de Kerouac, según el Chicago Sun Times, partió con poco más que la necesidad de poner su casa detrás de él y un sentido de curiosidad acerca de «esos pequeños pueblos que aparecen en el mapa, si es que lo hacen, solo porque algún cartógrafo tiene un espacio en blanco para rellenar». Lugares como Remote (Oregón), Simplicity (Virginia), New Freedom (Pensilvania), New Hope (Tennessee), Why (Arizona) o Whynot (Misisipi). Sus aventuras, sus descubrimientos y sus recuerdos de las personas extraordinarias que encontró en el camino son toda una revelación de la verdadera y profunda cultura vial estadounidense.

4.- La guerra
Guerrillas
Jon Lee Anderson
Traducción de María Tabuyo
Sexto piso
336 páginas

Traemos este libro por la calidad de las crónicas de su autor. Con eso es suficiente como para que figure entre las recomendaciones. Jon Lee Anderson se maneja en el periodismo como si hubiera nacido para contarnos los reportajes de guerra con un talento parecido al de García Márquez para la prosa. Así pues, esta es nuestra última iniciativa hoy. Sabemos que no son muchos los que se entregan a ella, y sabemos que admiramos a los pocos que lo hacen. Pero ahí está, el viaje al conflicto, el reportaje, el valor que tienen unos pocos a los que tendríamos que tratar con reverencia, pues de no ser por ellos, apenas conoceríamos lo que sucede. Y siempre es mejor saber, mucho mejor que la técnica del avestruz, que, al fin y al cabo, deja el culo expuesto al viento. Para leer Guerrillas ya hace falta valor. Os animamos a tenerlo.
Si bien en la actualidad a todo aquel dispuesto a llevar a cabo actos violentos para protestar por el orden de cosas existente se le califica, casi universalmente, de terrorista, hace apenas medio siglo la figura del guerrillero era el símbolo por antonomasia de la lucha para la transformación de la sociedad por la vía armada. Más allá de su éxito específico para tomar el poder en Cuba, la revolución del Che y de Fidel sirvió de inspiración para cientos de movimientos a lo largo y ancho del mundo, la enorme mayoría de los cuales no consiguió su objetivo último. Sin embargo, como muestra todavía la resistencia zapatista en el sureste mexicano, el poder simbólico en el imaginario colectivo puede trascender ampliamente el impacto concreto de la lucha armada.

En este libro clásico sobre el fenómeno de las guerrillas, Jon Lee Anderson aborda con su habitual minuciosidad y claridad uno de los fenómenos cruciales para comprender la historia de la segunda mitad del siglo xx. Para realizarlo, viajó para conocer in situ y de primera mano las realidades de los muyahidines de Afganistán, el fmln de El Salvador, el Ejército de Liberación Nacional Karen de Birmania, el Frente Polisario del Sáhara Occidental, y células palestinas que lu­chaban contra Israel en la Franja de Gaza. Independientemente de la suerte 
experimentada por los distintos movimientos guerrilleros, el aliento que recorre su investigación es «comprender qué es lo que motiva a la gente común para ir a la guerra, para tomar la decisión consciente de matar y morir por un ideal que existe, al menos al comienzo, tan sólo en sus cabezas. Me pareció que el primer paso era el crucial, pues implicaba el cruce de una línea invisible, hacia un territorio en donde la muerte, y no la vida, era la principal certidumbre».

miércoles, 30 de mayo de 2018

ROHINYÁ

Fuente: eldiario.es


El gran éxodo del pueblo rohinyá desde Myanmar, país que le niega hasta la nacionalidad, comenzó hace casi un año, aunque las razones de su marginación tienen raíces antiguas y múltiples facetas, que el periodista Alberto Masegosa analiza en su libro "Rohinyá".

"El drama de los innombrables y la leyenda de Aung San Suu Kyi" es el subtítulo del libro, publicado por Catarata y lanzado durante la Feria del Libro de Madrid, en el que Masegosa, delegado de Efe en el sudeste asiático con sede en Bangkok, analiza además la figura y papel en la crisis de la nobel de la Paz, consejera de Estado y jefa de facto del Gobierno birmano.


Los rohinyá, de credo musulmán, son un caso extremo del que "quizás sea el mayor problema de la actualidad, la desesperada migración de pueblos en busca de supervivencia", dijo Masegosa a Efe.
Se trata de un pueblo "pobre, marginado y perseguido por su identidad", pero además cuenta con un factor que le hace único, no tiene nacionalidad. "A los rohinyá nadie los quiere".
Con un ágil lenguaje periodístico y una prolija documentación, Masegosa se adentra en los complejos motivos históricos, religiosos, y étnicos que hace casi un año llevó a la huida de unos 700.000 rohinyá a Bangladesh.
Pero "Rohinyá" comienza hablando de la "Señora", que no es otra que Suu Kyi, una de las piezas, junto al Ejército birmano, del drama rohinyá.
Masegosa analiza los orígenes y la figura política de la jefa de facto del Gobierno birmano, de "quien nadie se esperaba algo así", una persona "cuya lucha pacífica contra la autocracia militar le había ganado un prestigio universal" y que "ha sido capaz de consentir que un drama humanitario de esas dimensiones tenga lugar bajo su mandato".
Además duda de que cambie de actitud ante los rohinyá, cuya persecución le ha dado "mayor popularidad entre las mayorías de su país -la religiosa, la budista, y la étnica-", de cuyo apoyo depende para ganar las próximas elecciones y, además, "tiene las manos atadas por el Ejército".
Da la impresión -apunta- de que la élite birmana, de la que forma parte Suu Kyi, "se ha quitado de encima un problema al que no ha sabido dar solución política en los setenta años de independencia. La solución que ha encontrado no es resolverlo sino extirparlo de forma brutal, y sacarlo fuera de las fronteras del país".
Un éxodo que comenzó el 25 de agosto del 2017 -el día del 'big bang' como lo llama el periodista-, tras un ataque de un grupo insurgente que sirvió de espoleta para una represión del Ejército en el estado occidental de Rakáin, hogar de los rohinyá desde hace siglos y que fue calificado de "limpieza étnica" con indicios de "genocidio" por la ONU.
Bangladesh acoge a los rohinyá, con los que comparte religión musulmana y etnia bengalí, pero es uno de los países más pobres y poblados del planeta, sin medios para satisfacer las necesidades de su población. Es -dice Masegosa- "una bomba de relojería que puede estallar con cualquier detonante".
Ambos países acordaron un repatriación que ahora está paralizada y que el periodista no cree que vaya a ser "masiva". Además los huidos "no están dispuestos" a volver a Birmania, donde solo quedan unos 300.000, si no se les garantiza seguridad y se les reconoce sus derechos, "lo que ahora mismo es impensable".
La crisis ronhinyá tampoco ha logrado una implicación fuerte de la comunidad internacional pues "es un problema absolutamente marginal para las grandes potencias de Occidente, ya que no pone en peligro ninguno de sus intereses esenciales" y tampoco los gigantes asiáticos -China e India- "se van a involucrar de manera decisiva".
El origen del problema es "más étnico que religioso", los rohinyá "conservan una identidad étnica que les distancia tanto de la mayoría budista como de sus correligionarios musulmanes, que les acusan de pretender ser 'diferentes' del resto de creyentes del islam".
Mirando al futuro, considera que "la diáspora se va a extender aún más" y que el destino de los rohinyá será el exilio, aunque la incógnita es saber si su acerbo "acabará diluyéndose en los países de acogida, o serán capaces de conservar su identidad.
Carmen Rodríguez

lunes, 28 de mayo de 2018

LA CATEDRAL Y EL NIÑO


La catedral y el niño
Eduardo Blanco Amor
Libros del Asteroide
Barcelona, 2018
495 páginas

Dividida en tres partes, como una sinfonía, la catedral del niño salta por encima de los años de aprendizaje para mostrarnos cómo ha evolucionado el protagonista desde la infancia a la primera madurez. Lo que relata afecta, sí, a la educación sentimental, pero las elipsis son la parte más demoledora, aquella en que el personaje tiene que aceptar. En la primera su desarraigo, el momento de la despedida, que ejerce de manera automáticamente voluntaria, es decir, porque la alternativa, permanecer en la aldea, es mucho peor a lo que sea que se le venga encima. En la segunda porque se obvia el movimiento, de nuevo, entre ese quitarse el peso de los años de internado, para aceptar su retorno a la aldea, un lugar donde la catedral, figura alegórica, parece ocupar más espacio que el resto de las casas de la tribu. La estructura, en ese sentido, nos recuerda a la obra maestra de Julián Ayesta, Helena o el mar del verano. Pero mientras Ayesta reducía delicadamente a los huesos unas supuestas memorias, Eduardo Blanco Amor (Orense, 1987 – Vigo, 1979) sigue otra escuela, la del barroco. Y lo hace de una manera espectacular. La lectura de esta novela nos reconcilia con el estilo, con el exceso de estilo, y le da sentido a su uso. En el prólogo Andrés Trapiello menciona a Valle Inclán, el escritor que definió la literatura española del siglo XX, y menciona a Clarín. Obvia a Gabriel Miró o a Azorín, escritores que en la distancia de la novela no demuestran poseer los recursos de Blanco Amor.
Se trata, pues, de una recuperación que agradecemos, y mucho. Detrás de todo ese operativo prosístico están los personajes y las situaciones que podríamos llamar costumbristas. Pero incluso las más duras están tratadas con un estilo en el que no existe el daño, el rencor o la malherida. La prosa sirve para reconciliarse. Es un proyecto estético en el que se involucra Blanco Amor con intenciones humanas, no divinas. Escribe con todo el diccionario y recupera palabras que nos resultan familiares, a pesar de que jamás las habíamos escuchado. Prima la precisión entre todo este enredo de adjetivos y adverbios, de metáforas sobresalientes, de frases tan musculadas como elásticas.
Y mientras tanto el niño inocente, el niño querido por el autor, tanto como para ser la voz del recuerdo, aprende a sobrevivir con una madre sola: “Se diría que el sufrir sin eco ni reacción visible era su manera normal de existir; nunca pude imaginármela entregada al goce de los sentidos o a la carcajada abierta, ni tampoco al grito airado o a la irrupción brusca en el alma de los demás, ni aun en esos momentos en que un gesto extremo puede decidir el rumbo de las cosas y resolver su indecisión”. Hay un padre, sí, pero que les ha abandonado en favor de otra familia, un energúmeno al que el protagonista será capaz de hacer frente en la tercera parte de la obra, pero que en la infancia se ve sometido. Como se ve sometido a todos los hábitos de la miseria social, de la farsa social, representados, en buena medida, en la catedral y lo que se extiende desde la catedral hasta los rezos privados en la oscuridad de las camas.
Así es Auria, la ciudad ficticia donde habita nuestro protagonista, una sociedad “regida por beatas, por funcionarios del reino, por curas ignaros y por traficantes venidos a más”. Una ciudad arquetípica de la primera mitad del siglo XX español, que apenas cambió sus normas heredadas del siglo anterior. La huida hacia el internado, el interludio, le llevará a conocer el precio del compañerismo y todo su buen sabor. El sentido de la amistad crece y madura, y de él se valdrá en su regreso a una ciudad que permanece tal y como él la abandonó años antes. Apenas es capaz de modificar algo en su familia y de reconocer el amor, incluido el homosexual. El resto, sigue el teatro propio de la época, con su lucha entre progresistas y conservadores, rancia y un tanto falsaria, que apenas conduce a nada dado que vive entre gente cuya única intención es tener la razón, y para ello se valen de cualquier recurso, desde la violencia a la autocompasión, pasando por la retórica. Blanco Amor comenzó tarde a escribir prosa y solo nos dejó cinco novelas, tres en gallego y otras dos en castellano. Es una lástima. Por ahora, lo que podemos hacer es esperar un tiempo y volver a leer esta La catedral y el niño, pues es una de esas novelas a las que podemos abordar en más de una ocasión.

SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA


Siempre es difícil volver a casa

Antonio Dal Masetto

Tropismos
Salamanca, 2004
223 páginas
15 euros

Tremendo. La verdad es que después de leer esta novela, uno piensa que lo mejor es no moverse de casa. Aunque uno sea el mismísimo Diablo. La trama es bien sencilla: a una población pequeña, en la que todo el mundo parece conocerse, llegan cuatro tipos con matices siniestros, que vienen de quién sabe dónde con intenciones de robar el banco; un mal tropiezo da al traste con el robo y entonces se inicia el hostigamiento hacia ellos, una persecución inmisericorde sin visos de sentimiento alguno. Sin embargo, ante esta trama y una estructura lineal, también sencilla en apariencia, Dal Masetto recurre a unos cambios de registro que el lector apenas percibe hasta que ha acabado la novela y la revisa en la memoria. Lo que empezó como unos cuadros de movimientos de personajes en los que no dejan de entrar y salir personajes, con una sucesión de frases cortas en las que cada una contiene un dato para así conferir realidad a la situación, en una relación de gestos ejecutados mecánicamente, da pie a un robo y un acoso que tienen lugar a toda pastilla, y de ahí a una serie de secuencias paralelas en las que el lugar se enquista un tanto para los cuatro personajes cuando se creen escondidos, terminando en un escalonamiento de desenlaces pavorosos.
Dal Masetto hace funcionar a la perfección los recursos característicos de la novela negra, como los seres sin rostro –sinónimo de que se desconoce su pasado pero se intuye turbio-, el lugar aislado donde cualquier cosa con que nos vayamos a topar será posible, los diálogos irónicos y veloces, las secuencias de sexo, y una cáfila de personajes de lo más variopinto –ingenieros, curas, desengañadas, vagabundos, médicos, jinetes, ancianos, niños, bebedores, monjas, ciegas-, cada uno más grotesco que el anterior, en una propuesta de juego con el lector quien se ve tentado a ir colocando adjetivos para definir a esta caterva que es la verdadera protagonista de la novela. Pues el ser central de la narración es Bosque, la población, que reacciona ante los ataques como una hermosa planta carnívora que levanta sus defensas y saca a flote su veneno para devorar a las avispas y no dejar de ellas ni los huesos. Bosque es un lugar impermeable, endogámico y de una violencia latente peligrosa para quienes la ignorar. Lo mejor, como hace una de las mujeres encerradas de forma absurdamente claustrofóbica en la ciudad, es adaptarse a sus exigencias.
Una cosa más: Dal Masetto sabe escribir con muchos registros, como demuestra en ciertas transiciones en las que nos ayuda a descansar de la rapidez narrativa gracias a cuadros, recuerdos o sensaciones que podrían estar junto a la mejor prosa de Onetti.

Fuente: Tribuna/Culturas

jueves, 24 de mayo de 2018

Y LLOVIERON PÁJAROS


Y llovieron pájaros
Jocelyne Saucier
Traducción De Luisa Luciux Venegas
Minúscula
Barcelona, 2018
187 páginas

¿Qué harías si a los ochenta se repitiera la crisis de la mediana edad y tuvieras que tomar una decisión junto a tus dos mejores amigos? Entre los tres casi sumas la salud suficiente como para apartarte del mundanal ruido y formar una sociedad que apenas precise de lo externo para sustentarse. Un poco de trabajo propio, el dinero de las pensiones y lo que se consigue gracias a una plantación de marihuana, les bastaría a estos individuos, que habitan en un lugar por donde no pasa ninguna carretera, en mitad de un lago. Eligen ser desconocidos para huir, esconderse y saberse algo imprescindible como para sentirse libre, que es valerse por sí mismo. Pero la edad no perdona y uno de ellos ha fallecido. Como tampoco perdona la superpoblación, y hasta donde ellos habitan, tras un hotel fracasado y las lanzas del bosque, también arriban otras personas. Una chica que se dedica a la fotografía o una anciana que presume de haber superado los cien años, una arrogancia que sustituye a la juventud, transformarán ese retiro, esa forma de retiro que ha sido tratada por varios autores. Dado que los primeros capítulos están narrados desde el punto de vista de alguno de los personajes, las voces se alternan y nos pueden recordar a Faulkner o a Mac Carthy, pero también a Svevo o a Musil. De todos ellos bebe este tratado sobre la soledad, la vejez, la muerte y el crepúsculo.
Conocemos parcialmente a estos personajes, de forma fragmentada. La estructura sirve para crear leyendas, dado que nos tenemos que imaginar lo que no ven los otros, pero también para crear confusión e intriga, pues al último momento de una vida, que es el que se supone que ellos están padeciendo, se le atribuye la calidad de la congelación. Y, sin embargo, hay movimiento. Sirva como ejemplo los fenómenos atmosféricos que les obligan a tomar decisiones, pues son extremos: las heladas del invierno, las tormentas y aguaceros, y, aunque no se trate de un fenómeno atmosférico, el fuego que consume el bosque. Y también está el amor o el desamor, o lo que sea que sustituye al amor. Cuando llegamos a estos capítulos, el narrador ya no participa de la acción. Es un observador de la pequeña comunidad en la que participan dos ancianos y dos mujeres que rompen la serena e inútil estabilidad en la que pusieron la fe los protagonistas. Una alejada de ellos por varias generaciones, la otra, al parecer, procedente de un manicomio.
Hay más habitantes en este remoto rincón del mundo. Hay algún fantasma de algún antiguo morador, superviviente de la catástrofe de los fuegos, y sus hijas gemelas. Y todo con una intriga que basta para que la fotógrafa se empeñe en hacer de sus disparos un museo, como si lo que nos describiera no es algo que es posible que suceda en la actualidad, sino que haya existido en el pasado, y de lo que apenas podamos ver reflejada alguna estampa. Un conocimiento parcial en el que no sabemos qué es lo que existe y qué es lo que pudo haber sido. Una novela en la que, en definitiva participará la imaginación del lector.

miércoles, 23 de mayo de 2018

KABUL

La historia de los humildes

Afganistán es un caos. En la actualidad, no hay reportero que se arroje al país sin un ejército alrededor. De hecho, ni siquiera el ejército extranjero patrulla ya el país. Aun así, Ramón Lobo sigue practicando ese periodismo que consiste en mancharse de polvo los zapatos.

En una mala película de acción, el mafioso, dispuesto a ayudar al policía acorralado por una manada de gente armada, al verle recurrir a pastillas para combatir la ansiedad le dice: “Hay dos formas de morir: sintiendo lástima de uno mismo o sin sentirla. Ya veo cuál has elegido”. Vivir, no es una idea nueva, es ir muriendo poco a poco. Es la obligación de renacer con cada mañana o cada momento. Es soportar aquello que pensamos que no podríamos cargar sobre nuestros hombros. Vivir es ser Atlas, el gigante que sostiene el universo. Como Atlas, todos nos romperemos por el eje. A no ser que la situación en que vivamos nos invite a rompernos antes, a hacernos migas, a atomizarnos, a desvanecernos, a licuarnos o cualquier otra forma de perder la consistencia que nos hace humanos. La argamasa con la que se adhieren los pedazos de carne, sangre y espíritu que somos, la que nos da consistencia, humanidad, sensibilidad y el orgullo necesario como para no doblar el espinazo al menor contratiempo, se llama dignidad. Cualquier buen relato versa, necesariamente, sobre la dignidad. El mafioso le increpaba al policía para que se mantuviera digno y sí, el final de la batalla no fue injusto con ellos.
Kabul
Peretz Paternsky, Flickr.
Estos Cuadernos de Kabul nos llevan a la trastienda de la guerra, donde la dignidad no es privativa de los soldados. Afganistán es un caos. En la actualidad, no hay reportero que se arroje al país sin un ejército alrededor. De hecho, ni siquiera el ejército extranjero patrulla ya el país. Un recinto próximo al aeropuerto es todo lo que queda de la intervención de países que mandaron batallones guerreros y, tras ellos, al otro ejército, el humanitario, junto con las empresas que se enriquecieron extrayendo todo lo que pudieron en el menor tiempo posible, como si Afganistán fuera una mina efímera. Pero allí siguen viviendo estos personajes que nos revela Ramón Lobo (Venezuela, 1955), uno de los corresponsales de guerra más honestos que ha habido. Sus visitas a Afganistán se ubican en el tiempo en que la intervención trataba de mantener la farsa de la creación de un estado democrático. Mientras los demás periodistas informaban sobre maniobras políticas o atentados militares –porque de atentados calificaban los ataques bélicos contra las tropas occidentales–, él quiere conocer Kabul y a los habitantes de Kabul. Quiere saber cómo hacen para mantenerse dignos y, para ello, trata de ejecutar algo tan imposible como es no sentirse intruso. En Kabul se identifica a un extranjero, aunque se trate de una mujer cubierta con el burka.
Mientras nos habla de los niños y los barberos, los que cuecen el pan o venden zumos, los escribanos, las patatas o la voz del político minoritario que ha instalado su despacho en una carpa abierta junto al parlamento, da cuenta de cómo ejerce su profesión de corresponsal. Cuando otros se limitan a informar desde las celdas de los grandes hoteles, a través de los comunicados de prensa que reciben, él quiere conocer a las personas, porque está convencido de que el oficio del cronista es mejorar la sensibilidad del lector, ponerla al día, ampliarla. Por eso maldice los tópicos que se han vertido sobre el conflicto en Afganistán y sobre el oficio que ejerce. “El periodismo es mancharse de polvo los zapatos”, dice. Y para ello hace falta mucha humildad. Este es un libro sobre las personas a las que la injusticia y la opresión les niega el derecho a protagonizar su propia vida, y a pesar de ello sostienen con dignidad un universo sobre sus hombros.

Fuente: La línea del horizonte

lunes, 21 de mayo de 2018

DALVA


Dalva
Jim Harrison
Traducción de Esther Cruz Santaella
Errata Naturae
Madrid, 2018
475 páginas

“Recordé algo que mi abuelo me había dicho al encontrarme después de mi paseo por los montes en el ramal más alejado del Niobrara: que todos debemos vivir con una medida completa de soledad ineludible, y no hemos de hacernos daño con la pasión por escapar de ese aislamiento”. Es inevitable comenzar una reseña de esta novela con esta cita, más aún teniendo en cuenta que el Niobrara es un río y que el agua, a lo largo de la obra, está tratada con la reverencia de la materia con la que se nos bautiza, con la materia de la que venimos, de la que estamos hechos, con la materia que nos da nombre. La presencia del agua es escasa en muchos de los paisajes de la obra, sobre todo en los que transcurren en Nebraska. De hecho, son granjas y ranchos de Nebraska, ubicadas en medio de una interminable desolación, de un paisaje deshabitado, lugares que carecen de agua fácil, donde la protagonista, Dalva, intenta construir algo que le suponga poner el suelo bajo los pies. Una granja, sí, pero también enamorarse. Cómo dirigir una granja y cómo orientar al corazón, son los temas que la aturden. Con apenas la mayoría de edad cumplida, Dalva tuvo un hijo al que no pudo ver el rostro, pues fue dado en adopción. Las carnes estarán abiertas siempre. Busca terapia en el trato con los caballos, que le resulta más sencillo que el trato con la gente. Busca su lugar en el mundo y apenas encuentra unas pocas personas en las que confiar.
Es ella quien comienza narrándonos su deambular, sin apenas moverse del sitio, pues el verdadero vagabundo no necesita sumar kilómetros sino experiencias. Las de Dalva se caracterizan por la sensualidad y por la emoción. Y por el mestizaje, siendo ella misma en parte india. Intenta abrirse camino en un mundo de vaqueros y duerme en el monte como uno más de ellos, oyendo al coyote y cuestionándose tanto su identidad como la de los personajes masculinos a los que iguala. Su voz dará paso a la de un académico, también mestizo, que será su amante. Este nos pondrá al día sobre la investigación antropológica acerca de los sioux. Es un urbanita que conoce el campo a través de Dalva: la agricultura, las llanuras y la cuestión india tal y como está en la actualidad. Nada que ver con sus apuntes tomados de diarios con más de cien años de caducidad: diarios de misioneros, o textos dictados por algún indio en tiempos remotos. El tipo es hipertenso y alcohólico, es decir, con escasa posibilidades de fraguar una verdadera relación de amor con alguien que se ha hecho su camino sin pensar en los complejos, como es Dalva. Por su parte, él parece no haber superado ninguno.
La voz vuelve a su origen, a Dalva, y a la búsqueda de identidad, a las crisis de crecimiento. Revisa su pasado y viaja hasta el mar. Pero lo que más le interesa es el alma. Mantiene conversaciones llenas de ingenio y equipara la ciencia con la observación de la naturaleza. Ambas situaciones son alimento para el espíritu en un mundo hedonista, en el que lo que prima son las seducciones. Ella quiere saber lo que supone sentir y se ve superada por el exceso de sensaciones cuando la llega a los oídos que su hijo está vivo, que sabe de su existencia y que la está buscando. La esperanza de conocerle cubre cualquier otra ilusión, empequeñece hasta su propio viaje interior y la terapia de las grandes llanuras. Desconocemos si Jim Harrison (Michigan, 1937 – Arizona, 2016) se inspiró en alguien para crear este personaje, pero nos gustaría pensar que así fue, porque merece la pena conocer a Dalva.

EL FERROCARRIL SUBTERRÁNEO

El ferrocarril subterráneo

Colson Withehead
El viaje hacia el sur es el viaje hacia la felicidad, hacia el mar y el sol, hacia el tiempo de gracia que a cuentagotas nos ofrece la existencia. Por su parte, el viaje hacia el norte es el viaje hacia la libertad, hacia el desahogo económico, hacia la democracia, sea lo que sea ese término. Los dos viajes son en canal y por tanto comparten algo de sentido, pero alteran la dirección hacia polos opuestos. Esta novela, que se ha hecho con un buen puñado de premios, es un viaje hacia el norte. Por regla general, ese viaje clandestino hacia la libertad es oscuro o sucede durante la noche. En este caso,Colson Whitehead (Nueva York, 1969) sustituye la oscuridad de la noche por el viaje subterráneo. Sustituye las estrellas por la claustrofobia. Se imagina un ferrocarril pequeño que recorre unos túneles bajo el mapa del este de Estados Unidos. A ese ferrocarril solo tienen acceso los esclavos del sur, que se dirigen hacia el norte, sin que tengan la oportunidad de elegir qué parte del norte les tocará en suerte, pues el ferrocarril vagabundea sorteando las zonas de conflictos. Los diferentes ramales cumplen la función de improvisar para eludir a las patrullas que capturan a los cimarrones.

La pregunta que sobrevuela la obra, es en qué consiste un sistema que se sostiene permitiendo ese tipo de obra y ese tipo de caza, cuáles son los fundamentos económicos para que el país se desarrolle gracias a que a los cimarrones se les permite huir sin destino, una metáfora más de la crueldad de la holgura que se permiten los esclavistas. Tal vez porque quienes acuden al ferrocarril subterráneo pasan por los paisajes después de la batalla, y por tanto no pueden obtener ningún beneficio. La destrucción revoca también el futuro y con él las ilusiones. Whitehead redacta la novela como una relación de sucesos, que incluyen capturas y liberaciones, manipulaciones por parte de cada persona que interviene.
La protagonista de la huida es, en este caso, una mujer marginada incluso por los de su raza, una mujer al borde de la locura o de la rebeldía patológica. Y aquí se termina la parte que se corresponde a la imaginación de la novela. El resto es testimonio sobre la crueldad y la estupidez, que en ciertos momentos de la historia, han sido puros hábitos, lo normal, lo cotidiano. La mutilación, la violación o el asesinato de esclavos es algo que hemos visto reflejado en sucesivas narraciones. Whitehead no rehúye de los tópicos: la fuga, los engaños, los cazadores, el blanco bueno, las patrullas tipo Ku Klus Klan, etc. Recopila, eso sí, de otras fuentes escenas semejantes a, por ejemplo, los santuarios de descanso donde se refugian los emigrantes que cruzan México de sur a norte, o el hombre con el collar de orejas que nos remite, por ejemplo, a Cormac MacCarthy, aunque a Whitehead le falta la pegada que tiene el ya clásico americano. Luego regresa a las escuelas para negras analfabetas, a la abuela compasiva, a los ladrones de cadáveres y a las imágenes más escabrosas de las matanzas.
En buena medida, uno tiene la impresión de que Whitehead podría haber arriesgado más. Pero también es cierto que ateniéndose a lo que todo el mundo conoce, vuelve a reclamar la lucha por los derechos humanos y esa afrenta sin fin que es la privación de la dignidad, algo frente a lo que probablemente muchos prefieran la muerte.

jueves, 17 de mayo de 2018

ESCRITOS SOBRE NATURALEZA


Escritos sobre naturaleza
John Muir
Traducción de Ernesto Estrella Cózar y Carlos Estrella Cózar
Capitán Swing
Madrid, 2018
402 páginas

“Aquí arriba no hay dolor”. En realidad, ese es el proyecto de John Muir (Dunbar, Reino Unido, 1838 – Los Ángeles, EE.UU., 1914), y sus escritos no son sino parte de su proyecto. Que alguien tenga un proyecto de vida en el que busque el lugar donde no hay dolor para mostrarlo a los demás, es tan loable como hermoso. Es ingenuo. Lo que ocurre, hablando ya en términos de escritura, es que todavía nadie ha estudiado y sabido valorar la ingenuidad como criterio artístico, divulgativo, literario. Se trata de uno de los parámetros con los que resulta más fácil acertar a la hora de definir obras maestras. La ingenuidad está presente en cada línea de El Quijote y de Alfanhuí, en Hamlet y en la familia que protagoniza Mientras agonizo. Mientras otros se enzarzan en buscar tres o cinco pies al gato, en vanguardias, transvanguardias y metavanguardias, en rizomas y géneros híbridos, en posiciones de alto copete intelectual, en digresiones que no harán del mundo un lugar mejor, la ingenuidad nos ayudará a soportar el peso de la vida y la literatura es uno de los cauces a través de la que vivirla.
“Poco pueden decir a aquellos que nunca han visto un ámbito salvaje como este ni han aprendido a leerlo como el que aprende un idioma. Aquí arriba no hay dolor, no hay horas vacías y grises, no hay miedo al pasado ni temor hacia el futuro”, dice John Muir, desde lo alto de una montaña. Comenta Robert Macfarlane que Muir sería el tercer eje sobre el que gira la defensa de la naturaleza en Estados Unidos, junto a Emerson y Thoreau. También comenta, sin mencionar la palabra, que Muir es más ingenuo, es decir, que escribe con más libertad, como si temiera menos la disección de los críticos literarios. De hecho, le importa bastante poco. En algunos momentos, nos recuerda a W.H. Hudson. Pero en casi todos a la espontaneidad de una charla improvisada al calor de la lumbre, en la que da cuenta de los pasos recorridos por los bosques sin preocuparse por utilizar tantas palabras del diccionario como sea posible. Se trata de un escritor puramente oral, entusiasta. Y ante el entusiasmo uno no está pendiente de deslumbrar con un adverbio.
El libro está divido en cuatro apartados. El primero dedicado a su educación sentimental, a las emociones vividas en la naturaleza de su Escocia natal y sus primeros años en una granja americana, a donde llegó con apenas once, a punto de romper la pubertad. El Muir niño juega. Juega a trepar, juega a la guerra, juega a ir de excursión, actividades todas que le sanan de la educación reglada. Y además sueña. Cuando le comunican que se dirigen a Wisconsin, a buscar un terreno virgen donde comenzar una nueva vida, los mecanismos del sueño de libertad se ponen a trabajar a todo trapo. Muir se conmueve y no puede callarlo. A lo que más se parecen sus fascinaciones es a las de la música. Pero él las siente con todo el cuerpo a la vez y las comparte, porque la amistad será otro de los pilares de lo que va aprendiendo. Conoce a las criaturas del bosque, en principio casi como fenómenos feéricos, y posteriormente con la mirada del naturalista. Y mientras tanto hace callo en eso de ser campesino, sufre las enfermedades del colono, los fenómenos atmosféricos y defiende al débil.
La segunda parte, un relato de un viaje a pie a lo largo de un verano, un joven adulto va a la montaña y descubre que la naturaleza nos hace mejores. Se muestra con inquietudes de botánico y en cierta manera de documentalista. Pero no ha ido solo de paseo. Es pastor y ese oficio contiene dureza y una dosis metafórica de romanticismo, una veta que sabe explotar. Están los animales, sobre todo los pájaros y los mamíferos. Y luego los indios, a quienes se acerca sin ningún ánimo de etnólogo, con el único fin de iniciar nuevas amistades. Y todo es un canto a la Creación, porque, no nos deja olvidarlo, Muir cree en Dios. Aunque en buena medida él crea a Dios, al buen Dios que fue el que generó las montañas y los bosques y se olvidó de las guerras y la peste. Ese Dios es el paisaje, o en el paisaje lo ve reflejado. Pues con frecuencia, Muir atribuye cualidades éticas a los lugares, a la naturaleza. Si escribe, es para renovar ese viaje, para revivir los buenos sentimientos que le despertaron los mejores parajes. Si escribe es porque se sabe mortal y quiere dejar testimonio, porque si existe la muerte, a la fuerza debe existir la eternidad, ese Dios que él inventa, ese que dicta que existe una buena manera de combatir la depresión, una manera al alcance de todos, que se llama soñar.
El libro termina con una bonita elegía a un perrito que le acompañó durante un viaje a Alaska, recorriendo la naturaleza indómita, los glaciares y las grietas de los glaciares, los lagos helados y los valles y montes donde la supervivencia apenas da pie a pensar en otra cosa que no sea el paso siguiente. El perro es una proyección de los mejores valores que puede tener no solo un fiel animal, sino el mejor de los amigos. Finalmente, cerramos tras leer unos ensayos en los que hace una defensa cerrada de la naturaleza, de los grandes árboles y de la lana de oveja salvaje, algo que sigue vigente. Muir no sabía nada sobre el producto interior bruto, pero sin duda está reclamando que la conservación de la naturaleza sea un parámetro del mismo, que entre en las valoraciones económicas, si no queda otro remedio para salvar a las grandes secoyas. Este es el primer volumen sobre sus escritos que se nos anuncia publicará Capitán Swing. Otras editoriales están recuperando parte de la obra de Muir a quien, por fin, se le valora en este país, cien años después de su muerte. Bienvenido a nuestras vidas, John.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki, Premio Princesa de Asturias de los Deportes 2018

El jurado del Premio Princesa de Asturias de los Deportes 2018, reunido en Oviedo, acaba de anunciar que los alpinistas Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki son los galardonados de este año porque “honran el deporte y son un ejemplo de superación”.
Miércoles, 16 de Mayo de 2018
Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki.















Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki. (Darío Rodríguez)
  • Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki.Reinhold Messner y Krzysztof Wielicki.
  • Reinhold Messner en el IMS 2014Reinhold Messner en el IMS 2014
  • Krzysztof Wielicki. 2016Krzysztof Wielicki. 2016
Reinhold Messner, primer hombre que conquistó la cima de los catorce ochomiles sin oxígeno artificial, y Krzysztof Wielicki, primero en escalar tres ochomiles en invierno, honran el deporte y son ejemplo de superación”. Estas son las razones que ha destacado el jurado de los Premios Princesa de Asturias del Deporte para conceder el galardón de este año a estos dos alpinistas.
“Su labor social, humanitaria y de divulgación de los valores del alpinismo les ha convertido en un ejemplo para la humanidad. Sus gestas permanecerán en la memoria de futuras generaciones”, ha añadido en un comunicado público.

Ambos son una leyenda viva

Reinhold Messner (1944, Italia) celebraba la semana pasada los 40 años de una escalada memorable que marcó un antes y un después en la historia del alpinismo: el 8 de mayo de 1978, él y su compañero Peter Habeler fueron los primeros en conquistar la cima del Everest sin oxígeno.
Otros habían pisado antes el techo del mundo, pero nadie se había atrevido a hacerlo sin la ayuda de bombonas y respiradores. De hecho, muchos científicos y alpinistas aseguraban que era imposible, que el ser humano no podía sobrevivir tantas horas respirando el poco oxígeno que hay en el último tramo de la montaña. Sin embargo, Messner y su compañero lo consiguieron. Llegaron a los 8.848 metros del Everest, bajaron e inauguraron una nueva manera de hacer alpinismo que se convirtió en sinónimo de buen estilo.
A partir de aquí, Messner empezó a sumar conquistas en el resto de ochomiles hasta que en octubre de 1986 llegó a la cima del Lhotse y se convirtió en la primera persona del mundo en escalar los Catorce Ochomiles sin oxígeno artificial.

La edad dorada del alpinismo polaco

Krzysztof Wielicki (Polonia, 1050) es otra de las grandes figuras de la historia del ochomilismo. Suya fue la primera invernal a un ochomil –1980, Everest junto a Leszek Cichy– e inauguró una línea de actividades que proporcionó fama mundial a los polacos. “Nos perdimos la época de las grandes exploraciones, de 1950 a 1964. Todos los ochomiles ya se habían escalado”, contaba en una entrevista publicada en Desnivel 379. “Conquistamos el ochomil más alto en invierno y abrimos el camino de las exploraciones del resto”.
En 1986 consiguió la primera invernal del Kangchenjunga con Jerzy Kukuczka y, en 1988, Lhotse invernal en solitario. Con 68 años sigue conectado a los grandes proyectos del Himalaya. Este año ha sido el jefe de exedición de un grupo de alpinistas polacos que ha intentado conquistar el K2 en invierno, la última montaña que queda por ascender en la estación más fría.