En Ricardo Martínez Llorca es inseparable la montaña y sus viajes con su literatura, aunque ha abordado otros géneros como el arte y el cine en Para Huir (El Desvelo ediciones) o biografías como Mi Deuda Con El Paraíso (Desnivel). Sin embargo En Atlas Del Camino Blanco se trenza esta experiencia personal de sus viajes y la montaña con la ficción. Hay algo en la literatura del escritor salmantino que es preciosista, sin caer en la rimbombancia o en la cursilería, pero que permite al lector apreciar la belleza de los paisajes que describe, la cercanía de la gente o las singularidades de los locales que sus personajes habitan y transitan. Cuando el personaje principal se sienta con las dos turistas, uno siente estar en esa cuarta silla vacía. Siempre hay un hueco para el lector, en los caminos o en las tabernas. Esto puede resumirse en la frase “pero decidí que conservar el mito como una verdad resulta mucho más útil que la ciencia probada a la hora de enamorarse del mundo.”

 

 

Los senderos que traza en la novela, barridos por las lluvias, con ríos desbordados que se tornan amenaza y posterior calma, reflejan la tribulación de un profesor de filosofía que, de golpe, es consciente de su aventura. Encontrar a su amigo no es el fin, es el medio para llegar a conocerse y escucharse a sí mismo. Donde, quizá, la búsqueda de dicha identidad en los ochomiles se antoja de primeras un golpe muy duro para entender, posteriormente, que el punto de partida se encuentra en cualquiera de sus laderas.

Atlas Del Camino Blanco describe perfectamente a un personaje desubicado tratando de situar en su mapa personal las dudas que le acontecen. Una hermosa reflexión acerca de la identidad y la querencia de retomar relaciones o a uno mismo en puntos del pasado demolidos.