jueves, 29 de noviembre de 2018

LA JAIMA


La jaima
Mohamed Chukri
Traducción de Rajae Boumediane El Metni
Cabaret Voltaire
Madrid, 2018
216 páginas

Con El pan a secas (El pan desnudo en anteriores traducciones) por libro emblemático, Mohamed Chukri (Beni Chiker, 1935 – Rabat, 2004) construye un proyecto literario en el que poco es lo que se le escapa a su capacidad de percepción. Se trata de libros tristes, sí, como los relatos que componen este La jaima, pero de una contundencia que transforma la literatura en una herramienta para conocer eso que llamamos realidad. Chukri escribe sin falsos pudores. Su mundo está poblado de almas acribilladas y gente incompleta que busca rellenar los agujeros con otra gente incompleta. De ahí esas relaciones a uno y otro lado de la línea del sadismo, en las que el narrador no toma partido, se limita a certificar. De ahí esas incursiones en sexo carnívoro pero de aspecto cotidiano.
Lo que Chukri entrega son paréntesis en la realidad, o en otra realidad que, fuertemente, nos hace sentir que existe. Se menciona con frecuencia el carácter autobiográfico de la obra, o la autoficción, un vocablo que a Chukri le llevaría a levantar las cejas. Bebe de lo que ha vivido, con desgarro, pero lo presenta como una cocción de lo que le ha construido como escritor. Es una suerte de poeta de los malditos, un defensor, sin proponérselo, de la voz de los miserables. Los relatos han empezado en cualquier momento antes del que se refleja, y terminan cuando ya conocemos a los personajes, su humor, sus reacciones, su desdicha. Aunque no parece que la intención de Chukri sea la defensa del desfavorecido, sino hacer de espejo a la vida que transcurre en las calles.
A la hora de la verdad, la consistencia de su obra es demoledora, sobre todo porque se trata de alguien que tiene algo serio que contar, y lo cuenta sin rodeos, con una sencillez que aturde. Al leer estos relatos nos damos cuenta, también, de que los seres que los pueblan son presas del mal de la resignación. Así podemos leer expresiones como: “A veces, el verdadero amor es cuando tú viajas en un tren y tu amada en otro que va en sentido contrario”; o “la relación con los demás no es más que una ilusión”; o esta de corte demasiado existencialista, que nos aproxima al final voluntario de la vida: “En la existencia hay un gran hueco por el cual se accede, poco a poco, hasta alcanzar el abismo de la nada absoluta”. Uno debe asomarse a ese abismo, sin miedo, aunque sea a través de la obra de Chukri. Si uno pretende salvarse, signifique eso lo que signifique, no debe negarse el derecho a conocerlo.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

EN BUSCA DEL CAPITÁN ZERO


En busca del Capitán Zero
Allan C. Weizbecker
Traducción de Juan Romero Morales
Varasek
Madrid, 2018
381 páginas

El recurso no es nuevo: viajar a ras de suelo buscando a alguien. Estaba en El corazón en las tinieblas, pero en este caso, a la obra que nos remite es a Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi, si es que Allan C. Weizbecker conoce la novela del italiano. Allí un narrador se interna por todos los rincones de la India con intención de localizar a su mejor amigo, desaparecido hace tiempo. Lo que en ese caso era fábula, aquí es biográfico: Weizbecker recorre en canal todo México y toda América Central buscando a un amigo cuyo vínculo brotó en la pasión por el surf. De ahí que su autocaravana se detenga en playas y playas, siempre junto al mar, esa agua salada que tanto cura, para buscar olas en las que, de alguna manera, comulga con la amistad que les unía y con la naturaleza que adora. El viaje y la actividad tienen algo de huida, que en este caso es tanto como decir algo de sensatez. Paradójicamente, tiene una meta. Deja atrás un mundo falso, a una edad en la que se considera que uno padece la última crisis de identidad, cuando todavía no ha cumplido los cincuenta años. En Estados Unidos ha sido un buscavidas, cuya mayor fuente de ingresos fue escribir guiones para una serie titulada Miami Vice. Su viaje y su comunión con el mar contiene algo de elegía, una última tentativa de dejarse llevar por la seducción, por el canto de sirenas, que es la brújula por la que nos deberíamos orientar todos de vez en cuando, antes de que sea demasiado tarde. El viaje se traza, de manera también metafórica, hacia el sur. Es toda una emigración.
Y como tal transforma. Refleja algo más que una pasión deportiva. Para Weizbecker el surf y la forma de vida alrededor del surf es, precisamente, vida. Hay mucho de meditación en las descripciones que ofrece de las olas y el mar, algo a lo que no es ajeno otras actividades como la pesca o incluso la temporada en que vivió del contrabando. La convivencia que establece con los paisajes, no solo los marinos, es una descripción de cómo reflejar en el interior de uno mismo el desorden natural. Y al hacerlo propio se convierte en parte de lo que somos. Y eso es muy gratificante, es algo así como darle un significado cósmico al surf, como utilizarlo de metáfora, de meditación. Y para ello no valen tanto las competiciones deportivas como ser un Outsider, un fuera de la ley, uno de esos personajes que solo aparecen en los relatos de frontera.
Mientras pregunta a todo el mundo, en las playas, por su amigo, valiéndose de una foto, y recorre unos países maravillosos, en los que está presente cierto riesgo, en compañía, como no, de un perro, observa mucho y reflexiona mucho. Pero no se trata de llegar a una conclusión, sino del proceso inherente a la sensación de agarrar la vida por las riendas y domarla tanto como nos es posible. Durante la lectura uno no deja de hacer sus previsiones sobre qué ocurrirá cuando se tope con el amigo, pues no cabe duda de que su tesón se verá recompensado. Tal vez, como en la obra de Conrad, el mal se haya adueñado de él, o tal vez sea mirarse a un espejo. Incluso por momentos uno duda de que no sea una proyección, es decir, que no se esté buscando a sí mismo. Pero Wiezbecker es mucho más prudente que todo ello y volverá, con cada duda, con cada tropiezo, a su refugio del surf. Ha perdido su guía de viajes y apenas se orienta por el trazado de la costa y algunas indicaciones de carretera. El viaje es mucho más puro y eso le permite sentir el mar, y también los bosques o los montes, incluso la selva. Sentir la diferencia entre el día y la noche, entre los hombres buenos y los esquivos. Y de vez en cuando le trabaja la memoria:
“Liberar el pasado tiene un efecto de doble filo, igual que mirar un viejo álbum de fotos. Muchas sonrisas de reencuentro, pero también tristeza. Añoranza de cómo eran las cosas. Arrepentimiento de cómo eran las cosas”.
Este libro, junto con Años salvajes, se convierte en una de las Biblias de los que practican surf. Al contrario que el volumen de William Finnegans, es mucho más reflexivo, la aventura está contenida en el viaje y en el surf están las sensaciones que llevan a la meditación. No abarca toda una biografía, pero sí la conclusión de ella, que se traza sobre lo vivido y no sobre los acontecimientos. Y sí, está la amistad, ese sentimiento que nos hace más nobles y que, en el caso de gente como Wiezbecker se expresa de forma rotuna. No puede ser menos, pues pertenece a la estirpe que define un marinero pirata con el que se tropezó hace años: “El que ha nacido para ser colgado no necesita temer al agua”.


domingo, 25 de noviembre de 2018

NUESTRA CASA EN EL BOSQUE


Nuestra casa en el bosque
Andrea Hejlskov
Traducción de Ilana Marx
Volcano
Madrid, 2018
313 páginas

Este libro nos devuelve a la memoria la película Capitán Fantastic, con un pero: la cinta protagonizada por Vigo Mortensen comienza, aproximadamente, donde termina el libro. Una familia numerosa opta por una vida salvaje. En la ciudad creían haber encontrado un equilibrio, una vida cómoda, pero el vacío que provoca la neurosis urbana, cuando uno se detiene por un instante, es demoledor. Poder ver desde fuera la conciencia, el constructo de normas que creemos pertenecen a la moral, pero son reglas de convivencia, nada que ver con la ética, pesa demasiado. Nuestro entorno nos dicta que si uno es normal, le va a ir mejor. Pero esa elección es también un disparo a ciegas. Cuando uno opta por una u otra dirección, lo hace a ciegas. Delante solo hay una niebla muy espesa que puede ocultar el barranco de la normalidad o el paraíso que uno puede construirse. Y ellos, los padres de la familia, quieren ver solo el paraíso o al menos el paraíso de ser protagonistas de su propia vida. Uno puede pasar los años que transcurren en este valle de lágrimas acomodándose y sin hacer nada, o hacer algo, intentando luego buscar soluciones sobre la marcha, y al menos largarse de esta forma de existir con el buen sabor que da el haberlo intentado. Como el Capitán Fantastic, existen soluciones intermedias entre la vida salvaje, en la naturaleza, y la farsa de los hogares americanos, que es con la que todos comulgamos. En la película, se abandonan los rigores del bosque y el monte por la vida autosostenida en la granja, tras episodios traumáticos y mucha negociación. Aquí no diremos cómo se termina la historia, si es que termina, pero sí se puede mencionar la negociación permanente, no siempre vocal, y el condicionamiento del clima.
Cuando la familia de Andrea Hejlsokov opta por abandonar la ciudad danesa para adentrarse en el bosque de Suecia, los días son largos y la naturaleza ofrece su cara más amable. Es casi imposible no sentir momentos de felicidad en el bosque. Si bien, lo primero que Hejlskov reconoce que aprenden es que la felicidad no se da sin interrupción. Y también que frente a la conciencia ellos han puesto en la balanza los sueños, y los sueños, desean, pesan mucho más. Allí conocen a personajes extraños, la mayoría algo solitarios o gente que ha elegido compartir la soledad. El principal amigo es un tipo que se llama El Capitán, alguien con tanto dolor en el pasado que ha elegido olvidar, porque el duelo es demasiado doloroso. Será él quien les ayude durante la construcción de su casa de troncos, mientras viven a lo largo de meses en una especie de tipi indio y van adaptándose a las costumbres del bosque. Hejlskov padece fuertes dolores y comprueba que el reparto de tareas sigue la tradición de género. Su marido se dedica a talar árboles mientras ella barre un suelo que siempre está sucio, por ejemplo. Y así es como la acompañan unos dolores permanentes y se cuestiona su amor. Como lo hacen sus hijos, de quienes no se indican la edad, pero sabemos, por sus reacciones, que uno de ellos es un bebé y otros están en crisis de pubertad.
El libro, escrito con frases cortas, contiene su parte de Robinson y su parte existencialista. Y no niega el debate que se abre sobre esa forma en que se les puede estar mirando desde la distancia de las luces de ciudad. Hejlskov sabe que se les tildará de egoístas, y en cierta manera lo son. Al fin y al cabo, ¿se puede no ser egoísta si uno pretende lo mejor para sí y los suyos? Se les tachará de pequeñoburgueses, pero se trata de es parte de la burguesía que nos regala una lección, es decir, que comparte con toda la sinceridad: no porque compartir sea parte de la conciencia, sino porque sienten que algo es suyo y lo quieren poner en común. Frente a su elección, está el Matrix en el que vivimos los demás, el teatro digital y el mundo prefabricado, la conciencia de los anuncios de margarina. Y así van superando los escollos mientras dura el idilio con la naturaleza. Que la felicidad venga por momentos, o que se pueda perder y recuperar un enamoramiento, son las mejores lecciones que ofrece el relato. Lo otro es, como dice Hejlskov, agarrarse a la propia terquedad. Hasta que llega el invierno y las transformaciones de la naturaleza supondrán cambios, también, en los actores de esta historia real, esta historia que no se acaba nunca.

jueves, 22 de noviembre de 2018

JAPÓN INEXPLORADO


Japón inexplorado
Isabella Bird
Traducción de Carlos Rubio
La línea del horizonte
Madrid, 2018
348 páginas


Este libro entra directo en los laureles de los libros de viajes. Es una obra extraordinaria, un ejercicio epistolar que deja en meras redacciones de aula las vidas que estamos acostumbrados a leer, en confesión, en esos ejercicios literarios. Para ello Isabella Bird (Boroughbridge, 1831 – Edinburgo, 1904) recorre Japón en una época en la que el país apenas existía para occidente. Es decir, el contacto con Japón se limitaba a ciertas ciudades periféricas, a las que llegaban los barcos mercantes, y que eran visitadas por turistas. Ya en 1878 alguien con otro espíritu para visitar el país, más inquieto, maldecía el efecto del turismo y los toques de colonización occidental. Bird era una viajera con conciencia de voyeur, alguien a quien le hubiera gustado desaparecer para ver con libertad, para ver de cerca. De ahí que el libro esté lleno de fondos de teatro, de descripciones de aquello que se ve en segundo plano, paisajes o actitudes. De ahí que lamente lo que le sucede, sobre todo las pulgas, y que le impide ser testigo de un viaje depuradísimo. Como depuradísimo es el estilo en el que escribe, tanto que podríamos hablar de ausencia de estilo. En ese caso, sirva como elogio, como saber hacer. Para ello le ayuda el género, saber que al otro lado del mensaje hay una persona que leerá las cartas. No se puede ser, en consecuencia, oscuro. Nada de alardes verbales. Se demorará en cada cuadro tanto tiempo como sea necesario para que el lector, en este caso su hermana, participe con ella del viaje.
En el libro subyace una intención etnológica, que se refleja con claridad en la última etapa, cuando se halla entre los ainu. Dado que se trataba de una ciencia geográfica en pañales, dado que no pretende sino reflejar lo que vive y no interpretar el contorno, dado que confiesa cuál es su pasado, de dónde viene, se impone la sinceridad de los caminos y las posadas. Las cartas son una manera de reconocer sus filias y fobias. En buena medida, es un libro en el que nacen los tópicos que hemos seguido heredando, como la dificultad para reconocer al individuo, la calidad de la comida o los pequeños estafadores que buscan propina. Y esas filias y fobias se van desgranando, para terminar imponiéndose la mejor versión del viajero, el que acepta, el que comprende, el que reconoce las formas de cortesía en gestos que nos hubiera resultado violentos, y tampoco le molesta la curiosidad. Al fin y al cabo, esa es la razón por la que ella no deja de ser un intruso en la vida de los japoneses.
Antes hemos asistido a la evolución del narrador, pues Bird comienza el viaje con titubeos bipolares: es capaz de contradecirse, con dos páginas de distancia, acerca de la amabilidad de unas gentes, las del Japón inexplorado, desconocidas, como pueblos primitivos. Dice no encontrar un solo caso de mala educación, para luego sentir como un desprecio la falta de higiene y delicadeza, que es el cimiento de la buena educación victoriana. O, para citar un caso más concreto, alaba la belleza y feminidad de las vestimentas clásicas de las mujeres, y aborrece el maquillaje. Esta bipolaridad no es un trastorno, sino hija de las ganas de aprender. Se trata de la primera persona en llegar a ciertos poblados, del primer occidental en un mundo rural, enfermo como está enfermo el mundo sin duchas para quien la utiliza dos veces al día, o como está enfermo el terreno de barro para quien solo se maneja en coche. Pero hay un dato que transfigura el viaje y, con él, a Bird: jamás menciona intención alguna de echarse atrás. Y eso que las cartas están escritas sobre el terreno, reflejando parajes, costumbres y las propias intenciones.
Si uno debe citar algún tema, este sería el orgullo. Eso es lo que busca Bird, de qué raza es el orgullo de los pueblos escondidos. Su labor como descubridora radica en indagar más allá de dar fe, de plantearse algo así como un viaje al pasado de la civilización, a las formas de vida pobres. Las misivas están cerradas, pero tendrán continuidad. Cada carta funciona como un pequeño ensayo, un relato en el que se plantea una hipótesis, una tesis y unas conclusiones, lo cual da pie a facilitar una lectura casual. Pero el conjunto es una obra literaria con garantías: Bird no sale indemne de la experiencia. Cambia, y lo hace para entender mejor la plural condición humana. Conocer la buena forma de orgullo de la gente humilde, afecta a cualquiera que tenga su sensibilidad puesta al día. Bird convierte ese efecto en literatura.

lunes, 19 de noviembre de 2018

LA MEMORIA DEL AIRE


La memoria del aire
Caroline Lamarche
Traducción de Raquel Vicedo
Tránsito
2018
308 páginas

Lo importante no es lo que uno vive, sino aquello que nos distingue, aquello que uno siente sobre lo que uno vive. El acto puede ser el mismo, incluso el impulso recibido, la emoción, pero en la transformación de ésta en sentimiento es donde nos distinguimos. Y vivir casi cualquier suceso, por muy cotidiano que resulte, no tiene por qué ser sencillo. Vivir supone un esfuerzo, transportar una carga. Tal vez sea cierto, como apuntan los maestros de meditación, que el pasado no exista, pero de algún lugar venimos, algo nos ha construido. No todo lo que somos viene de serie. Sobre el humus en el que se ha sembrado y las semillas que cayeron, trata este libro, La memoria del aire, de título tan significativo: el aire o se está quieto o es viento, que es la forma más palpable de reconocerlo. En cualquier caso, lo respiramos sin percibir qué materia está entrando en nuestro cuerpo.
Es fácil suponer que nos encontramos frente a un libro introspectivo, de intenciones hasta cierto punto poéticas. Sobre todo a lo largo de la primera parte del volumen, en la que la narradora parece dispuesta a relatar, pero no aparece un hilo narrativo. Sí uno sentimental, en el que se convive con la propia muerte y con el sexo, en el que se apunta hacia la tentación suicida, pero en ningún momento llega a asomarse a ese abismo. Son prosas en la que se vive y se come ceniza, por utilizar la expresión de Caroline Lamarche. “No estoy hecha de mármol ni de goma ni de jabón ni de nube”, llega a expresar, reconociendo la dificultad para conocerse a uno mismo, por encima de las convicciones sobre lo que somos. Hacia el final de esta primera parte se comienza a mencionar más de cerca lo que ha supuesto en ella una relación de pareja, con un hombre al que ella juzga por los vínculos con su madre. No haber soltado amarras con el puerto de la madre, parece ser, condiciona su forma de estar en el mundo y, por supuesto, sus relaciones de pareja.
Así es como ella entra en el hábito de la tristeza, que llega a confesar como inapelable por un suceso traumático que ha callado. Su condición básica es la de la duda. No cae en el victimismo y sin hacerlo explícito se pregunta hasta qué punto ella no tiene culpa por no haber resuelto nada de su pasado, o al menos de los traumas de su pasado. Y así aguanta porque “no se presenta una denuncia contra un hombre frágil, desde siempre los seres excepcionalmente inteligentes y sensibles han sido violentos”, se dice, antes de mencionar el drama del niño superdotado, un drama del que, por otra parte, ella no es responsable ni tiene por qué sufrirlo. Pero de nuevo surge la dicotomía acerca del amor que expresó Cernuda: es una tensión entre la realidad y el deseo. Y Lamarche en este libro desea mucho, quiere mucho y convive, por tanto, mucho con la tristeza de la realidad.

FRAM


Yo, el Fram
Javier Cacho
Fórcola
Madrid, 2018
205 páginas

Hasta la lectura de este Yo, el Fram, no nos hemos dado cuenta de en qué consiste el proyecto literario de Javier Cacho. Ha tenido que ser un giro en su voz narrativa, que de la segura del biógrafo pasa a la personal de un barco con alma, para que podamos percibir que todas las aventuras que nos ha narrado, las expediciones árticas y antárticas, en realidad versan sobre el mito de Prometeo. La paradoja está servida: nada hay más alejado del fuego que las superficies eternamente heladas. Pero ese territorio es, en sus obras y aquí expresado desde un punto de vista que permite mirar a los hombres sin participar de sus costumbres y las fuentes de la educación, un lugar al que los aventureros se arrojan para robar el fuego de los dioses. Ese fuego es la pasión; pasión por sentir la vida hasta en las raíces de los dientes. Ese fuego es lo que podemos robarle a los dioses para ser, como ellos, algo más eternos. Es un resto de locura, sí, tanto por el hecho de intentar el latrocinio como por la suerte de quien lo consigue, aunque sea de manera efímera: pasará la vida encadenado, mientras un buitre le roe el hígado. Ahí están todas las biografías de Robert Scott, en la que el factor común es la desgraciada muerte, o las de Amundsen, tan elevado a los altares por el éxito, pero maldito en su última suerte: nadie, excepto él, podía intentar el rescate de alguien por quien no sentía cariño, y fallecer en el intento. Algo diferente es la de Nansen, cuya astucia permitió el desarrollo de las posteriores expediciones polares, si bien terminó sus días alejado de los grandes territorios, en despachos diplomáticos.
Fue la astucia de Nansen, precisamente, la que concibió la construcción del protagonista y narrador del libro, el buque Fram. Su idea partió de una cáscara de nuez, algo de tamaño pequeño, pero más difícil de hundir que un portaviones. Era una época en la que por los astilleros corría mucha madera y apenas el hierro forjado de los clavos. La época en que las expediciones no duraban meses, o incluso semanas, sino años. Cuando las posibilidades de no volver a ver a alguien eran altísimas. Esa época de la exploración tuvo por buque insignia al Fram. Creó un modelo del que muchos otros copiarían las ideas. Pero nadie superaría. Con él Nansen batió el registro de aproximación al Polo Norte y Amundsen haría del barco su campamento itinerante durante su conquista del Polo Sur. Será el propio Fram el que nos hable sobre los hombres y las bestias en la cubierta, sobre la pasión y la codicia, que se conjugan en el interior de sus pobladores. Y lo hará con toda la entereza de ese sentimiento que tanto nos mueve, y que a falta de un nombre menos gastado llamamos amor. El narrador se descubre ante el ingenio de los hombres, reza por ellos y siente sus alegrías y sus dolores. Es un buque compasivo, alguien que sin tener los órganos de los sentidos, siente con los cinco propios del hombre a través de cada parte de su cuerpo.
El Fram nos mostrará el orgullo que supone tener una patria sin nación. Vino al mundo para dar testimonio de los hielos, sí, pero también del océano. De hecho, la obra podría integrarse en la literatura del mar sin complejos. Como todo este género, nos habla de la aventura, de gente que olvida el pasado para construirse una vez que deja de ver las costas donde nacieron. Es, también, una especie de novela de iniciación, y al final un canto a un tiempo que nos hubiera gustado conocer más de cerca, en primera persona o a través de las conversaciones con quienes navegaron en él. Como el capitán Oscar Wisting, quien viéndolo ya anclado en la nave que le sirve de museo, pidió permiso para dormir una última noche en su antiguo camarote; y allí cerró los ojos hasta el fin de los días. Es una obra nostálgica, en la que, por suerte, Javier Cacho no se deja llevar por el sentimiento de tristeza, sino por el orgullo de reflotar el Fram durante unas pocas horas.

domingo, 18 de noviembre de 2018

El vuelo eterno

El vuelo eterno

Amelia Earhart se subió por primera vez a un biplano en Los Ángeles, y en esos diez minutos de vuelo supo que sería piloto. Fue la primera mujer en batir récords absolutos de aviación y desapareció en 1937 bajo las aguas del Pacífico, aunque su espíritu todavía sigue planeando entre nosotros.


Los profesionales del diván vienés se nutren, con frecuencia, de frases como aquella que escribió Amelia Earhart (Atchinson, 1898 – Pacífico Sur, 1937): “El miedo es un tigre de papel“. La frase bien manipulada nos ayuda a superar los escollos, la dificultad de existir más allá de la mera necesidad animal de seguir respirando. Podría tratarse de un enunciado zen, pero también de una trampa. Lo que nos aterra de los tigres es su aspecto, aunque sea de papel. No sabemos a qué huelen y su rugido no es más terrible que el del motor de un camión. Aunque sea de papel, en la oscuridad un tigre puede dar mucho miedo. Pero la cita es incompleta:
«Lo difícil es la decisión de actuar, el resto es tenacidad. El miedo es un tigre de papel. En realidad, puedes hacer cualquier cosa que te propongas».

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sábado, 17 de noviembre de 2018

EL DESPERTAR


El despertar
Kate Chopin
Traducción de Esther García Llovet
Mármara
2018
303 páginas

Los mitos sobre aquello que garantiza la felicidad son una herencia fraguada durante décadas. A los de signo religioso, a los de signo cultural, se han unido, desde que existe la publicidad masiva, los que se refieren a una familia feliz en una casa con jardín en la que siempre da el sol, el sol de la playa o conducir un coche impecable. El que se mantiene virgen, el que nos resulta imposible de derribar, en el que más fe ponemos, es en el de la media naranja. Uno es feliz si convive con la persona que adora y que le adora. Da igual todo lo demás. Esa garantía de felicidad se cimenta en sensaciones reales, en un aumento de la intensidad de sentimientos y en volverse mejor persona, pues se incrementa la relación con el mundo. Pero no todo tiene que ser positivo. Tener ganas de enamorarse, un sentimiento universal, no es garantía de que nada se vaya a pudrir en la naranja completa que formamos con nuestra pareja. Leyendo El despertar volvemos a sentir esa inquietud, esos síntomas de acoso al hecho de amar. Como en Madame Bovary, la protagonista de esta novela no se divide en dos aguas, sino en tres: el marido, el amante y el dueño del amor platónico, que es el tipo de amor que nunca decepciona, como si fuera el amor verdadero. El resto es resignación.
La novela trata sobre la imposibilidad de ser feliz. Los márgenes en los que se mueven los protagonistas son muy estrechos. Su ambiente, y con él la obra, parece una cárcel. Los barrotes podrán ser de oro, pero resulta imposible escapar de ella. Esa maldición pesa sobre los que saben amar, o quieren saber amar. La protagonista pertenece a los círculos de los artistas, gente con una cierta condena a ser infelices: críticos con su mundo, sensibles hasta el extremo, nadie les comprende del todo y nada les complace totalmente. Son el músculo de la sociedad, pero también los que quedan al margen. Al menos en aspectos emocionales. Nada viene a rellenar ese vacío, por mucho que lo adornen y que maniobren entre las laderas que rodean un camino que alguien dibujó para ellas. No la curará ni el arte, una actividad solitaria, ni el marido, siempre un tanto gris, ni el amante, que será un vividor, alguien que te convierte en presa con facilidad. Su entrega es al amor, en el sentido más abstracto del término.
El amor, decía Jung, no existe; es una abstracción; lo que sí existe es el hecho de amar y ser amado. Con frecuencia son la misma cosa. Sobre esta intuición, en una época en la que no existía el psicoanálisis, pero sí se fraguaban obras sobre el adulterio, es donde se sitúa la acción de El despertar. Y en un país, Estados Unidos, puritano. Dentro de ese país, para mayor riesgo, en un mundo que ha venido a sustituir a la aristocracia europea: nuevos ricos, gente hecha a sí misma, gente que desconoce que pueda haber otra forma de felicidad que no sea recibir en su casa, en el teatro en que se ha convertido el entorno, a los de renta alta. Uno no deja de preguntarse, mientras lee este tipo de novela, si el relato mejor no estaría entre los sirvientes. Pero Kate Chopin (St. Louis, Missouri, 1850 – 1904) habla sobre lo que conoce, sobre su propio mundo, sobre las miserias de esa forma de vida. Ella, como su protagonista, participa de la tensión de la realidad, que es lo que hace de esta novela una gran obra.

jueves, 15 de noviembre de 2018

SOFÍA CASANOVA


Durante dos años, en una época en que el tiempo significaba más pausa y espera y la comunicación se demoraba incansables meses, en una época en que recibir una carta consagraba a toda una familia a una celebración, la voz de Sofía Casanova (AlmeirasLa Coruña, 1861-PoznańPolonia1958) se mantuvo apagada. Hasta principios del año 2015 Sofía Guadalupe Pérez Casanova de Lutoslawski había roto cualquier prejuicio sobre la mujer, al menos en lo que respecta a la escritura, mostrando una potencia en los motores del trabajo desmedida, despidiendo versos, crónicas y obras de teatro a través de su imaginación y su capacidad para observar, si es que la segunda no es la definición de la primera. No es que pareciera haber abandonado su oficio como primera mujer corresponsal en un país extranjero, sino que hasta había faltado a su cita anual con sus raíces. Sofía tenía la costumbre de regresar desde Rusia o Polonia, cada verano, a su Galicia natal. Como Rosalía de Castro, echaba tanto de menos el molino entre castaños, las hierbas del camposanto donde enterró a su familia o las campanas del manzanal, que para no cambiar, definitivamente, amigos por extraños, para no morir de soledad, viajaba durante semanas por la piel de Europa y así recibir un tanto de su aldea natal. No renunciaba a dejar cuanto bien quería y, a modo de recompensa, recorría en unos paisajes en una época en la que los medios de transporte facilitaban al pasajero sosegado la contemplación de estepas, ríos, valles y las montañas de los Alpes o Pirineos.
Tuvo que llegar el año 2017, con sus diez días que estremecieron al mundo, para que se arrojara a volver a dar noticias. El estilo que refleja en sus diarios, contando cincuenta y cinco años, nos recuerda al de su amigo Benito Pérez Galdós: “Dícese que Lenin formará para la defensa de su Gobierno, si triunfa, el ejército rojo, reclutado en las fábricas, en las aldeas, entre el proletariado cansado de la guerra, y que -¡oh, ironía!- se arma y se apresta a luchar con sus hermanos para dar a Rusia la Paz”. A las intenciones de Lenin las llamaba golde de Estado, a los anarquistas y comisarios del pueblo, ogros; pero fue una de las primeras personas que supo prever lo que se estaba fraguando: en contra del parecer occidental, argumentaba que esa revolución sería duradera e implicaría cambios inconcebibles en el mundo, pues a quienes la seguían no les faltaba una causa. Ni tampoco el valor de los hombres, de los obreros, de los proletarios, a quienes se calumniaba desde los órganos de Moscú y los periódicos llamándoles cobardes. Para Sofía no lo fueron nunca, como demuestra que con su sangre defendieran en las tres revoluciones rusas sus derechos a la paz y al triunfo del comunismo.
En cuanto a su postura como testigo, por momentos a lo que más se parece es a reconocer el acierto de Stendhal en las primera páginas de La cartuja de Parma, cuando su héroe, Fabricio del Dongo, se encuentra en la batalla de Waterloo; en contra de las narraciones habituales, Fabricio, como Sofía en San Petersburgo, presencia actos de escala humana, un tiro suelto, una paliza, lo que parece un cadáver, ruidos a lo lejos: “Gritos, silbidos de sirenas y disparos en esta acera: puertas más arriba cortan con nuevos sobresaltos la intranquilidad de nuestro sueño. Hay lucha en la calle, pero no puedo distinguir más que bultos atravesando de una a otra acera. En la de enfrente agrúpanse, y una larga mancha obscura parece un cuerpo inmóvil”.
Son frases dictadas, pues unos meses antes había recibido un golpe en el ojo e iría perdiendo el don de la vista. Pero no la intuición, que sin duda ya era hija de la multitud de experiencias. Y así teme la llegada de los alemanes, que ya están en Finlandia con los cuchillos entre los dientes. “El Simoun -nieve y sangre- del Norte nos ciega”, dicta, para reconocer que lo que ella cree que sucederá no son certezas. Vaticina, eso sí, que si los alemanes llegan a San Petersburgo sus enemigos históricos, los burgueses, les harán una ovación, “pues el pánico que inspiran los leninistas a los burgueses les hace apreciar el orden y la disciplina de los kaiserianos”, una lección de guerra y, por tanto, una mala lección. Sofía era partidaria del orden, temía al caos, pero no quería un orden bajo la bota militar ni impuesto por la victoria en la guerra. Ese orden se asemeja demasiado al que reina en los cementerios. De hecho, durante semanas después de la subida al poder de Lenin, sigue escuchando disparos en las calles y denuncia la desaparición y los saqueos.
Por lo pronto, en Rusia, tras el triunfo de la revolución y los ocho días de asedio a Moscú, lo que espera al país es, para ella, una catástrofe. Como en tantas guerras, falta el pan y sobran malhechores valiéndose del poder de su fusil. El futuro no está escrito, pero Sofía da por buenos sus días en Rusia mientras analiza cuál hubiera sido el resultado de haber intervenido los cosacos obedientes al autócrata: tal vez la victoria hubiera caído del lado del gobierno, sí, pero a costa de un derramamiento de sangre, lo cual hubiera lamentado más que la victoria de los bolcheviques. Aun así, guarda su curiosidad intacta y se empeña en asistir a las consecuencias de la revuelta, hasta marzo de 1919, tras pasar una temporada dando cuenta de las consecuencias desde una Polonia que había recuperado su independencia, cuando abandona el país en dirección a París y luego a España. Mientras tanto, no deja de registrar testimonios sobre muertes salvajes y hordas arrasando con bodegas de vino y vodka, con lo que ello implica sobre una condición humana que ha soportado toneladas de sufrimiento. Sofía habla de los hechos posteriores a la revolución como de tapas de olla reventando con la presión; ve mucho odio y lamenta la falta de respeto. Sus escritos son un claro ejemplo de la deshumanización que hacemos sobre los otros cuando dejamos de verlos como personas para pasar a considerarlos el enemigo.
Sobre la Rusia federal que acaba de forjarse, la expresión más clara que utiliza es, valga la paradoja, que “surge de la nebulosa”. Sin dejar de criticar la farsa democrática del anterior presidente, Kerensky, que engañó al proletariado, considera que la que ha impuesto Lenin no es menos teatro, no es equitativa, “armada de la piqueta anárquica y el odio de clases”; pero al menos le concede el coraje de echar al vuelo la idea del armisticio, “que es punto de luz en las tinieblas”. Todo un trabajo que encomienda a los futuros historiadores. Ella, considera, solo podrá asistir a la tormenta y a las aguas revueltas que impiden ver el fondo. “La democracia sucia y execrada de Lenin y Trotsky está al natural, no finge, no se adorna y no es tan espantable como se dice”. No se puede reconocer mejor la ignorancia sobre el futuro: por delante, hagamos la elección que hagamos, solo hay oscuridad.
Su aprecio por los zares, o por el culebrón de la familia de los zares, los Romanov, ya había quedado plasmado en unos artículos en los que, por otra parte, era crítica con los individuos, no con el sistema. Sofía fue defensora de las formas de gobierno monárquicas. De hecho, su primer mentor, cuando se preparaba para saltar de la adolescencia a lo que viene después, fue el propio Alfonso XII. El rey se encargó de la publicación y difusión de sus primeros poemas. La suerte de leerla es que, al contrario que a Galdós, cuya ideología parece cambiar en el salto que lleva de Fortunata y Jacinta a los Episodios nacionales, sabemos interpretar a la persona que hay detrás del texto. Católica y conservadora, durante la Guerra Civil se sumaría a las filas franquistas. Ya entonces no le era nada ajeno el sufrimiento y la sangre. Sofía fue, de hecho, una de las primeras mujeres corresponsales de guerra en el mundo.
En julio de 1914 se encuentra en Polonia, visitando a sus hijas, que llevan el apellido de su padre, Lutoslawski, un hombre del que llevaba un tiempo separada, cuando estalla la Primera Guerra Mundial. Resiste en Drozdowo un mes, antes de trasladarse a Varsovia, donde se hace enfermera y reportera, por este orden, para atender a los soldados moribundos. Eran años grises, cuando las heridas de batalla eran llagas abiertas y vísceras al aire, con un contorno de barro y cenizas que construía un estadio olímpico para las bacterias. En España se admiraba a los alemanes, un fenómeno que quiso combatir con sus cartas al diario ABC, cuya respuesta fue proponerle la corresponsalía permanente en Europa oriental. El transcurso de la guerra la obliga a huir a Minsk, a Moscú y a San Petersburgo, llevando consigo una maleta de cartón reforzado con cuero y a sus hijas. Hablaría sobre la muerte de Rasputín y entrevistaría a Trotski, a quien consideraba el más inteligente de los líderes de la revolución bolchevique, y a quien llamó “el terrible comisario de Negocios Extranjeros”. La descripción del líder no carece de curiosidad: no sabe si es simpático, pero no termina de ser atractivo, “acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en rostro cetrino”. Si en literatura se describe con intención de mostrar el alma, Trotsky quedaba a años luz del físico que a Sofía le resultaba magnético. Así y todo, reconoce que a cierto tipo de personas no les puede resultas más arrollador, pues podría pasar por un artista decadente y tiene un valor irreemplazable en aquella Rusia, que su personalidad se impone en un plan político que cataloga como desconcertante y trascendental.
Y a continuación expone un único párrafo, en sus diarios, de aquella entrevista, aquel en el que Trotsky asegura que no cabe hacer otra política en esos tiempos y, quién sabe, también en el medievo y en el futuro. “El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga”, dice el líder ruso. Esa es una receta que se ha impuesto desde los tiempos de Abraham: ante el anhelo de paz, ofrecer esperanza. De ahí el odio que puede generar la virtud cardinal. La esperanza, según el mito de Pandora, es lo único que conserva la humanidad dentro de la caja de la que escaparon todos los males. La interpretación es casi evidente: si estaba al fondo de la caja, es porque los griegos la consideraban el peor de los daños que podemos gestar. Esperanza y esperar tienen la misma raíz, esa que implica paciencia y engaño, pues nada cambia si no nos ponemos en marcha. Si bien en el caso de Moscú y San Petersburgo, los cambios que ve Sofía son plebeyamente democráticos; a su juicio se ha impuesto una mala versión de la anarquía, esa que acompaña a la ignorancia y al odio de los antiguos esclavos. Sofía vivió en tiempos en los que no se conocía a Gandhi, pero bien podría haber prestado atención a otras leyendas de las revueltas esclavas, como Espartaco… o como el propio Jesucristo. “¿Qué pueblo podría ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?”, se pregunta.
No sabemos bien a qué se debió su silencio, pero se menciona con frecuencia a la censura. La última frase del párrafo anterior da pie a ello. Su espíritu crítico, con todo, no carece de razón. Se pregunta por la suerte de toda Rusia, el país más extenso de la Tierra, por la suerte de las aldeas perdidas en la nieve, dispersas y sin tradición de independencia, tal vez presas de otras formas de caudillaje o señores feudales, o de “la masa villana”, tal vez en riesgo de caer en manos de algún bárbaro. Sin duda, para ella Rusia es un país casi ingobernable desde la capital. La censura puede apagar una voz que habla del “horripilante delirium tremens de la destrucción inaudita”. En cualquier caso, dos años de silencio supusieron que en España se la llegara a dar por muerta. Había dejado a demasiados amigos detrás como para que nadie se preocupara por ella: en la tertulia de su salón se citaba gente como Emilia Pardo Bazán, Ramón de Campoamor, Blanca de los Ríos, Emilio Ferrari e incluso un autor de teatro irlandés que responde al nombre de Bernard Shaw.
Fue allí donde conoció al filósofo y diplomático polaco Wincenty Lutoslawski, de quien se enamoró oyéndole hablar de Platón. Compartió con él algo más que la pasión por el filósofo griego. Tuvieron cuatro hijas, aunque una de ellas falleció a los pocos meses, por una disentería. No hubo catarsis literaria ni nada semejante para Sofía. El hachazo invisible y homicida la derribó hasta el punto de que no cesaría de llorar por ella en los sesenta años de vida que le aguardaban por delante. La tristeza puede llevar a replegarse sobre uno mismo, pero Sofía siguió con la costumbre de vivir y le salió al paso a los días gracias a unos viajes que le permitieron dominar el francés, el inglés, el italiano, el polaco, el portugués y el ruso. Entrevistó a Tolstoi y a Marie Curie. Escribió cientos de artículos y varios libros, y en 1925 fue candidata al Premio Nobel de Literatura.
Temió que la Segunda República supusiera en España el terror que vivió en las calles y ejidos de Rusia, y optó por regresar a Varsovia, desde donde cartas y crónicas en defensa del bando nacional. En 1938 conoce a Franco, quien se aprovecha de su popularidad para hacer propaganda, pero, lo que será un tumor para ella, visitará Galicia por última vez en su vida. “Adiós ríos, adiós fontes, / adiós regatos pequenos / adiós, vista dos meus ollos, / non sei cándo nos veremos”. Un año más tarde, a una edad en la que la mayoría de las personas optan por el retiro de la jubilación, se ve en la tesitura de retomar las denuncias de la guerra, cuando las tropas de Hitler invaden Polonia. A Sofía le dolió tener que dar cuenta de los campos de exterminio, tras haber gritado al sur contra el acoso y derribo de los judíos del gueto de Varsovia. Las imágenes de sus crónicas repiten las barbaridades que había presenciado tras el triunfo bolchevique. Bajo el paraguas algo diplomático del embajador de España en Berlín, da fe del hambre, las enfermedades y el genocidio. Dictó sus crónicas a sus hijas y, más tarde, a sus nietos, para quien fue la mejor profesora de español, estando casi ciega y con la convicción de que cuanto más se odie la guerra, más necesario es dar fe de sus horrores. Mirar, con ese temperamento con que los griegos definían a la esperanza, no sirve de nada; a la guerra hay que acudir con las armas del lenguaje y el respeto. Así lo mostró en sus escritos sobre la guerra del Rif o la Semana Trágica de Barcelona.
En el país del que nació el idioma que tanto cuidaba, es una figura bastante olvidada. La mayor parte de sus libros están descatalogados y los que se encuentran, han sido publicados por editoriales poco comerciales. Hija de la pobreza, de una mujer abandonada joven por su marido que sobrevivió gracias al dinero que les donaba un abuelo marino, Sofía Casanova se abrió camino en un mundo en el que la palabra feminista todavía no se había dibujado, gracias a la poesía y a carecer de miedo. Su vida pasa de un pazo en una aldea a las tertulias del conde de Andino, tutor de Alfonso XII. El propio Galdós fue promotor del estreno de su primera obra de teatro, en 1913, una pieza dramática que criticaba un tanto a las sufragistas extranjeras, con su afán de emancipación, y sobre la familia como centro espiritual de nuestra cultura. Nunca ocultó sus tendencias conservadoras, que se vinieron abajo cuando tuvo que romper, a su vez, con un marido que le era infiel, con un tipo que buscaba un heredero varón fuera del matrimonio. Su ideario conservador, monárquico y profundamente católico, del que se ha dicho que conserva a pesar de su peripecia vital, es, en realidad, esa suerte de coraza térmica que le sirve a las personas que son el músculo del mundo, a los creativos, a los críticos, a los artistas, para sobrevivir. Y la supervivencia es un arte que muy pocos saben practicar. Era rebelde, sí, como Gandhi, como Espartaco, dos figuras ideológicas que la izquierda política mantiene en sus leyendas, y, pura paradoja, al igual que ellos, era libre.


lunes, 12 de noviembre de 2018

MI DEUDA CON EL PARAÍSO en La línea del horizonte

Luis Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, es uno de los grandes exploradores que ampliaron el espectro de la belleza del mundo, junto con personajes como Nansen, T. E. Lawrence o Mummery. Uno solo de sus días bastaría para avergonzar a quienes emplean la palabra aventura con ligereza.

Era el 18 de marzo de 1933. En Somalia. Ese día, el Duque vio el mundo por ultima vez. Puede que en aquel momento, entre las nubes balsámicas de la morfina, todavía aparecieran las siluetas afiladas del Karakórum y los Alpes, el blanco cegador del Polo Norte o las Montañas de la Luna. Unos días que, ahora, a Luis de Saboya –hundidos entre los recuerdos– le parecen imposibles… Sueños con tacto de terciopelo.


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GARNER


“Ay, Dios, que sea un accidente.”
La frase la suelta, sin rubor, Helen Garner (Geelong, Australia, 1942) al principio de su obra maestra La casa de los suspiros. La situación es muy comprometida y se propone llegar con la crónica allí donde no pueden llegar los tribunales ni el sistema al que están sometidos. La misión de los miembros del jurado será tomar una decisión ateniéndose a las pruebas, sin que les deba importar las consecuencias para el reo. La de Helen Garner es una disquisición ética, pues en ningún momento, y en contra de lo que cree la mayoría, acepta que un padre haya asesinado a sus tres hijos. La situación es comprometida: un coche que se hunde en una balsa de agua de siete metros de profundidad, por la noche, y del que consigue escapar el padre, abandonando a sus hijos a la suerte de las aguas. Se supone que el periodista debería ser imparcial, pero una mujer como Helen Garner, que siempre se ha identificado con los miserables, con los humillados y ofendidos, quiere poner su deseo muy por delante de la realidad, si es que las pruebas son la realidad. Al fin y al cabo, cuando escribe el libro ha cumplido sesenta años hace un tiempo y se ha asegurado, a lo largo de su carrera, de tener bien amortizada la credibilidad, incluida la del cronista. El desafío de la objetividad ha quedado al margen, como una experiencia innecesaria, como un trámite absurdo. Lo que importa es que el relato contenga un trozo de vida, por mucho malestar que eso le provoque, y que provoque también al lector. La vejez le está sentando bien, colocando arrugas minúsculas en un rostro de labios finos que sabe sonreír con la inocencia de un niño el día de su primera comunión.
Durante mucho tiempo seguirá el caso en los medios y en los juzgados, presentándose, con rigor, hasta el fallo del tribunal de apelación. “Con frecuencia, durante los siete años siguientes, me arrepentiría de no haberles rezado aquel día y haber seguido mi camino”. Pero el miedo confeso es demasiado extenso, es un miedo a la tristeza, tal vez el miedo más arrogante y oxidado al que nos enfrentamos cada día. La sensación que tenemos al leer esta larga crónica es que Garner siempre tiene presente, en su imaginación y en su memoria, la Oda a la inmortalidad de William Wordsworth: Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la yerba, / de la gloria en las flores, / no debemos afligirnos / porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo
En un momento en que un miembro del jurado decide abandonar su función, confiesa que sintió pena por él: “Desde su anhelo del factor humano, limitado como estaba a la más restringida versión de las pruebas, debió de sentirse superado por la curiosidad. Como sus compañeros, como nosotras, se esforzaba por construir una identidad y un lugar significativo para cada persona implicada en la misteriosa trama de la historia”. Será ese “factor humano” lo que la lleve a seguir con ansia, sobre todo, las intervenciones del abogado defensor, un auténtico gato panza arriba, un hombre que debe olvidarse de cualquier esplendor en la hierba para intentar forjar un futuro alejado de la cadena perpetua a su cliente. Alguien que, como ella, se cuestiona el sistema jurídico, que es tanto como cuestionarse la justicia de esta sociedad que hemos construido, tan llena de deformaciones, tan irreal si uno es capaz de saltarse las normas de la conciencia, que son una imposición de reglas de convivencia, con frecuencia carentes de moral.
Apela Garner a la empatía, una y otra vez, frente a la contundencia de las pruebas y los testimonios. Construye un libro sobre las emociones, en el que a ella solo le cabe especular, en el que confiesa que le faltan demasiadas piezas y no comprende que quienes se sientan en los distintos banquillos del jurado no sientan idéntica agitación: “me embargaba un sentimiento para el que no tenía nombre, aunque, por extraño que parezca, se parecía a la vergüenza”, llega a pensar tras un intercambio de opiniones con la joven que la acompaña a lo largo del primer juicio. Su compañera está convencida de que desde el primer día los periodistas, también al servicio del sistema, tomaron partido, de que no es necesario el juicio, pues ya están servidos los inamovibles prejuicios: “Tienen que trabajar muy rápido”, la responde, “quizás por eso toman partido tan pronto. Nosotras somos diletantes. Tenemos tiempo para darle vueltas”. Y de nuevo nos enfrentamos a lo más horrible de nosotros mismos, que es el exceso de esa conciencia social, y de estar hechos de tiempo, una materia deleznable.
“Tranquilízate”. Se repite en alguna ocasión, y luego necesita poner las cosas en orden, saber cuál es su sitio para no caer en la tentación de la derrota, pues ese es el tema del libro: “Yo no era miembro del jurado. No había hecho ningún juramento. Solo era una observadora. Nadie me iba a pedir que alterase mi vida. Si estar ahí sentada se volvía insoportable, podía guardar el cuaderno y el bolígrafo, dirigirme a la puerta y regresar corriendo al mundo exterior, donde era primavera, donde brillaba el sol y ya despuntaban las pálidas hojitas verdes de los plátanos de Lonsdale Street”. La situación la lleva a preguntarse por los sueños que deben tener cada uno de los que participan en activo en el juicio. Si a ella se los están robando, no concibe cómo son capaces de dormir. Aunque la conclusión, como la de todo tipo de fracaso, pasa, a su entender, por un defecto de pensamiento, por un abandono de humanidad, del recuerdo del esplendor en la hierba y toda la belleza que nos ha legado, algo que ella ha reclamado a lo largo de toda su obra: “¿Era el meollo de todo el fenómeno un fracaso de la imaginación, la incapacidad de ver más allá de la fantasía de un golpe certero que acabase con la humillación y el dolor?”.
De hecho, mientras que en La casa de los lamentos nos habla del interés que despierta en su sensibilidad unos desconocidos, en su novela La habitación de invitados traslada la exploración sobre el alma a sus vínculos con su mejor amiga. Se trata de una novela breve con disparos autobiográficos, en la que la narradora, anciana, recibe en su casa a otra mujer, durante un periodo largo en el que se someterá a un tratamiento alternativo para superar un cáncer. Se ha hablado de cómo define los límites del cariño, de la presencia de la lealtad e incluso de las posibilidades que tiene arruinar una relación elegida por ambas mujeres, ya maduras. Pero el verdadero asunto del libro es la definición de la amistad. Y lo resuelve de una forma muy explícita: por nuestro mejor amigo seríamos capaces de darlo todo, incluida nuestra propia vida, excepto una sola cosa: la vida de nuestro mejor amigo. ¿Existe un tema más digno de la confianza de la humanidad? Sospechamos que no. En este caso, como ha hecho desde su primera novela, Monkey Grip, adapta sus impresiones sobre la gente que le rodea a la escena de ficción. Una estrategia que todo escritor incorpora, en la que la tensión entre la realidad y la ficción será la que haga de cada secuencia un lugar creíble, una habitación de invitados para el lector.
Los temas de sus escritos, tanto los de teatro como los de crónicas, levantan la piel casi sin quererlo. Revela que habló sobre educación sexual con adolescentes a principios de los años setenta, sin ocultar palabras, algo que supuso su despido. Pero también se destapa como gran cronista cuando trata sobre escándalos de acoso, también sexual, en la universidad. Se adelantó a películas como La vida de Adéle para tratar la tensión a que estamos sometidos, con gracia, y que tapó la conciencia de pecado universal con una hoja de parra, en un tiempo en que todavía el hombre no sabía que el dedo gordo servía para construir armas y herramientas. Es posible que su educación juvenil, cuando consiguió salir de un hogar sin muchos libros ni mucha conversación, en una vida comunitaria propia de los universitarios de finales de los sesenta, la liberara de cortapisas y su proyecto vital haya consistido en mantenerse en esa frecuencia. La literatura ha sido un instrumento, pues jamás ha ocultado quién era la persona que estaba tras el negro sobre blanco y, de hecho, considera que la mejor fuente para su literatura son sus diarios. A través de ellos consigue darle sentido a lo que sucede, y también que lo que piensa en mitad de la noche sea soportable. Luego recoge fragmentos y escribe intentando hacer que un patchwork parezca una obra consistente, razonable, única.
La periodista australiana Kate Legge ha dicho algo así como que Garner es una de esas escasas personas preparadas para revelar cosas demasiado íntimas, del tipo de asuntos que consideramos vergonzosos, cosas sobre las que la mayoría de nosotros no nos atreveríamos ni a toser un monosílabo si nos apuntaran con un arma en la cabeza. Garner ha escrito sobre educación, feminismo, amor, duelo, dolor, vejez, enfermedad, asesinato, traición, drogas, bipolaridad y moral, estos dos temas unidos en representaciones del bien y el mal. Como Hanna Arendt, parece pensar que el mal es intrínseco a ciertos individuos y está presente, casi por naturaleza, entre nosotros. Cualquier otro escritor se habría escondido más de lo que hace ella, se habría justificado aduciendo licencias literarias y los márgenes de la ficción. Ella, sin embargo, entrega sus manuscritos para que los lean las personas representadas, aunque oculte su nombre, antes de publicarlos. Y ahí están sus amigos y conocidos, camuflados, hablando sobre el deseo sexual y los traumas familiares, sobre el deseo y la estrechez que supone la conciencia de que la familia debe ser la propia de un anuncio de margarina. Entre su Geelong natal, un pueblo donde las calles eran de arena y no circulaban coches y donde se crio en el seno de una familia luterana, y la Melbourne de adopción, ha sido suficiente territorio como para entender todo lo que circula por el planeta. Y sobre el planeta ese sinsentido que es el comportamiento humano, tantas veces acobardado, dispuesto a actuar bajo la única premisa de lo que es más fácil. Por ese motivo tiende a identificarse con los supuestos malvados de las historias, porque desconoce la materia de la que estamos hechos y se pregunta hasta dónde somos capaces de llegar bajo presión extrema. Algo que el mundo sirve en bandeja todas las mañanas, al sonar el despertador y abandonar el confort de la noche.
“Estoy interesada en gente aparentemente normal que, de repente, chasca y hace cosas realmente horribles”, ha confesado Garner, “pero que son una versión explosiva de las fantasías secretas de la gente ordinaria en momentos de gran estrés. Estoy interesada en la gente cuya autorepresión de pronto deja de funcionar”. Para a continuación explicar que, si se implica tanto, y así se reconoce dentro de sus textos, es por el intento de llevar la historia hacia ella, de darle su atención completa, tanto humana como psicológica, de respetar la integridad, la dignidad y el valor de las personas que participan del relato. “Hay formas de trasladar estos asuntos al papel sin caer en lo repulsivo y sentimental”, comenta, “las mismas que uno lee en la basura pulp”. Y luego habla sobre los miedos de los lectores a leer párrafos que les impacten, antes de dedicar su tiempo a otras de sus aficiones de mujer retirada: la jardinería o los partidos de cricket de su nieto. A sus setenta y cinco años cree haber olvidado cómo se escribe ficción, pero escribir es lo único que reconoce saber hacer bien. Es capaz de extraer una gran historia de un poco de casi nada, se sentirse como el gato que atrapó el canario, que es lo que confiesa que perseguía.
“Un lector de no ficción cuenta con que te mantengas fiel al mismo mundo real que habitan físicamente lector y escritor. En tanto que escritor de no ficción tienes, además, un contrato implícito con el tema y con la gente sobre la que escribes: debes encontrar un equilibrio honroso entre tacto y sinceridad”, dicta, para a continuación confesar los límites que, a su vez, siente el escritor a la hora de respetar ese pacto, marcados por la confesión de lo que no conoces y no ha sido capaz de averiguar. Y entonces saca a la luz su admiración por el documentalista Claude Lanzmann, el autor de la monumental Shoah: “No hay en el mundo nadie con menos ganas de decir la última palabra”. “La curiosidad es un músculo, la paciencia es un músculo”, y así revierte las supuestas intenciones del periodismo: la inmediatez y los lugares comunes. La no ficción de Garner es reflexiva y, por tanto, universal. Habla con gente que no se cree que alguien esté interesado en contar su historia, y así le van narrando más de lo que quieren que se sepa. Quizá consigue que, como los muchachos a los que dio clases durante seis años, la gente se desprenda de sus miedos. No hay nada de perverso en una pregunta tonta ni en responder a las cuestiones infantiles. “El que documenta no será perdonado”, escribe en su artículo Un álbum de recortes, uno de los incluidos en Historias reales, donde mejor descubrimos quién es Helen Garner, “soportado, sí; tolerado, aguantado, sobrellevado y aun así amado; pero no perdonado”. Pues para ella no es posible ser agradable si se es artista, dado que quien se dedica a tareas que suponen escrutar e intentar que alguna definición sana cuelgue del mundo puede ser muchas cosas, pero no está en condiciones de mostrarse agradable, no es una presencia cómoda para los demás. Denuncia el mal que supone tener los sentidos más desarrollados y afirma que lo agradable es no prestar atención, que los mansos ya dominan la Tierra.
De ahí su intención de hallar algo bueno en los supuestos canallas, o los calificados como canallas bajo el prisma de la conciencia y sus prejuicios. Garner se propone darle la vuelta al aforismo de Sartre, ese que dictaba que el infierno son los otros. Lo complejo es desenvolverse en un territorio, el de la escritura, que no ayuda a ser extrovertido. Los escritores, como dijo Joan Didion, son nerviosos organizadores solitarios: “Cuando los meten en un grupo con tres desconocidos al azar y lo llaman mesa redonda, después les dan un tema y les piden que lo debatan en público, les sale una suerte de extraña coraza térmica o cortina de humo”. De hecho, considera que cuando uno supera la crisis de la mediana edad, si acude a la literatura es en busca de sabiduría, entendiendo por sabiduría lo que se encuentra en el Antiguo Testamento: una conversación sin amargura. De esta manera, en constante transformación, reconociendo las etapas de la vida y del amor, si es que se tratara de etapas distintas, su vida laboral a lo que más se asemeja es a un ejercicio de surf, a “una serie de deslizamientos laterales, de adaptaciones más que ambiciones”. Aunque ya se sabe que uno puede ser un gran lector de la vida de los demás, pero le resulta complicado atinar en la propia. Y cuando lo logra, los resultados pueden ser casi una guerra entre las distintas células de su cuerpo. Cuando lo logra reconoce lo peor de sí mismo y de quienes supuestamente le deberían haber querido. Ese es el fracaso de las psicoterapias, que ella ha practicado despacio, a base de proyecciones sobre las personas de las que ha escrito. Garner se saca a sí misma para que le dé el aire en cada proyecto. Y a los setenta y pico años ya no caben las maldiciones ni las deudas pendientes. Su vida, al menos la literaria, o su viaje a Ítaca, está terminando con sosiego, la única forma de sabiduría palpable.