lunes, 18 de marzo de 2024

EL BOXEADOR

 

El boxeador

Alfons Cervera

Piel de Zapa

Barcelona, 2024

150 páginas

 



Charles Chaplin idea una escena deliciosa: un mendigo, su personaje más popular, Charlot, encerrado en una cabaña en Alaska, muerto de hambre, se come su propia bota; pero no la devora con una pasión salvaje, sino que guarda la compostura en cada uno de sus gestos, limpiando la vajilla, mimando la bota dentro del agua caliente, agarrando los cubiertos con la cortesía del protocolo; el mensaje que nos llega es, claramente, el de la dignidad de la pobreza. La pobreza es una derrota. Hablar de la dignidad de la pobreza es lo mismo que hablar de la dignidad de la derrota. Si bien puede haber otras formas de estar en el lado opuesto de los vencedores, como en un partido de fútbol o baloncesto. Pero estos deportes que enfrentan a dos equipos se reproducen dentro del espíritu de las batallas. Esto nos lleva hasta los mayores perdedores que se han gestado jamás, que son los que sufren la derrota en la guerra. Condenados a la pobreza, a formas de miseria, se les priva incluso de voz, pues el relato que se instala es el de su oponente. De ahí el proyecto literario de alguien como Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947), que nos lleva a los años posteriores a la Guerra Civil y a lugares alejados de las grandes poblaciones. Allí, en el mundo rural, en el monte, se esconden las historias que nadie va a heredar, las historias que él ve necesario crear, porque su obra es ficción, pero se nutre de lo posible. No hay nada que no pudiera haber sucedido y que, casi seguro, en realidad sucedió en términos muy semejantes a los que él utiliza.

Un anciano regresa a su pueblo de origen, desde el exilio en Francia, y lo hace solo. La soledad es fundamental para construir una narración, y también para saldar cuentas. A partir del reencuentro con el lugar, del que lamenta la desaparición por culpa de las pisadas del progreso, se entrega a fragmentos de memoria. Estos van construyendo la novela encadenando pequeños relatos que funcionan con autonomía, y que están unidos por una voz que es vital y crepuscular a un tiempo. Nuestro narrador nos habla de «uno más de los olvidos con los que se ha ido construyendo la vida en Los Yesares», para referirse a las historias que recrea. Certezas en su memoria, olvidos en la memoria social. «No le dije, porque entonces no lo sabía, que las guerras empiezan cuando empiezan y no se acaban nunca», comenta, explicando esta actualidad sobre la que construir todo un proyecto literario: el de aclarar que hubo vencedores y vencidos, que hay pobres y ricos, humillados y violentos. «Soy el crío al que los civiles quemaron los dedos con un soplete y se me quedaron las uñas azules para toda la vida», dice, este hombre cuya infancia no fue feliz y siente que la memoria le está fallando, de ahí esa necesidad de narrar, de hablar sobre la dignidad de la derrota. Esta es la dignidad que padece la mayor parte de la población, la de quienes en lugar de escribir la historia, como decía Camus, la sufren. Es decir, estos son los hombres y mujeres sobre los que se debería hablar cuando tratamos con la historia. Estos somos nosotros.

NOSOTROS, REFUGIADOS

 

Nosotros, refugiados

Hannah Arendt

Traducción de Lidia Suárez Armaroli

Altamarea

Madrid, 2024

105 páginas


 


El texto que rescata Altamarea, Nosotros, refugiados, de Hannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975) es sensato, divergente, deslumbrante y conciliador. Se trata de definir, con el punto exacto de denuncia, el concepto de refugiado, a partir de su propia vivencia y de lo que sufrieron los judíos europeos en los años treinta y cuarenta. Definir, se nos advierte desde el principio, no es lo mismo que etiquetar: para lo primero hace falta sensibilidad, inteligencia, para lo segundo basta con un arrebato de agudeza. «Lo primero de todo: no quisiéramos que nos llamaran “refugiados”. Entre nosotros nos llamamos “recién llegados” o “inmigrantes”». Así da inicio la exposición que enseguida nos aclarará cuál es la seña de identidad del grupo: «Pero para reconstruir nuestras vidas hay que ser fuerte y optimista. Por eso fuimos muy optimistas». Es necesario tener el alma de un héroe para reinventarse desde el infierno.

Arendt expone el sustrato desde el que llegan a un territorio que, leyéndola, no nos atreveríamos a calificar de exilio, aunque esta palabra no cesa de asomarse, y de afectar a la pregunta de en qué puede transformar sus días: «Si alguien nos salva, nos sentimos humillados, si alguien nos ayuda, nos sentimos degradados». De hecho, entre ellos se comportan como el perro salchicha que al exponer su historia cuenta que antes era un San Bernardo. De ahí se puede deducir una de las constantes que atraviesan el texto, que es la tristeza. Sobre esa tristeza, ese vaivén, el que provocará el debate, Arendt indaga sin profundizar, apuntando ideas, acerca de la identidad judía, al menos en lo que atañe a estos recién llegados: «Nuestra lealtad, de la que tanto se duda hoy, tiene una larga historia. Es una historia de ciento cincuenta años de hebraísmo asimilado que ha llevado a cabo una empresa sin precedentes: hacer que los judíos, que no han dejado nunca de mostrar su propio no-hebraísmo, consiguieran seguir siendo judíos», comenta, antes de recordar que siguen sin sucumbir al desánimo, que se mantienen en el optimismo que nada sobre la tristeza.

El texto de Arendt es breve, nos habla del suicidio, de la libertad, de la piedad y, sobre todo, de la dignidad; nos habla de la humanidad a la deriva. Viene acompañado por un estudio de la filósofa romana Donatella Di Cesare (1956), que añade la idea del refugiado como fenómeno político, considerando que son «aquellos que los enemigos llevan a campos de concentración y los amigos recluyen en campos de internamiento». Se trata, en definitiva, de uno de los grupos de grandes perdedores. Di Cesare nos habla de la práctica imposibilidad de otorgarles derechos, de la incapacidad de resolver el problema mientras se mantenga viva la actual división del mundo en Estados nación. Se cuestiona si fuera posible otra forma de organización mundial pues la desgracia de los refugiados, a su juicio, no es tanto la falta de libertad como la ausencia de comunidad con el amparo de derechos que conllevaría pertenecer a alguna. Comunidad no significa nación, aclarará, pues confía en que se puedan crear comunidades al margen de las fronteras, pues creer en fronteras y acoger refugiados son dos actos incompatibles.

Di Cesare definirá el texto de Arendt como una expresión de denuncia política, impregnada por un pathos existencial, en el que destaca la agudeza y la melancolía. No cabe mejor esclarecimiento para una obra que también versa sobre uno de los grandes asuntos que no han abandonado a la humanidad desde los tiempos de Abraham: las concesiones de derechos de visita pero no de residencia, la relación entre la posesión del suelo y la posibilidad de transitarlo, la petición del derecho a circular libremente por el mundo frente a la idea de del derecho de quedarse en un lugar donde el mundo vuelva a ser común. Por todo ello, este texto breve debería quedarse a vivir con nosotros durante mucho tiempo, tal vez para siempre.


Fuente: Zenda

viernes, 15 de marzo de 2024

ELOGIO DEL CAMINAR

 

Elogio del caminar

Leslie Stephen

Traducción de Andrés Catalán

Ilustraciones de Manuel Marsol

Nórdica

Madrid, 2024

61 páginas

 



«Dicen los moralistas que cuando un hombre empieza a envejecer podría hallar algún consuelo a los crecientes achaques si echa la vista atrás a una vida bien aprovechada». Así comienza este precioso texto de Leslie Stephen (Londres, 1832-1904), conocido por ser el padre de Virginia Woolf. Su vida no se redujo al oficio de paternidad: Stephen fue presidente del Club Alpino londinense y editor de Alpine Journal. Es decir, Stephen estaba enamorado del aire libre y los beneficios de la vida al aire libre, que en la primera página de esta reflexión define a través de las palabras disfrute e inocencia. ¿Existe, acaso, un disfrute real si uno vive dentro de los antónimos de la inocencia: malicia, fullería, desconfianza, estafa? No. Porque los antónimos de inocencia producen dolor y el dolor es la máxima contaminación que existe en el mundo. Así pues, estamos en la balanza que pone a un lado la contaminación y al otro el aire libre, a un lado la inocencia y al otro la maldad.

Pero Stephen no nos habla de caminar como una gran hazaña, como un ejercicio deportivo, a pesar de mencionar a quienes recorren hasta cuarenta kilómetros cada día. Stephen vincula el paseo a la literatura, sobre todo a la literatura que comulga con la poesía o es, directamente, poesía. Su doctrina, expone, consiste en defender que «caminar es la mejor de las panaceas para las tendencias mórbidas de los escritores». Mórbidas, nada menos. Mórbida es cualquier forma de neurosis, la tendencia a la autocompasión en tiempos de crisis o la cobardía. Ante cualquier situación angustiosa, uno debe imaginar que su cuerpo es un agua de plata o es aire, pero no el aire mil veces respirado en las ciudades, sino el aire que vuela entre los árboles del bosque, sobre las praderas o acariciando el filo de la montaña. «Pequeñas imágenes de paisajes, que a veces no tienen que ver con ningún lugar concreto, me traen el leve aroma de antiguos paseos en agradable compañía, solitarias meditaciones y agotadores ejercicios, y sería un completo sinvergüenza si no reconociera que le debo ese relativo mérito a la inofensiva monomanía que tantas veces me llevo, por decirlo con una frase de Bunyan, de las diversiones de la Feria de las vanidades a las Montañas deliciosas del pedestrianismo». Así concluye este hermoso alegato a favor de una vida en la que los pies sean la fuente de contacto con la naturaleza.





 

martes, 12 de marzo de 2024

BAUMGARTNER

 

Baumgartner

Paul Auster

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Seix Barral

Barcelona, 2024

261 páginas

 



Lo que define nuestro paso al mundo adulto son las cosas en las que dejamos de creer. A fuerza de realidad, entendiendo por realidad lo más tangible, sustituimos la idea de volar por la de subirnos a un avión, la de hablar con los animales por domesticarlos o la del puro amor eterno por el sexo y algo de compañía. Pero si uno es medianamente imaginativo, sustituirá esas fantasías proyectadas sobre la vida cotidiana por una imaginación que se conjuga con las herramientas de eso que en narrativa se conoce como realismo: puede que no seamos capaces de respirar bajo el agua, pero sí de descubrir cómo podemos colaborar para mitigar el sufrimiento de un niño en un campo de refugiados. Hace falta mucha imaginación para seguir charlando con los amigos, para cambiar los pañales a un bebé o para cuidar de los enfermos.

La transición que han ido viviendo los lectores de Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) tiene bastante de reflejo de este fenómeno: sus novelas que reflejaban tanto azar —El palacio de la luna, La trilogía de Nueva York, Brookly Follies— han sido una compañía semejante a la de los sueños de la infancia y adolescencia, y por eso mimo nos han resultado tan memorables, tan sanas, tan acogedoras. Pero ahora llega el momento de la realidad, de lo tangible, entre lo que se encuentra el paso del tiempo que es, por definición, la antítesis de lo que se puede tocar. Pero es lo mas real que sucede si nos atenemos a sus efectos en nuestro organismo. Es imposible que el cuerpo vuelva a ser el mismo. Auster ya no volverá a cumplir setenta y cinco años y se plantea qué es la vejez, eso que, a juzgar por las páginas que componen este Baumgartner, está sintiendo. Como en cualquiera que tenga por tentación y talento la fábula, será a través de la ficción como mejor pueda reflexionar acerca de este tren que nos arrolla.

Lo primero que uno identifica es la soledad. La mayoría de los personajes centrales de las novelas de Auster se han movido solos, siendo la soledad una forma no elegida de vivir. En este caso, Baumgartner, que es el apellido de nuestro intelectual protagonista, se ha visto abocado a esa soledad durante los últimos diez años de vida, desde la muerte de su mujer. En todo este periodo de duelo, ha vivido con el recuerdo de ella como quien sufre el síndrome del miembro fantasma, ese que nos hace creer que todavía existe el miembro que nos han amputado. Pero ha llegado el momento de volver a enamorarse, y pone su atención en alguien que es dieciséis años más joven que él. La sensación que da es que Baumgartner se enamora por inducción. Y, mientras tanto, asistimos a algo tan propio de la vejez como es la duda: cuando uno es joven está demasiado seguro de saberlo todo. Aquí sucede todo lo contrario, y ni siquiera sabe si lo adecuado es publicar la obra poética de la mujer difunta. Ni cómo debe afrontar la declaración ante su nuevo amor. Auster se entretendrá explicándonos de donde viene nuestro querido protagonista, hablando de la sociedad de patriarcado en la que habitaron sus padres, que contrasta con esta en la que uno está obligado a definirse en cada momento. Con estos mimbres, construye una novela que mantiene su estilo, su fluidez, su encanto. Resultará complicado valorarla, si es que la valoración supone poner nota, por todo lo que uno quiere a este escritor. Lo que es seguro es que sentirá, al final, que ha hecho muy bien en elegir leerla.

lunes, 11 de marzo de 2024

MOÇAMBIQUE en MUNDO NEGRO

 



Arranca este peculiar libro de Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) asegurando que la memoria lo es todo para él, una frase que muchos suscribiríamos sin darnos cuenta cabal de las consecuencias. La memoria es una balsa de piedra. Y también un espejo poco piadoso.


Son meditaciones sin lirismo ni escarnio que encajan como incrustaciones preciosas porque rehúyen el énfasis. Nos desarman. Pero el arma que Martínez Llorca empuña mejor no lleva rastro de pólvora: es tinta china. 


No cae Martínez Llorca en el patetismo o el exotismo. No es ni libro de viajes ni crónica, sino mapa topográfico –al autor le puede el amor por la geología, y trata siempre, machadianamente, de diferenciar las voces de los ecos– de un microcosmos africano.


Busca el autor una cierta verdad, la de quienes viven su vida y seguirán viviéndola cuando los ojos del viajero vuelvan a su sitio.


Artículo completo: https://mundonegro.es/la-belleza-durisima/

viernes, 8 de marzo de 2024

EL VALOR DEL AGUA

 

El valor del agua

Julio Llamazares

Ilustraciones de Antonio Santos

Nórdica

Madrid, 2024

60 páginas

 



El verdadero valor del agua es la tierra. Es decir, no hay tierra que no le deba al agua su existencia, sus nutrientes, su vida. Por otra parte, a lo que más se debería parecer la memoria es al agua: liquida la sed, se adapta a la forma y hasta nos recuerda al líquido amniótico en el que habitamos los meses más seguros de nuestra vida. Sin embargo, hay versiones referidas al agua que dan al traste con la vida: estas tienen que ver con la civilización. Ahora que se trata tanto acerca de los pueblos abandonados a merced de algún pantano, un tema al que ya había recurrido anteriormente Julio Llamazares (Vegamián, 1955), llega este pequeño relato, El valor del agua, a recordarnos que el mundo está en liquidación. Volvemos a la memoria, que en la literatura de Llamazares es tanto como decir que volvemos a los ancianos, a los que están cerca de desaparecer. Y debemos hacerlo no con imaginación, ni con atrevimiento, ni con nada que tenga que ver con esa inteligencia que rueda entre la materia gris: volvemos a ellos con la única expresión válida de respeto, que es el cariño. La relación entre un abuelo y su nieto sirve para componer esta sencilla historia sobre la melancolía, sobre los tiempos que jamás regresarán y que morirán con nosotros. En realidad, nos recuerda todo lo que vale lo que echamos de menos, lo que hemos querido.

Cabe decir que al texto acompañan unas ilustraciones (o tal vez las ilustraciones sean las verdaderas protagonistas) de carácter naif, en blanco y negro, que nos recuerdan a los grabados de linóleo. Hay en ellas mucha inocencia, pero también un punto exacto de lo sombrío. No son puro deleite, si no una forma de advertencia contra el éxito del desarrollo de la civilización, con todas sus invenciones, que nos llevan al olvido de lo que de verdad importa: querer y ser querido.

El valor del agua es un hermoso texto de Julio Llamazares sobre la pérdida, la vejez, la tierra y el agua. Un libro para lectores de diferentes generaciones.

«Cierra el grifo, que se gasta el agua. Siempre que Julio se dejaba un grifo abierto, escuchaba a su abuelo repitiéndole lo mismo: “Cierra el grifo, que se gasta el agua”. O bien: “No malgastes el agua, que cuesta mucho”. Parecía como si el hombre no pensara en otra cosa más que en el agua». Julio contempla cómo su abuelo va envejeciendo en un lugar que no es su casa, recordando lo que dejó atrás: amores, trabajo, naturaleza y, sobre todo, la pérdida de un pueblo inundado por el agua. Julio Llamazares narra, a través de la mirada de un niño hacia su abuelo, cómo se viven la pérdida y la vejez.







jueves, 7 de marzo de 2024

GOLPE DE GRACIA

 

Golpe de gracia

Dennis Lehane

Traducción de Aurora Echevarría

Salamandra

Barcelona, 2024

350 páginas


 


Desde lo alto de una montaña, el Diablo muestra a Jesús los reinos del mundo y le promete entregárselos si le adora. Jesús suelta aquello de «apártate de mí, Satanás», pero en ningún momento le responde que no puede entregarle esos reinos porque no son suyos, como si reconociera, elípticamente, que estos reinos pertenecen al mundo del mal. Dennis Lehane (Dorchester, Massachusetts, 1965) ejerce de novelista asomado a una colina semejante a aquella donde sucede ese encuentro, y desde ahí da fe de lo que acontece en los reinos del mundo o, para ser más exactos, de la parte que puede darse fe de los reinos del mundo, que no es la generalización o la abstracción, sino la vida de barrio. Que un novelista de fe podría ser una aporía, pero la ficción no tiene por qué lidiar con la realidad, y sí con la verdad. Y en este caso, en este Golpe de gracia, nos lleva a encontrarnos con un personaje que está muy vivo para el lector, pues nos lleva hasta el límite de lo humano, hasta ese punto en el que cuando a uno ya no le queda nada que le sostenga, que le apuntale, se mantiene en pie gracias a la rabia.

Mary Pat, la protagonista, debería ser una madre coraje buscando a su hija desaparecida, en una barriada blanca de Boston, a principio de los años setenta. Sin embargo, el entorno y el relato con el que se va encontrando es tan sucio, y ella ya ha perdido tanto por el camino a lo largo de sus cuarenta y pocos años de vida, que la misma rabia que la impide morir, la impide comportarse civilizadamente.  En ese sentido es un antihéroe, dado que no vemos la contención que se suele atribuir a este tipo de caracteres. Los impulsos por los que se orienta son muy primarios, y el único apoyo, aunque condicionado, que tiene es el de un policía que consiguió desengancharse de la heroína. La narración, que responde a una itinerancia, sucede a galope, con un ritmo perfecto para este tipo de novela: hay una brillante dosificación de golpes de efecto, hiladas con los descubrimientos que se van sucediendo, un ajuste estupendo de los diálogos que facilita la lectura ágil, un dominio de tiempos narrativos, de entradas y salidas de personajes, en una trama que podría ser sencilla de haberla resuelto linealmente. Pero el hecho desencadenante de todos los demás acontecimientos vuelve una y otra vez, desde el pasado reciente, para ir justificando cada movimiento.

Pero Lehane no se limita a construir una novela negra impecable. En la obra laten, empujando a las faenas y justificando las reacciones, temas sociales: el racismo en una ciudad que segrega y a la que una decisión judicial obliga a dejar de segregar; el retrato de un estrato económico bajo, de unos seres que nacieron entre los desfavorecidos; el problema de las drogas y el narcotráfico dentro de los límites de la ciudad. Y también, en lo que tal vez sea la aportación más interesante, cómo definir a un vecindario que está en el crepúsculo de su existencia: hasta ahora funcionaba como una tribu, en la que todos educan a todos, pero ahora eso, a cuenta de lo que pudre la delincuencia y el malestar global, ese que se vivió en Estados Unidos tras la guerra de Vietnam, pasará a ser una leyenda. Los vecinos se resisten a los cambios, intentan permanecer en sus refugios, en su farsa de seguridad, la que facilita un estilo de vida que se acaba. Lo que vendrá en su sustitución son problemas que sólo se solucionan con violencia, frente a los que lo único que nos puede sostener es el recurso límite de la rabia:

«Ella se siente mal. “¿No existe una línea que no debemos cruzar?”, quiere preguntar. “Un lugar en el que no deberíamos intentar entrar a la fuerza?”».


Fuente: Zenda

miércoles, 6 de marzo de 2024

HORIZONTE TARDÍO

 

Horizonte tardío

Ernesto Escobar Ulloa

Comba

Barcelona, 2024

428 páginas

 



Que la vida nos lanza contra distintos acantilados es un lugar común, pero ver cómo este lugar sucede, comprobarlo, no deja de traernos a la conciencia un horror, que también es común. Tal vez por eso nos abate, por lo que sentimos en él de irremediable. Si contamos nuestra historia, contaremos la de todos. Eso que a todos nos incumbe a lo que se une eso que nos hace diferentes, lo que nos contiene y nos refleja junto a lo que nos marca como individuos, todo ello bien combinado y escrito con buen oído, dará lugar a una obra en la que nos reconocemos mientras manifestamos sorpresa. Esto es lo que sucede con esta novela de Ernesto Escobar Ulloa (Lima, 1971) que nos lleva a un Perú en el que distintas formas y distintos grados de agresividad han construido a sus habitantes. Nuestro protagonista emprende un viaje a lomos de un camión en el que se encuentra con ese tipo de gente a la que le arrolló la vida, encontrándose con un antiguo compañero de escuela. A partir de ahí, desata recuerdos, que se alternan con este desplazamiento, que por momentos parece destinado a definir el verdadero amor, como si moverse hacia el sur sirviera para madurar sentimientos.

Hemos dicho madurar, pues estamos frente a alguien que parece necesitar ese empujón: «Me hallé en el lugar que más me aterraba: el centro de atención», dice, definiéndose a sí mismo. Este tipo tímido siente una nostalgia de compleja definición por su adolescencia, como si no consiguiera echarla de menos, como si pretendiera desprenderse de ella, sin que sea capaz de lograr ninguna de las dos cosas. Monta su grupo de música de rock duro, juega en el equipo de fútbol, entra un poco en las drogas, se echa novia y se busca otras mujeres porque le sobrepasan los impulsos sexuales. Y, mientras tanto, el país va sufriendo una historia en que aflora la violencia, unas condiciones compulsas que son bastante conocidas, las que sucedieron en los años setenta, y que termina en algo que se parece a la nada: «¿Cómo es, no? De la noche a la mañana pasamos de estar a punto de hacer historia, a que la historia no supiera ni quienes chucha éramos».

La memoria es aquí un instrumento para intentar explicarse a uno mismo, y explicar aquí y allá el país, y uno siente la tentación de hablar de ese subgénero, un tanto forzado por su escasa autonomía como tal, que se conoce como autoficción. Zero, que es como llaman al protagonista, cuyo verdadero nombre es Ezra, en homenaje a Ezra Pound, protagoniza un viaje que no sabe si es búsqueda o diáspora, en el que atendemos incluso a momentos metaliterarios, en el que encadena relaciones para dejarnos con dudas en la cabeza: ¿las vidas con las que ha tratado, con las que está tratando, se están construyendo o son vidas destruidas? En cualquier caso, Escobar Ulloa es consciente de que la esencia del conflicto sobre el que quiere hablar es el animal humano, la gente que no tiene ningún empacho en acabar plagiando libros de alguien que le gusta. Todo ello narrado con un estilo impecable, alejado de los manierismos de corto aliento actuales, con respeto por el lenguaje. Una novela debe defender la autonomía de la ficción como lugar donde ocurren las cosas que realmente importan. Aquí Escobar Ulloa sabe hacer, y muy bien, su trabajo: «Como me dijo una vez alguien, la verdad es un recodo, algo marginal, una serie de hechos aislados».  

miércoles, 28 de febrero de 2024

MOÇAMBIQUE en ZENDA

 

Poesía para ver Mozambique

Poesía para ver Mozambique


Decía Patricio Pron hace poco en una entrevista que escribir cambia la manera de viajar. También decía que leer cambia la manera de viajar, pero a mí me ha golpeado sobre todo la primera frase mientras leía este librito de Ricardo Martínez Llorca, que me ha mostrado una realidad a la que yo difícilmente hubiera podido acceder a través de mi propia mirada. Una realidad, por cierto, enmascarada por otra realidad, que es la que nos llega a través de los medios de comunicación sobre países como Mozambique, realidad esta última que también está presente aquí, con lo que debe ser bastante real. Uno, que no ha estado nunca en este país, puede reconocer aquí y allá escenas que ha visto o sobre las que ha leído, incluso hasta el hartazgo.

"Arrancar belleza de lo rutinario, de lo anodino, de lo sórdido, he ahí el gran reto del escritor de viajes en este texto absolutamente logrado"

Un aire de familiaridad impregna, desde el comienzo, cada capítulo. Y, sin embargo, no. Sin embargo hay mucho más: otra realidad, a la que solo tiene acceso el autor y, por lo tanto ahora, afortunadamente, nosotros, los lectores. Es una realidad esta última hecha de otros viajes, a este país, a otros, amasada en la experiencia de la lectura, de la escritura y, sobre todo, de la palabra, de la palabra justa, evocadora, cargada de una terrible poesía, fiera y, a la vez, reparadora. O si no, lean este párrafo, situado ya hacia el final: “Hay un instante, horas antes de terminar el viaje, en el que se sabe que el mundo ha envejecido. Se trata de una certeza que aflige y, en caso de no disponer de una puesta de sol en condiciones, no cabe afrontarla de otra manera que no sea celebrando la despedida con un plato típico del país, acompañado por una cerveza, y prolongar el rito con un paseo por las calles revisando el rostro de la gente, que ahora se mueve un poco como fantasmas en una gasta de lluvia.”

"Uno quisiera viajar solo a estas páginas, no al Mozambique de las guías o los documentales de televisión, visitar un día un capítulo, otro día un párrafo, detenerse a comer, a dormir, y de nuevo visitar y ver"

Arrancar belleza de lo rutinario, de lo anodino, de lo sórdido —muy presente, desde luego, en estas páginas—, he ahí el gran reto del escritor de viajes en este texto absolutamente logrado. Tanto que, en realidad, estas planas acaban siendo una invitación a postergar el viaje, a no hacerlo nunca, porque difícilmente verá uno allí lo que ha visto Ricardo Martínez Llorca. Un temor a disolver el encanto se apodera del lector al terminar estas páginas. Es un claro ejemplo, por lo tanto, este cuaderno, hecho de prosas y fotografías que multiplican la experiencia sensorial, de lo que debe ser la literatura de viajes, lo contrario, por supuesto, de la guía turística, concebida para exhortar al puro, banal traslado. Uno quisiera viajar solo a estas páginas, no al Mozambique de las guías o los documentales de televisión, visitar un día un capítulo, otro día un párrafo, detenerse a comer, a dormir, y de nuevo visitar y ver, como en un viaje cualquiera, en definitiva, pero un viaje en este caso sí, verdaderamente único, atravesado por la belleza, la poesía, la desolada hermosura que solo alguien como Ricardo Martínez Lorca puede poner ante nuestros ojos ciegos.


Fuente: Zenda