jueves, 28 de enero de 2021

LA NOCHE DE LA VERDAD

 

La noche de la verdad

Albert Camus

Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Debate

Barcelona, 2021

428 páginas

 


Uno se enfrenta a diario a dilemas de lo más absurdo y los cataloga de dilemas morales: mantener las maneras en la mesa, frente a los compañeros de trabajo, tal y como las enseñó el abuelo o siguiendo las normas de protocolo, es un debate a la orden del día, y es un dilema carente de interés. Cómo se concilia justicia y libertad, sería, sin embargo, un asunto que a uno le puede ocupar tantas vidas como pueda vivir, e incluso conseguir que se ocupe de ello las vidas enteras de los demás. La justicia no está relacionada con la venganza, como nos hace creer la ética de las películas más taquilleras, sino con la armonía. La libertad es una sensación que se asemeja mucho a la alegría pura, a la felicidad sana. Podrían gastarse ríos de tinta en intentar definir esa impresión de armonía alegre, pero lo que es seguro es que resulta fácil reconocerla cuando surge, porque es un sentimiento muy claro.

Ese sentimiento se va convirtiendo en una obsesión necesaria en la voz de un Albert Camus que sobrenada el final de la Segunda Guerra Mundial: Francia tiene que reconstruirse y alguien debe dar voz a una moral que nos impida caer en cualquiera de las sartenes de Satanás. El Diablo tentó a Jesucristo desde la colina, ofreciéndole el reino del mundo, porque el reino del mundo le pertenecía y es ese dominio el que vuelve a ser imprescindible evitar en tiempos de crisis. Camus intenta ser claro y hablar sin amargura en estos artículos publicados en la revista Combat entre 1944 y 1947: “Ese esfuerzo, por último, exige clarividencia y esa pronta vigilancia que nos avisará de que hay que pensar en el individuo en todas las ocasiones en que regulemos la cuestión social y de que hay que volver al bien común en todas las ocasiones en que el individuo requiera nuestra atención”.

Como portavoz del país, Camus se muestra un periodista que tiene claro dónde está el bien en esta temporada, en un territorio que es un paisaje después de la batalla y habla para la gente, para el pueblo. Y para Camus el país no es la élite, es el más humilde de los ciudadanos y la suma de las almas de los ciudadanos. De ahí ese tono de alocución, casi de mitin político, con el que va exponiendo sus ideas sobre la libertad y la muerte, sobre la rebelión y sobre la revolución. Se nos muestra como un ideólogo de la revuelta que mejorará el mundo, que debe ser obrera y más bien jacobina –“El orden es el pueblo que consiente”, dirá- en el sentido en que el jacobinismo propugnaba el sufragio universal y un Estado fuerte:

“Lo cual equivale a decir que los asuntos de este país deben gestionarlos quienes pagaron y respondieron por él. Lo cual equivale a decir que estamos decididos a suprimir la política para sustituirla por la ética. Eso es lo que llamamos revolución.”

Pensar bien tiene todos los significados posibles en las frases de Camus: pensar siendo bueno, pensar para el bien, pensar con inteligencia y pensar sin olvidarse de expresarnos con claridad: “Basta con que os digáis que a él aportamos todos juntos esa magna fuerza de los oprimidos que es la solidaridad en el sufrimiento. Es esa fuerza la que, a su vez, matará la mentira…”.

Es posible que el libro hubiera ganado en interés, al menos para el lector no especializado, de habernos ofrecido una selección en lugar de los artículos completos, pues algunos nos quedan alejados, como si su publicación estuviera destinada a ciertos historiadores. Pero no dejan de reflejar una época, la más triste, y de ella vamos viendo cómo surge la vehemencia que implica ganas de vivir y ganas de pensar para vivir. Puede faltas actualidad en algunos momentos, pero sobra eternidad en las frases en ocasiones grandilocuentes, en esa búsqueda de lo él llama verdad una y otra vez, una verdad política, una verdad que afecte a los movimientos sociales de los hombres y en la que se llegue a un acuerdo unánime. Son textos candentes que responden a una época en la que las ideologías totalitarias malearon cualquier sentido ético y confundieron la búsqueda de la libertad y de la justicia.

martes, 26 de enero de 2021

LAS NUBES

 

Las nubes

Juan José Saer

Rayo Verde

Barcelona, 2021

225 páginas

 


Hay un silencio extraño y suave en esta novela, Las nubes, tal vez debido a que Juan José Saer (Serodino, 1937 – París, 2005) decidió escribirla sin diálogos y transfiriendo al narrador un ejercicio de memoria, de buena memoria, esa que nos recuerda que en los momentos duros nos volvemos mejores, esa que nos lleva a considerar que la agresividad de la aventura es, a la hora de la verdad, la mejor escuela. Estamos frente a una obra en la que se impone la literatura, la escritura en función de un asunto que nos transforma en buenas personas. El estilo, la frase larga y dúctil, que busca la sonoridad armoniosa, se adhiere a esta historia levemente épica que se nos presenta con recursos conocidos, pero no sencillos de manejar: una versión del manuscrito encontrado y una estructura itinerante.

Saer nos habla de una caravana que se desplaza muy despacio por tierras argentinas, en una época en la que no existían comunicaciones ni senderos trillados. La caravana está compuesta de un médico que debe acercar a su clínica a un grupo de locos, custodiado por unos pocos soldados cuya presencia es más bien testimonial: no pueden dejarlos solos. El protagonista, el narrador, relata el episodio desde la melancolía que da la vejez y la distancia: ahora vive retirado y de manera acomodada en Francia, y han transcurrido treinta años desde aquello que le cambió la vida. La novela está repleta de esos sucesos que saturan las narraciones de aventuras: duelos, secuestros, sexo, naturaleza hostil, incertidumbre y hasta monjas que introducen el factor religioso en unas almas dispuestas a recibir cualquier cosa que les ponga suelo bajo los pies.

Y, mientras tanto, se exploran las pocas certezas que definen la frontera entre la cordura y la demencia, cuya esencia apenas se decanta cuando nos lleva de la mano hacia el rabo de Satanás que se agita dentro de alguno de los personajes, entre los que destaca la monja ninfómana. Pero este narrador, que es un observador nato, mantiene siempre la referencia de quien le asegura no perder la razón, de un maestro, el médico que le formó, la figura que representa la sabiduría:

“Al leer esas líneas generosas, me llené de orgullo y de alegría, y supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y obedecido, sino aquel que es capaz de encomendar a su discípulo, que la ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita”.

La lectura de Saer, como siempre, resulta deliciosa, impresionados como vamos quedando con esa narrativa en la que las descripciones son mucho más que imágenes, nos hablan como nos hablan los grabados, con la personalidad del autor, con su sentido de la estética, depurado, y en función de mejorar, aunque sea un poco, el mundo.

sábado, 23 de enero de 2021

HOMBRES QUE CAMINAN SOLOS

 

Hombres que caminan solos

José Ignacio Carnero

Literatura Random House

 Barcelona, 2021

185 páginas

 


Volviendo a la voz que narraba en su debut, Ama, José Ignacio Carnero (Bilbao, 1986) comienza este Hombres que caminan solos con un viaje a las costas de Senegal y lo termina con un itinerario por la península, dos desplazamientos que ofrecen las antípodas del espíritu del viaje: mientras que el primero pretende ser un reportaje sobre el exilio de quienes fracasaron en el exilio, el segundo es una aproximación a la reconciliación familiar, en este caso con su padre. Y será este espíritu, el de la reconciliación, el que nos salve, el que nos indica una ruta que estaría bien seguir para salvarnos de la neurosis. El narrador, que se dirige a nosotros con una limpieza que no podemos dejar de agradecer, confiesa padecer depresiones. Conviene aclarar este término con una expresión ya clásica: una depresión no sería la música de un violín interpretando una composición triste, sino la música de un violín desafinado. Dicha depresión camina por la ruta del miedo: “Por la noche, antes de acostarme, me visitaban temores de toda clase: a la soledad, a la ruina económica, a la enfermedad”. Y se transforma, así, en un hombre más que camina solo, por la costa de Dakar o por los hospitales, o entre las calles. Es uno de nosotros cuando sentimos que hemos perdido el norte.

Pero no se rinde. Sabe que en algún lugar puede encontrar la salida a su mal y a su alcance pone la sociedad contemporánea recursos que pueden resultar de lo más extravagantes, como Tinder, pero cabe aprovecharse de ellos. Eso le empujará, por ejemplo, a una estancia en Buenos Aires que le llevará a descubrir que no todo lo que viene del exterior es daño, que los otros nos aportan otro tipo de estímulos y abre la puerta a considerar que la mejor manera de superar un mal año es con el afecto. Los otros no son el infierno. Ni siquiera la pareja con la que no termina de aclararse qué tipo de relación le conviene, qué tipo de relación será la más balsámica. Carnero nos describe el mundo de hoy -al menos el mundo para un abogado de treinta años-, lo que el padre del narrador califica como “lo que todos sabemos” y nos enfrenta a la manera que tenemos de contactar con el resto del planeta, que no siempre es vida: “Pero realmente estaba hecho una mierda. Mi ordenador me lo recordaba. Cada vez que lo abría y entraba en una página web, o en YouTube, me aparecían en la pantalla anuncios de infusiones que combatían el mal ánimo, aplicaciones que pretendían reducir la ansiedad reproduciendo sonidos de naturaleza y pastillas que potenciaban la excitación sexual. Mi ordenador sabía más de mí que mis propios amigos”. Y la solución con que va solventando toda esta ansiedad es el ansiolítico más popular en estos momentos.

Pero el Orfidal apenas sirve de tabla de náufrago. De nada sirve si no buscamos el norte perdido. El narrador, que se nos presenta como el propio Carnero, como una expresión de su yo, resulta ser un tanto diletante, culto y con problemas de autoestima que se expresan en ignorar la distancia a la que debe estar para entregarse, o no, a los demás, a su padre, a su pareja, y que es más fácil de resolver con los recién conocidos. El narrador recoge ese extraño estímulo del deseo de ser nihilista. Y lo que importa, en realidad, es la sensibilidad de la materia con la que estamos hechos. De ahí que necesite compartir, y compadecer en el sentido más literal de la palabra, padecer con su propio padre, su mayor vínculo emocional, para descubrir que existe la redención posible a las neurosis, a sentirse deprimido y a la autoficción.

viernes, 22 de enero de 2021

DIARIO DE VIAJE DE UN FILÓSOFO

 

Diario de viaje de un filósofo

Hermann Keyserling

Traducción de Manuel G. Morente

Hermida editores

Madrid, 2021

842 páginas

 


Que sea el bodhisattva y no los sabios quien encarne la mejor versión de la condición humana, es la conclusión a la que llega Hermann Keyserling (Livonio, Estonia, 1880 – Innsbruck, 1955) tras un recorrido alrededor del globo. Keyserling observa con intenciones de interpretar, y su reflexión es tan introspectiva como diletante. Siempre mira hacia el alma y siempre le preocupa cómo se comparte el alma. De ahí que encumbre al bodhisattva, al camino que emprendió Buda, a quien se encuentra sobre la ruta, porque, como explica: “juró no entrar en el nirvana mientras sobre la tierra siguiera penando un alma sujeta aún a los vínculos terrenales. Y lo comparo con el sabio que, indiferente al mundo, aspira tan sólo al conocimiento de Dios”. Esta forma de viajar, en la que está tan presente el hábito del pensamiento y el sentimiento occidental y se coteja con el oriental, impera a lo largo de esta obra descomunal y eterna, en la que se impone un término por encima de todos los que a uno se le vierten en la cabeza durante la lectura, y esta palabra es armonía. Keyserling piensa que la armonía es el fin de nuestro paso por la existencia, algo así como el sentido de la felicidad, y que esta existencia está atada a los demás. Y considera que si alguna cara de los poliedros de las religiones es una cara positiva, es la que aporta suelo a la ruta hacia la armonía. Así pues, viaja para comprender el sentido de las verdades que descubre el islam, el budismo, el hinduismo, el taoísmo, el confucionismo, pero también el cristianismo, tanto el católico como el protestante, que es la fuente de la que bebió en la infancia.

Keyserling parte de Europa y recorre la India, China, Japón y Estados Unidos en un recorrido sin describir medios de locomoción, excepto las transiciones en barco, pero atendiendo a lo sublime al tiempo que muestra lo que le perturba, que serán las emociones que darán pie al pensamiento. El occidente del que parte es demasiado científico y predispuesto a las catalogaciones. Por lo que o eres un espíritu muy abierto, y reconocerlo atentaría contra la humildad, o eres tan crítico con el origen como con el destino. “Dejo entrar libremente en mi ánimo todas las narraciones”, asegura este lector apasionado, un hombre que destaca por lo sensitivo, que se inclina ante lo profundo y lo expresivo, ante lo artístico y ante los regalos de la naturaleza. Sus diarios carecen de fecha, pero no de centros de interés, que pueden ser cuadros o reacciones, que darán lugar a consideraciones en las que la estética es una virtud moral, el alma se reconoce por la expresión. Y así nos presenta un texto que refleja búsqueda, anhelos, el deseo del trópico y el deseo de ser mejor persona, poesía y felicidad; es un texto para la metamorfosis, en el que uno no deja de ser el recipiente en el que el pensamiento sucede. Y un texto de alguien que no cesa de enamorarse de los lugares que, por sus características, van imponiendo uno u otro orden religioso, todos ellos dignos, todos ellos incompletos. Pues ninguna de las religiones consigue atender a la vez al interior y al ser social, parece indicar mientras las va comparando en un análisis de alto octanaje filosófico.

Estamos frente a un especialista en historia comparada de las religiones que encuentra santuarios en los templos, sí, y en los libros sagrados, pero también en los jardines y en los juegos populares. El mundo va cambiando a medida que lo puebla con sus pasos y así se amplía el mundo de lo posible. Nacen, con frecuencia, sus debilidades filosóficas y se enfrasca en digresiones que buscan abstraer conceptos a partir de las visiones concretas. Por momentos es deslumbrante en este ámbito, aunque en ocasiones pueda resultar un poco, muy poco, repetitivo. No importa, pues lo que uno destila de la obra es demasiado contundente: con qué está reñido y con qué marida lo racional, esa forma de estar en el planeta occidental que debería rendirse ante las aportaciones de la cultura oriental, al menos ante las más humanas, las que llevan por la senda de Buda, por ejemplo.

“Si los chinos poseen una cultura moral tan fabulosa es porque no se rompen la cabeza sobre los problemas morales, pero, en cambio, dejan que se apoderen de su alma por completo los principios confucianos que, desde luego, expresan verdades eternas. Este método produce, sin duda, personas poco interesantes, pero aptas para el trabajo”.

La cita muestra la bipolaridad admirativa que carga en la mirada nuestro filósofo: la vida debería estar organiza bajo un sentido sublime. Sometido a una suerte de extrañeza social que no descansa, Keyserling indaga en los modos de convivencia y se entrega a la cortesía. Viaja identificándose, es decir, viaja intentando vivir dentro de los sentimientos de los demás. E incluso rescata las buenas aportaciones de occidente cuando, al final del libro, recorre Estados Unidos, el país que va destilando lo mejor y lo peor de una Europa que ya parece cansada, un lugar muy enérgico donde conviven la frescura y la inmadurez: “lo que verdadera y seriamente me interesa es la posibilidad del mundo, no su existencia ni su naturaleza”, comenta al principio de un diario que derrocha sensatez y su hermana gemela, la sinceridad.


CUÁNTO TIEMPO ES MUCHO TIEMPO

 

Cuánto tiempo es mucho tiempo

Juanjo San Sebastián

Desnivel

Madrid, 2020

175 páginas

  


“Posiblemente mi mayor logro es que la vida que estoy viviendo se arece mucho a la que quiero vivir”.

 

¿Hasta qué punto somos el paisaje que habitamos? ¿O qué quiere decir esta expresión? ¿Qué se supone que significa quererse a uno mismo? Son pocos los que han conseguido ver la vida como un paisaje, y contadas las ocasiones en que lo lograron. Con frecuencia, este don tiene que ver con la proximidad de la muerte y a lo que nos acerca es a la serenidad. El efecto de la desaparición de las personas es de un impacto destructor, pero puede llevarnos a conclusiones emocionales muy balsámicas. De este cariz, de esa forma de quererse a uno mismo, de ese tono de entender la vida, es el paso por la Tierra, y por la literatura, de Juanjo San Sebastián (Bilbao, 1955), que en este libro, Cuánto tiempo es mucho tiempo, se vuelve a mostrar como el maestro que esclarece, que entiende que la luz sirve para alejar la oscuridad y no para deslumbrarnos.

Los artículos que componen la obra están escritos durante muchos años, tantos como lleva él dedicado a la aventura, y revisados desde el presente, es decir, desde la memoria. Es posible que el futuro no exista, sí, incluso que no exista el pasado. Existe, eso es seguro, el relato del pasado. Sobre ese anhelo, que no carece de romanticismo, Juanjo San Sebastián riega la memoria, que es un humo muy dulce que vaga entre todas las células del cuerpo. Nos enfrentamos a una revisión de la historia contemporánea, porque la historia no es parte de quienes están empeñados en escribirla, sino de quienes la viven. Las experiencias de Juanjo San Sebastián sólo son posibles en una época en la que se pudo compaginar tener sueños con realizarlos: disfrutar de tenerlos y disfrutar de esculpirlos: “no es posible eliminar el deseo de conocer lugares remotos hasta después de haberlos conocido”. Eso, y la relación de aventuras, nos implican en la historia de los últimos años, pero no es ahí donde hallaremos la esencia del libro. Esta es una obra sobre personas y por tanto sobre los cambios, sobre la distancia más corta entre dos puntos, que es la vuelta al mundo, como expresan dos de los amigos más queridos por Juanjo San Sebastián: Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro. Porque adentrarnos en los párrafos de la obra supone irnos enamorando, junto al autor, de la gente que le rodea.

Ellos son los protagonistas, en una demostración de que en este paso por el mundo lo único que importa es querer y ser querido, eso que se resume en la palabra amistad. Es cierto que la presencia de la muerte, la conciencia de los límites, y sobre todo la pérdida, son lagunas que interrumpen el sendero. Y como tales las trata Juanjo San Sebastián, que sabe entender que en la muerte no tienen por qué brotar sentimientos dañinos, que también los sentimientos nobles pueden hacernos más y más humanos en esas ocasiones.: “Aprendí que el dolor intenso es pasajero. El vacío no”, afirma quien aprende a vivir con ello, porque la vida se impone. Se impone la búsqueda y la experiencia de la libertad, la búsqueda y la experiencia de la felicidad:

“Pero cuando me pongo a pensar en los momentos más felices que yo he vivido, veo que todos esos momentos han sucedido después de horas, de días de esfuerzo, de cansancio extremo, de incertidumbre. A veces también de hambre y de sed. Y de noches de miedos (…). Esos momentos felices duran muchísimo menos de lo que dura el camino que conduce hasta ellos”.

“De todas las cimas, lo más importante es el viaje que existe entre ellas”, dice este montañero, que va dejando a su paso un rastro de amigos incondicionales, de gente por la que daría la vida y que darían la vida por él, alguien que valora por igual las laderas del Everest y las de Picos de Europa, pues en todas ellas uno se encuentra con los demás, que son quienes dan sentido a los días: “A mí me gusta la gente que aun pudiendo ganar, no lo hace. Porque prefiere quedarse junto a sus amigos”. Leer estos artículos es convivir con un maestro, con alguien que roza eso que, ofendiendo la humildad que transmite la obra, roza la sabiduría.


Fuente: Sal&Roca

lunes, 18 de enero de 2021

DISTRITO DEL SUR

 

Distrito del sur. Un paisaje inglés

Winifred Holtby

Traducción de Simón Santainés

Hermida editores

Madrid, 2021

672 páginas

 


La moral está vinculada a Dios, a los hombres, y a no se sabe cuántas cosas más, incluido el deber. La moral es un animal apaleado y es un rabo de Satanás entre las costillas, pero cuando uno aprende a manejarse con ellas, es un lugar de descanso: es posible que produzca fatiga el frecuentarla, sobre todo por la parte de lucha que conlleva, pero saberse en manos de buen criterio nos permitirá cerrar los ojos dulcemente. Aunque ese buen criterio no es un cimiento fijo, no es de hormigón ni está bien localizado. Nos lo ponen fácil quienes practican la dominación religiosa, pues es sencillo que uno se salvará por ir a la iglesia todos los domingos, mientras que es complicado valorar que uno está en la buena senda por ser bueno. Pero todo esto genera un debate, en ocasiones un conflicto y unos cuantos desgarros en la condición humana. Todo esto es la sal y el azúcar sobre el que edificar una novela, como este Distrito del sur, escrita hace casi cien años y que conserva todos los ingredientes del XIX y se interna en toda la valentía del XX. Al menos en términos literarios.

La obra nos presenta a una comunidad pequeña, un entorno rural que da la sensación de estar aislado: es posible que existan leyes administrativas y leyes sancionadas por el párroco, pero los personajes irán construyendo, modificando, a veces destruyendo, sus propias leyes, que brotan a partir de la complejidad para relacionarse con los demás. El detonante es la incorporación de una mujer de cuarenta años a la dirección de la escuela, pero de ese tronco surgen muchas ramificaciones, que pueden ser tangenciales o estar estrechamente ligadas, en cada historia pequeña, en cada episodio particular. Pues cada capítulo es un relato en sí, incompleto, es cierto, pues está en función del retrato global de la sociedad, pero narrado con una solvencia a la que no estamos acostumbrados. La estrategia narrativa nos remite a obras como Antología de Spoon River, de Edgar Lee Master, salvando las distancias que existen entre quien comulga con Tolstoi y quien lo hace con Walt Whitman. Y no se puede dejar de asociar la atmósfera a los condados cerrados de Faulkner y García Márquez. Todo ello con un espíritu de novela que nos recuerda a George Elliot en Middlemarch. ¿Se puede exigir más? Sí, se puede exigir salir triunfante de ese empeño. Y Winifred Holtby (Rudston, 1898 – Londres, 1935) demuestra talento y trabajo para retratar esta aldea reaccionaria en la que vamos conociendo todo a la vez: lo que son y lo que piensan los personajes, y lo que sucede a todos y cada uno de ellos. En cierta medida, se puede hablar de un refugio en arquetipos, pero los arquetipos han surgido de una destilación, de una observación, de una indagación en la condición humana.

Holtby demuestra una cierta confianza en la humanidad, pues sus personajes no evitan la incomodidad de vivir y, por lo tanto, saben que el destino depende de sus actos. Pero al mismo tiempo se transmite un pesimismo o una tristeza, la de quien siente que es fácil que todo vaya mal. La sensación universal de esta obra viene de ese ambiente que surge al comprobar lo complicado que es entenderse con los demás. El consuelo que nos queda es la sensación de estar leyendo otra época, otro lugar; pero durante la lectura, una experiencia de las que nos lleva a vivir dentro del relato, no podemos evitar preguntarnos si ellos no tenían razón, si no deberíamos renegar de lo digital y la comunicación online, por mucho que nos pese el malestar de los contactos entre personas. Tal vez sea cierto que la vida entonces era más auténtica.

lunes, 4 de enero de 2021

A PIE POR INGLATERRA

 

A pie por Inglaterra

William H. Hudson

Traducción de Pilar Rubio Remiro y Gustavu Muñoz Veiga

La línea del horizonte

Madrid, 2020

258 páginas

 


Leer, caminar, escribir, viajar, son verbos que se conjugan con todos los que atañen a la memoria: construir memoria, habitarla, relatar la memoria y relatarnos desde la memoria, estar en la memoria mientras nos mantenemos estables en el presente. De este cariz es el libro que tenemos entre manos, este A pie por Inglaterra que escribió William H. Hudson (Quilmes, Argentina, 1841 – Worthing, Inglaterra, 1922) hace más de cien años. Nuestra impresión, durante el tiempo que vivimos dentro de él, pues es un libro que invita a vivir, es la de viajar no solo geográficamente, sino también en forma de época. La nostalgia, o algo que se asemeja a la nostalgia pero que carece de ese punto de patología que podría conllevar, es por un tiempo no vivido, un tiempo anterior a nosotros, un tiempo en el que pisar la tierra era natural y muy sencillo. Las dimensiones se nos antojan mucho más humanas: Hudson se mueve a pie y, en ocasiones, en bicicleta, cuando considera que una distancia de unos pocos kilómetros es demasiado impedimento.

Frente al afán humilde de este observador, está nuestra concepción de un orbe demasiado grande: las distancias que se recorren en avión se nos antojan normales y el tiempo del que disponemos demasiado escaso, pues nos gustaría no dejar centímetro de la Tierra sin recorrer. Es, pues, el espíritu del autor lo que nos lleva de viaje, lo que nos transmite nostalgia: ojalá pudiéramos volver a ser tan respetuosos, tan tímidos, a carecer de este artificio que es otra forma de avaricia, el protagonismo de ser quien más banderas coloca sobre el mapa. Hudson nos ofrece el pasado como garantía de sensibilidad y sosiego: “el placer radica en la alegría de la búsqueda, en el sueño de capturar algo ilusorio, algo misterioso, y expresivamente bello”. Esa búsqueda que reconocemos atañe a un deseo universal, algo posible pero sometido a demasiado acoso, que se puede llamar el alivio. Hudson, ese hombre comprometido con las aves, busca algo de lo que nos vemos privados, pues se nos arrebata hasta como meta: la vida libre y plena, el descanso, el bálsamo de la naturaleza y del mundo rural. Tal vez a lo que más se asemeje este libro es a los cuadros de Constable, otro viajero de las sensaciones, alguien que no precisaba de larguísimos recorridos para saberse dueño de sus días y de sus noches.

El libro está narrado en primera persona del plural, pues a Hudson le acompaña alguien, cuyo nombre no desvela, pero al relatarnos los paseos de este modo ese alguien es el lector. No nos empuja dentro del libro, sino que nos invita a acompasar nuestros pasos a los suyos. Y resulta sencillo aceptar esta invitación, como resulta sencillo acompasar nuestros minutos a su prosa, pues Hudson es uno de los pocos escritores con la capacidad de escribir como se respira en tiempos de calma.

POR QUÉ VOLVÍAS CADA VERANO

 

Por qué volvías cada verano

Belén López Peiró

Las Afueras

Barcelona, 2020

135 páginas

 


En este volumen, Por qué volvías cada verano, Belén López Peiró (Buenos Aires, 1992) nos recuerda las virtudes y los fracasos de la literatura testimonial: está el impacto, que desgarra o provoca ternura, y está la cauterización imposible. El género testimonial, la revisión en la memoria y su transcripción, aparenta ser terapéutica, pero ese afán termina por ser su derrota, pues nos encontramos ante el desengaño de que por muy bien que lo expresemos, nada conseguiremos cambiar en nuestro pasado ni en la versión de lo que somo en el presente. Está la tendencia al consuelo, que es encomiable y no deberíamos minusvalorar, y está la tentación de poner las cosas en su sitio, es decir, reconciliarnos con el relato, como sustituto a la reconciliación con lo vivido. De todas las funciones posibles de la literatura, del arte, la psicoterapéutica resulta la menos exitosa.

Pero eso no impide que nos entregue buenas obras, como la que tenemos entre manos, escrita por una autora joven para suplantar la venganza por la escritura. López Peiró nos habla sobre los abusos que cometió su tío cuando ella era púber y adolescente y lo hace con un horror seco. Despliega toda la artillería en fragmentos que va colocando en diversas voces, desde la propia a la de los testigos, o quienes debieron ser testigos o al menos acompañarla, y habla sobre las consecuencias de lo que ha podido destrozar una parte de la vida, un cimiento emocional. Por mucho que la razón vaya consiguiendo asentarse, por mucho que logre explicar y explicarse, saber, comprender cuál es la desdicha y cuál es la solución, los escollos que flotarán en el corazón y los pulmones seguirán incordiando toda la vida.

Con un tono oral, sin alardes estilísticos, o de exceso de estilo, nos habla desde dentro y desde fuera, desde varios interiores sentimentales y desde lo que va siendo la investigación. Pues, aunque se trate de un libro que nos emocionará hasta físicamente, López Peiró no olvida que tiene entre manos una historia de terror y como tal deberá ir revelando una investigación, una trama. Lo que ocurre es que la fragmentación despista. Ahora bien, ¿a qué se debe esta fragmentación? Se debe a que la memoria no es lineal, o solo lo es en la transcripción que se atiene a las estrategias narrativas, lo cual contiene muchas trampas y mucho arte, pero nos aleja del planeta de sensaciones que nos ha ido construyendo. Uno repite fragmentos del pasado en las pantallas del cerebro, no una impresión que se asemeje a una película redonda.

Aunque la obra sea breve, los estratos de lectura varían. Hemos mencionado la memoria, la terapia, la investigación y el estilo, pero también cabe destacar el aspecto social y el retrato de la familia. Los testimonios nos remiten a la brutalidad que se puede esconder entre la clase media y, por tanto, entre nosotros. No sólo por el retrato de quienes intervienen, sino también por esos diálogos sin interlocutor en los que vemos el reflejo de nuestro día a día, esas interpelaciones baldías que nos van sacudiendo y que, con tanta frecuencia, nos dejan con ganas de escribir para encontrar quien nos escuche, pues nadie atiende a nuestra voz. Y ese reflejo tampoco ayudará a la sensación de que con esta obra se consiga cerrar nada. Como el grito de un ahogado, será un llanto que reclama una justicia que quien la implora sabe que no existe, al menos en este mundo y este mundo es, con certeza, lo único que sabemos que existe.


Fuente: Revista de letras

ALTIPLANO

 

Altiplano. Tumbos y tropiezos

Alain-Paul Mallard

Minúscula

Barcelona, 2020

117 páginas

 



Hay algo de confesión de intenciones en ese comentario de Alain-Paul Mallard (Ciudad de México, 1970) acerca de la obra fotográfica de una compañera de ruta:

“Como se lanza en sus expediciones sin mayor equipo de producción o apoyo logístico, las fotografías de Scarlett se resuelven con materiales locales y solicitan la asistencia de los habitantes del lugar, su anuencia y complicidad. Cada imagen es fruto de una serie de tribulaciones, encuentros, desencuentros y negociaciones que, en el aséptico espacio del museo, el inocente espectador lejos, muy lejos, está de sospechar…”

Con Scarlett comparte pasos en este recorrido por el Altiplano de Bolivia, en estas acuarelas que componen el volumen Altiplano. Tumbos y tropiezos. Están en Uyuni y recorrerán el salar. Junto a ellos viaja una artista holandesa con intenciones de crear una obra de Land-Art en uno de los rincones más especiales del planeta. De los cuadros que nos presenta Mallard, este será el más extenso y reflejará unas impresiones que nos seducen, mucho, y nos llevan a la serenidad de un viaje que es más contemplación que aventura. En ese sentido, el texto es una demostración de que la vida de acción o es más intensa que la vida de contemplación, pero también una afirmación que sostiene que es innecesario separar ambas. Mallard no profundiza en los personajes que le salen al camino, sino que elige enfrentarse a las imágenes, a los sonidos, a lo que formará el recuerdo. Estamos ante un texto que nos habla sobre cómo se va construyendo lo que será la memoria.

En alguna ocasión recuerda el paso por el cerro de Potosí, en contraste con el salar: del negro al blanco, de la oscuridad a la luz, de la suciedad a la limpieza, de la claustrofobia al aire libre. El itinerario atraviesa aire y la lectura resulta fluida, llena de unos recursos que son tan artificiales como los que delata en las fotografías de Scarlett, pero que, al igual que éstas, son os antojan puramente naturales, dictados sin tropiezos, escritos con una facilidad inusitada, ese tipo de facilidad que puede estar requiriendo de mucho trabajo y muchas correcciones. Y, mientras tanto, no abandona la táctica del contraste: visitará Oruro y se detendrá en dos lugares, una mina de oro y un zoo donde contempla a un cóndor. No poder acariciar ni el oro ni las plumas le privará de la amargura que le iguala a los mineros y del anhelo salvaje que nos lleva hasta la versión más cruda de la materia de la que estamos hechos.

Mallard visita la mansión de un millonario, de alguien que hizo su fortuna con la explotación del estaño (de nuevo el reino mineral como protagonista de un país tan hermoso como duro). No consigue encontrarse con él, pero durante la visita le llama la atención una caja de música descomunal, una expresión de lujo bastante hortera. Este cuadro contrastará con el último, el más social, en el que nos relata su encuentro con un anciano mendigo. Aquí sí, aquí se impone la persona y no las pertenencias, aquí se impone la compasión. De hecho, el rechazo que sintiera por la caja de música -un invento burgués e importado- es sustituido por la atracción por el viejo poncho, que representa a los Andes y será, pues, otra pieza que nos ayudará a hacer memoria.

Las preguntas que surgen para razonar el viaje seguirán en parte vigentes: ¿por qué viajamos? No tiene solución en estos textos serenos. ¿Para qué viajamos? Sí. O al menos en buena parte: viajamos para construirnos una memoria que merezca la pena.


Fuente: La línea del horizonte