domingo, 22 de marzo de 2020

UN DÍA MÁS EN LA MUERTE DE ESTADOS UNIDOS


Un día más en la muerte de Estados Unidos
Gary Younge
Traducción de María Luisa rodríguez Tapia
Libros del K.O.
Madrid, 2020
360 páginas

“Por lo demás, es como si cada muerte se hubiera producido en un aislamiento impotente y desesperado: una tragedia privada y separada en cada caso”. Así lo expresa Gary Younge (Hertfordshire, 1969) en el epílogo de un libro que es mucho más que una crónica sobre las muertes de niños y jóvenes en Estados Unidos. Younge parte de un día cogido al azar y destroza, con una pasión sin violencia, con un pulso contemplativo, las horas que vivimos con la narración de los diez episodios de asesinatos de gente que murió mucho antes de su hora, y por armas de fuego, en Estados Unidos. Decimos narración y comentemos un error, pues en cada uno de los episodios se centra en diferentes aportaciones al estudio del terror, un terror que expone con la justa gravedad como para que podamos encararlo sin que nos derribe: en un capítulo relatará la vida previa del muchacho, mostrándonos cómo de grave es cercenarla; en otro se dirigirá hacia un estudio psicológico sobre el duelo y los habitantes de esos duelos que no deberían suceder; a continuación puede estar centrándose en estudios sociológicos, o psicosociológicos, con una intención divulgativa tan bien expresada que serviría para que en las escuelas de periodismo se supiera cómo integrar el humanismo en la crónica; más tarde nos llevará a contextos políticos, siempre que entendamos la política como la forma de gobernar la polis y las consecuencias de ésta sobre los ciudadanos. Y así jamás tendremos la sensación de que repite estrategia de contacto con el lector, pero siempre sabremos que estamos frente a un gajo del fruto del terror, pues las muertes juveniles bajo fuego en Estados Unidos superan las dos mil al año, exactamente 2.462 el año pasado.
Younge intenta evitar el debate que surge cada vez que estas se producen en masa bajo un único atacante, que es el relativo a la posesión y venta de armas. Pero su anhelo de suprimirlas se lee entre líneas constantemente: “No es posible legislar sobre el sentido común y la decencia”, terminará por afirmar. El tema le resulta inabordable, como lanzar semillas a la superficie lunar. No así los encuentros con las familias, excepto en uno de los casos, un episodio más corto, tanto como para resultar impactante por el silencio. No rehúye del contexto de raza y pobreza, pero se significa en el individuo, en la impresión de que cada tragedia es única e individual, en la dimensión del hombre y no en la de las estadísticas. Estremece la falta de objeto y de fin que tienen estas muertes sin enemigo, en una guerra “de la que confiaban en mantener a salvo (a sus hijos), gracias a la suerte, la sensatez la disciplina y la prudencia”. Se tratará de una guerra en la que carecemos de compañeros, de tribu, de gente que pueda compartir con nosotros el dolor, una guerra que se libra a solas, que nos remite al espanto de la soledad. Y el estudio de la soledad pertenece al ámbito de la psiquiatría, la psicología, la sociología, la antropología, la filosofía, la historia, la filología y, ¿por qué no?, el periodismo. Con toda esa carga Younge nos ofrece un proyecto cuyo triunfo no deja de ser una derrota de la humanidad: “La gente tiene que asumir su responsabilidad personal por lo que hace y vivir con las consecuencias. Pero las sociedades deben asumir la responsabilidad colectiva de lo que hacen y vivir con las consecuencias también”. Y él, que se ha criado en Inglaterra, donde la sociedad todavía valora el bien común, donde se protege a la gente, ha vivido mucho en Estados Unidos, donde se ha propagado, hasta empapar las mentes a conciencia, que el bienestar de la sociedad surgirá del triunfo del individuo, sin mirar las cabezas que debemos pisar, los cadáveres que dejaremos a un lado en la cuneta.
“Durante la mayor parte del tiempo, la distancia cultural de la que disfrutaba siendo británico me sirvió como un barniz que me otorgaba una mezcla de invencibilidad e invisibilidad. No me sentía participante, sino espectador.Sin embargo, en algún punto del proceso, empecé a sentirme involucrado.”
No es fácil mantener la distancia cuando se habla del niño al que le disparó a bocajarro el padre de su hermano, del adolescente caído mientras paseaba por la calle, del que murió por un descuido de su amiga y la indolencia del padre de la amiga. Younge consigue que veamos reflejado el rumbo de nuestro planeta, de una parte de nuestro planeta que nos sería ajena, tanto como una serie de televisión, de no ser por la humanidad que contiene este libro incatalogable: como crónica es un ensayo, como relato es una novela coral, como literatura es ciudadanía, algo de lo que estamos muy necesitados.

martes, 17 de marzo de 2020

Y ME LLEVÓ EL VIENTO

Y me llevó el viento
Anne-France Dautheville
Traducción de Teresa García Martín
Interfolio
Madrid, 2020
423 páginas





“Se hace la revolución o nos acomodamos”.
Anne-France Dautheville

El sueño del circo se expresa a través de una alegría muy sólida: bailes acrobáticos, payasos rozando lo inverosímil, festivales con bichos que no habíamos visto antes, vuelos y equilibrio. Mucho equilibrio. El que se necesitaría, por ejemplo, para dar la vuelta al mundo en un monociclo. Montado sobre una sola rueda, la fatiga será tan ineludible como lo es la diversión: en un monociclo, al contrario que sobre una bicicleta, uno no puede dejar de dar pedales ni siquiera en las cuestas abajo. La audacia tendría otros tintes al margen de la aventura, y esos son los que nos remiten a la alegría del circo, tras la que se esconde, intuimos, también la tristeza del esfuerzo, de la vida en vagonetas, de la imposibilidad de establecer raíces. Sin embargo, si añadimos una rueda más al invento, la vuelta al mundo se transforma en una opción tan valiente como verosímil.
Imaginen a una mujer protagonizando ese particular Road Movie en el año 1885. Decimos Road Movie por conveniencia, pues las carreteras entonces eran parte de la descansada vida: un ruido de carretas de vez en cuando, pastores por las cañadas y senderos, con sus mil ovejas, campesinos con gesto de despiste y frases que contenían cientos de años de saber popular, y algún motor ronquísimo en las proximidades de alguna ciudad. Annie Cohen Kopchovsky (1870, Riga, Letonia), conocida por el apodo de Londonderry, protagonizó la gesta, que le supuso un total de quince meses y un premio de cinco mil dólares. Tocada con un sombrero a lo Buster Keaton, vestida con una cazadora de hombros abultados y con un pantalón tipo bombacho, sobre un vehículo primario, cruzó Estados Unidos y Yemen, Francia, Egipto y Singapur, entre otros muchos países. Aunque sea peor que complicado igualar tanta liberación, su estela la han seguido mujeres como Cristina Spínola (Las Palmas de Gran Canaria, 1976), aventurera, periodista y, cómo no, youtuber en tiempos en los que se viaja también para los demás. Da la sensación de que antes uno partía para buscar algo que no tenía en su interior, pero estaba necesitando. Sorprende que ahora ese algo pertenezca, también, al género de las relaciones con los demás.
Cristina ha sido la primera mujer española en dar la vuelta al mundo en bicicleta y ha dejado testimonio de ello en su libro Sola en bici. Soñé en grande y toqué el cielo. Se trata de un registro del recorrido de 30.000 kilómetros y veintisiete países por los que circuló entre los años 2014 y 2017. Tras una histerectomía, entre visitas y comidas, entre reposo y rehabilitación, pensó que la vida le había dado otra oportunidad y se dedicó a idear el viaje. Abandonó sus trabajos como reportera y su dedicación al diseño 3D para escapar a eso que ella llamaba “la ausencia de espontaneidad”. Halló en el viaje la paradoja que ya figura en las leyendas y el acerbo popular como propia de los frailes franciscanos: el confort de la incomodidad. Toda tu vida cabe en unas alforjas, en una mochila escolar. Su testimonio refleja la intención del viajero sano, que es la ir haciendo amigos a medida que se aprende a viajar, la de ver en la gente los buenos atributos, la de encontrarse con personas que ejercen un papel semejante al de los ayudantes del héroe en los cuentos de hadas. Se enamora, si rubor, de la generosidad. Y es entonces, y bajo esas premisas, cuando deja de existir la maldición del dios Cronos, del tiempo, esa materia deleznable.
A lo largo de los treinta y siete meses de viaje, apenas tuvo malos encuentros. Sobrevivió, eso sí, a un intento de violación en Malasia, y reconoce que no resultó agradable que la robaran en El Salvador, aunque daba por supuesto que algo así terminaría por suceder. Cristina sostiene que el mundo es un lugar mucho más seguro de lo que nos hacen entender. Y eso a pesar de la locura que supone circular por carreteras de la India, por ejemplo, donde los vehículos circulan en puro Free Style. Pero mereció, y mucho, la pena ser un extraterrestre en Tanzania, donde algunos niños se echaban a llorar viéndola dar pedales. Y, como ella reconoce, ver el lago Malawi, el desierto de Wahiba y la Patagonia chilena, casi todo el recorrido por la India y México, países donde el horizonte cambia constantemente, y también el salar de Uyuni, que puede ser el paisaje más espectacular del planeta Tierra.
El monociclo y la bicicleta representan el movimiento silencioso, en un grado semejante al de caminar. Pero un día a alguien, apresado en la materia deleznable del tiempo, se le ocurrió encajar un motor a una bicicleta. El recorrido sería más cómodo y, con el tiempo, se transformaría, hasta alcanzar un incierto grado de locura. Hoy a muchos de los que se suben a una moto solo les interesa una cosa: la moto. Es decir, el repugnante olor a gasolina, el rugido amenazador de un motor agresivo, la contaminación y un riesgo sin belleza, como es el de la velocidad sobre el asfalto, una proeza perfectamente pueril y dañina. Atrás han quedado los tiempos en que las motos significaban libertad, aunque aún se puede encontrar una minúscula tribu de resistentes entre los motoristas. Ha llovido mucha agua en muchos inviernos desde que residiera entre nosotros el espíritu de la película Easy Rider, de Dennis Hopper, estrenada en 1969, o de los cuatro años que tardó Ted Simon, entre 1973 y 1977, en dar la vuelta al mundo sobre una Triumph Tyger de 500 cc., y que se recogen en un libro legendario: Los viajes de Júpiter. El viaje al interior, al centro del espíritu, que suponía una experiencia en solitario de este calado, podía catalogarse como un atrevimiento humilde. Simon sumó 126.000 kilómetros y atravesó cuarenta y cinco países. Pero no fue la primera persona que se planteó dar la vuelta al planeta en moto. Anne-France Dautheville (París, 1943) se había perdido por carreteras en formación, por lugares que estábamos aprendiendo a nombrar, un año antes de que Ted Simon comenzara su periplo, durante el rally Orion, entre Francia e Irán, en el que desapareció tres meses, en los lugares que se extienden entre Turquía y Palkistán, por un continente que luego representaría para ella el sueño de Ítaca: Asia.
Un año más tarde, emprendería su vuelta al mundo en un vehículo con siete veces menos potencia que aquél que le llevó hasta la perdición de las ilusiones. Abandonó definitivamente su trabajo en una empresa de publicidad, que representa, mejor que ninguna otra labor, otro tipo de perdición, en este caso de las malditas, la que nos sujeta a la realidad económica, al podrido mundo financiero, a la especulación y las ventas, al engaño comercial, a todo lo contrario de lo que nos quiso transmitir Saint-Exupéry en El principito: lo esencial es lo visible, eso de ver bien con el corazón no está contemplado, a no ser que consideremos la pornografía sentimental como afecciones coronarias.
Sobre una Kawasaki amarilla de 100 cc., Anne-France viajará por Canadá, Alaska, Japón, la India, Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria, Alemania y Francia. Y todo esto ha partido desde el sueño de la felicidad, sí, pero también de algo parecido al despecho, dado que tras regresar del rally Orion, y su paso por el vacío asiático, se la acusó de haberse valido de otros medios de transporte, además de extender ese tipo de rumores que brotan de la acción de alguna de las proteínas tóxicas que llevamos a flor de pulmones, esa que empujó a la gente a asegurar que era lesbiana, ninfómana y muy, muy burguesa. En lugar de un desmayo o sufrir un ataque de ansiedad, Anne-France se prepara para emprender su gran ruta. Y entonces comienza a escuchar otro tipo de voces:
«Los amigos me dijeron que me iban a violar, que me iban a asesinar, que me venderían como esclava o para formar parte de un harén; ¡estás loca!, decían. Entonces, cuando partí, todo fue aún más loco porque nadie me dijo que en el momento en el que saliese de Europa, la mujer que viaja sola se convierte en algo prácticamente sagrado, que sería respetada, que todo el mundo querría ayudarme y protegerme. Pero eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el mundo me recibía con los brazos abiertos porque, del hecho de viajar sola, se infería que yo confiaba en la gente. Y entonces la gente confiaba en mí.»

Daba la sensación de que no iba a encontrar a nadie dispuesto a frotarle las costillas, culminando un abrazo con un poco de amor, ni siquiera al final del baile.
Antigua alumna de letras en la Sorbona, no se veía a sí misma regresando a la oficina. El viaje curará los males como las olas borran los dibujos que hacemos en la playa. Nuestras biografías no dejan de ser un libro de arena, algo que desaparecerá barrido por el aire o por el agua.
Anne-France escribió un buen puñado de libros de viajes y unas cuantas novelas, un montón de reportajes para diferentes revistas y una obra maestra de la rebeldía que se titula Y me llevó el viento. Allí describe su gran periplo, sus incomodidades confortables, como la de dormir la mayor parte de las noches bajo un toldillo sujeto a la moto y al suelo, sus fobias y sus filias. Destaca la pasión por el aire libre, que se representa en su tránsito por Canadá, y esa sensación, que bien pudiera ser una de las impresiones que diferencian al viajero del turista, que destaca que la aventura no está en los países desarrollados, en las sociedades con gran tecnología, en las culturas demasiado construidas sobre la farsa del crecimiento económico, unos terrenos donde se impone algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos infantilismo, la falta de respeto, el derroche. Viajar es transformarse a medida que uno se deja vencer por la gente y los lugares del Tercer Mundo, los sitios donde le ofrecen té y asiento constantemente, hasta en los pasos de frontera. Esa sensación tiene un fuerte contrapeso: por más que uno lo desee, por más que el tiempo pase, siempre será un extranjero. El camuflaje es imposible cuando, como ella reconoce al final del libro, existen diferentes razas. No se trata de racismo, sino de simples tonos de color de piel, de diferentes lenguas, de hábitos, del paisaje que nos fabrica y de la palabra de nuestros padres.
El tema del viaje de Anne-France es el de la dificultad de encontrar un lugar propio en el mundo. De ahí que se vea abocada a la itinerancia. Sin mapas, sin guías Lonely Planet, sin televisión, Anne-France se ve obligada a moverse con esa estrategia que ni siquiera pudo derruir el episodio de la torre de Babel: preguntando. Tanto contacto la permite ejercer la psicosociología de pie de calle, esa que nos enriquece, la que nos muestra a la gente como una sorpresa continua. En el texto de Anne-France, lo que venían siendo tópicos se transforman en leyendas, casi en mitos, a veces en maldiciones, pero la mayoría en un recuerdo que te permitirá seguir respirando por otros motivos que no son la mera necesidad animal de supervivencia. Anne-France va creciendo, estudiándose un poco a sí misma, dándose cuenta de que la sensación de sentir que uno está vivo es un sentimiento idéntico a la poesía. Escribe con humor, sí, porque ese es su estilo, pero asistimos, al mismo tiempo, a una conquista de la confianza en uno mismo, esa que crece a la par que el cariño por las personas, esa que nos enseña cómo ir construyendo nuestra propia felicidad. Anne-France hace amigos cada vez que detiene la moto: en un descampado, en un campin, en una gasolinera, en medio del monte o porque se le ha estropeado el motor. Tiene que montarlo y desmontarlo en Japón, en la India y algunas piezas en Afganistán, el país que más adora, o en Canadá. No soporta a los ruidosos ni a los arrogantes, por mucho que sean compañeros de impulso y viajen también en moto.
“Cada vez que uno piensa en hacer cosas que se salen de lo común todos gritan ¡estás loco! El ser humano y los cambios son dos conceptos que se llevan mal y se combinan fatal. Entonces fue aún más loco porque nadie me contó que en el momento en el que saliese de Europa una mujer que viaja sola se convierte en algo casi sagrado, que sería respetado, a quien todo el mundo querría ayudar y se esforzarían por proteger, y eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el mundo me recibía con los brazos abiertos porque al viajar sola entendían que yo confiaba en la gente. Y así era.”
Aconseja a la mujer que se ponga en marcha que tenga las cosas bien claras en su cabeza: “Observa cómo se comportan las mujeres locales, no expongas lo que ellas esconden, pero tampoco quieras copiarlas. Eres una mujer extranjera, simplemente muestra tu respeto”. Y hasta aconseja comer la comida local, incluso en los bazares asiáticos, donde las especias nos harán saltar lágrimas de sudor por los ojos. “No pidas hospitalidad, la gente que te abrirá sus puertas suelen ser los más pobres, compartirán contigo su techo y la poca comida que tengan porque sienten que ese es su deber. Incluso aunque pienses que tú estás arruinada serás diez veces más rica que ellos, y mientras que tú vives, ellos sobreviven como pueden”, termina por sugerir.
Si se le pide una relación de lo que le resulta imposible borrar de la memoria, comienza una relación, que genera sincera y cochina envidia, que bien podría cambiar en cada minuto, en cada contraste: el sol desvaneciéndose en el valle Bamyan mientras lo contempla sentada sobre la cabeza del gran Buda, esos que ya desaparecieron en marzo de 2001 bajo los disparos de un mortero talibán; los pájaros coordinados levantando el vuelo en bulliciosos grupos, desde las copas de los árboles australianos; el sonido de un arpa en la Plaza de Armas de Cuzco, frente a la fachada de la catedral; la aurora boreal canadiense, mientras se bañaba en un lago termal de Yukón.
Fuma Gauloises azules que comparte con “tipos enormes, como armarios roperos, morenos y tocados con un turbante”, capaces de dejar escapar la caravana que deberían seguir con tal de pasar un rato con ella, gente que acepta a la parisina solitaria con una actitud que ella misma califica como “récord de humanidad en todas las categorías”.
“He traspasado todas las puertas, me he reído con desconocidos, he disfrutado de dudosos manjares, he sido feliz. Pero no he entendido nada”. Esa confesión pertenece al mundo de la lucidez. Antes de partir creía saber en qué consistía el mundo: “Una niña buena protestante, disciplinada, virtuosa, modesta, obediente y principalmente persuadida de la infinita inferioridad de otros pueblos, sobre todo de aquellos cuya piel es morena u oscura. Resumiendo, los negros son prácticamente antropófagos, los árabes traidores, los norteamericanos niños grandes, ¡los portugueses son gueses y los españoles ñoles! Esto no funciona así.”
Luego pasó a ser, en un aspecto social, esa mujer en moto, esa persona extraña allá por donde circulara, ese ser que es en la ciudad un monstruo sexual y en el campo un error de la naturaleza. Poco a poco, entre línea y línea de relato, esta mujer, -que contiene una extraña belleza exótica en las fotografías en la que la vemos circulando por Asia, como si a través de ella nos llegara una dulzura latente, de esa clase de bienestar que hemos estado esperando siempre encontrar casi sin darnos cuenta, más como una intuición que como una certeza-, va expresando su proyecto vital: desde el lamento de un “ya no soñamos, somos cabales (…). En mi calle, los niños ya no juegan a las canicas en la acera”, hasta la convicción espiritual más universal, la que se significa en la sencillez de frases como ésta: “El rumor de los árboles, del agua que corre; todo es demasiado hermoso para que yo vaya a encerrarme dentro de una casa”. Y todo para aterrizar en un aforismo que bien podría ser nuestra más querida frase de cabecera, nuestro deseo posible de cumplir, nuestra poesía, nuestra verdad:
“A lo largo de los años puse mi vida en orden, es decir, transformé violencia en fuerza.”

sábado, 14 de marzo de 2020

A LO LEJOS


A lo lejos
Hernán Díaz
Traducción de Jon Bilbao
Impedimenta
Madrid, 2020
340 páginas



El viaje que propone Hernán Díaz (Buenos Aires, 1973) en A lo lejos, sigue la dirección contraria al de los sueños, que en Europa, por ejemplo, es el viaje al sur y en Estados Unidos el viaje al oeste, a California. Ahora mismo se trata de la búsqueda de un mejor clima y una sensación de que el tiempo y las rutinas del tiempo no nos dominan; hace cien años suponía una intención de aventura, un viaje de pionero, un atrevimiento. Y, en ambos casos, posee un punto perfecto de locura. El protagonista del viaje desconoce cuál será su destino, pero en esta búsqueda encuentra una paradoja: por una parte, pone en marcha los mecanismos para dominarlo, pues, al fin y al cabo, es él quien empieza a poner un pie delante de otro para ir avanzando y eso es construir la suerte propia; pero, por otro lado, nada sabe con certeza acerca de lo que le saldrá al paso. En ese sentido, comienza una novela de aprendizaje, una suerte de Bildugsroman que, como en esta novela, se extiende a lo largo del resto de la existencia. Nuestro protagonista, un sueco que desconoce el inglés y se encuentra en la última etapa de la adolescencia, parte desde San Francisco con intención de llegar, por tierra, a Nueva York, donde cree que encontrará a su hermano mayor. A lo largo del viaje, irá creciendo, sí, pero no tanto para convertirse en un adulto como para transformarse en lo que sea que nos transformamos después de la adolescencia. De hecho, por mucha que sea la edad y las vivencias de los personajes que le van saliendo al paso, de ninguno podemos decir que se trata de un adulto.
Tal vez la intención oculta de Hernán Díaz sea recordarnos esa afirmación de Malraux, quien sostenía que el problema de este mundo es que no hay adultos. Ni siquiera en situaciones extremas, como las que atraviesa Hakan, el hombre obligado a aprender a existir y que se ve en tesituras que le empujarán, y con él al lector, a pensar que existir se parece más a la supervivencia que a la vida retratada en películas como Cantando bajo la lluvia. De ahí que se imponga la perplejidad. Hakan es un tipo perplejo, ante las actitudes de los demás, ante el imperio de los parajes e, incluso, ante su propia fuerza física. Es un gigante casi mudo en un país de pendencieros, es un voyeur en una tierra en construcción y por tanto violenta. Es alguien que parece carecer de atributos en la mirada del narrador, objetivo, misericordioso pero viendo todo desde una distancia enorme, la suficiente como para eliminar trazos de empatía propios del realismo y meternos en el mundo de referencia de Hernán Díaz, que es, como se ha expresado anteriormente, el de Cormac MacCarthy, sí, y también el de Jack London. Caminamos con él sin terminar de conocer cuáles son las cualidades de Hakan, sin saber bien si podemos llegar a conocerle. Y así nos preguntamos, por ejemplo, a qué se debe el cariño que le profesan varios de los seres con los que se encuentra, con los que comparte un periplo de años. Tampoco terminamos de entender el odio, del que solo se nos da a conocer las consecuencias, los términos en que se establece su interacción.
Al margen de esos episodios, Hakan debe sobrevivir en soledad sobre buena parte de la geografía, siempre inhóspita: desiertos, praderas, montañas, bosques, territorio sin civilizar, naturaleza virgen que no ofrece garantías de supervivencia al hombre. Son los capítulos que beben también de Robinson Crusoe y la soledad de los Robinsones. Es el paisaje, en estas ocasiones, el que le va formando, y lo hace no solo emocionalmente, sino también socialmente. Tenemos la impresión de que estas experiencias contribuyen a su mutismo, a darnos a conocer, o a desconocer, a este personaje críptico. Un luchador que se aferra con frecuencia a la necesidad animal de seguir respirando, y que, aquí y allá, se da de bruces contra caricaturas. Pues quienes le acompañan, temporalmente, en la ruta, son hombres trágicos, son mujeres con drama, pero con una distinción propia de la caricatura: al filo de la exageración, dan de sí todo lo que pueden respetando su propia autonomía, su supervivencia. Muchos de ellos le quieren, pero le quiere también la soledad.
Escrita sobre una estructura tan sencilla que da envidia, escrita con un estilo indirecto reducido a los huesos, A lo lejos es una epopeya a flor de realidad: un mundo creíble, un pasado que nos hubiera gustado echar de menos.

Fuente: Revista de letras

BAJOTIERRA


Bajotierra
Robert MacFarlane
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Literatura Random House
Barcelona, 2020
511 páginas


“Me acuerdo de la primera palabra inuit que oí en el norte de Canadá: ilira, que significa “sensación de miedo y respeto”, referida a la percepción del paisaje. Sí, eso es lo que siento aquí: ilira. Me reconforta”.
Si existe una sensación común a todo proyecto vital, un lugar en el que todos deseamos terminar nuestros días, esa es la de sabernos reconfortados. Eso supone, claro está, que en algún momento respiramos el bienestar, que es algo muy semejante al descanso. El proyecto literario de Robert MacFarlane (Halam, Inglaterra, 1976) no cesa de ser un reencuentro con lo que nos puede hacer más felices, siempre y cuando no entendamos la felicidad como una embriaguez. Se asemeja al descanso, pero se trata de un descanso natural, integrado en lo más puro que ofrece el mundo, esa ventura que se identifica con las montañas, con las viejas sendas, con la naturaleza virgen. Y hasta con lo que se esconde en el lugar al que atribuimos los infiernos, que es el subsuelo. Bajotierra es una maravillosa indagación acerca de los territorios bajo nuestros pies, en los que MacFarlane es capaz de encontrar, y explicar, nuevas formas de libertad. Y lo hace con una mezcla de sinceridad e ingenuidad, de ciencia y sabiduría, que nos resultará imposible contradecirle.
Durante su visita a una mina, comprobaremos que rinde una adoración por lo científico que, con un estilo impecable, entronca con la lírica. Explica cada dato, cada detalle, cada conocimiento que va adquiriendo, como si descubriera la penicilina y la literatura infantil al mismo tiempo. Su curiosidad no puede ser más sencilla, ni sus ganas de compartir los hallazgos. Como el de la red subterránea de comunicación entre árboles, a través de los hongos, que convierten al bosque en una colonia empática: se transmiten tanto el sufrimiento como las moléculas, nutrientes, para una posible curación. Da la sensación de estar hablando acerca de la inteligencia de los hongos, al mismo tiempo que de la sensibilidad de la naturaleza, de algo que, a falta de otro término, es la certificación de Gaia. Para comprobar esta intuición se han utilizado y seguido distintos isótopos, pero en las palabras de MacFarlane, hasta esa prueba abandona el frío de la ciencia para integrarse en el calor de la pasión y el confort del amor. El bosque bajo tierra tendrá la magia de lo inexplicable, esa que crea mitos y leyendas.
Más extraño resulta el episodio que parte de lo que se esconde bajo el suelo de París. En las anteriores obras de MacFarlene, las obras de la civilización humana apenas aparecían como un paraje al fondo o, para ser más exactos, como eso que nos arriesgamos a ver si miramos por encima del hombro. Pero aquí, gracias al cúmulo de años que ha ido apresando a las cuevas, las catacumbas, las alcantarillas, la sensación que se transmite es la de igualar a la naturaleza por el efecto de la memoria. A la hora de la verdad, la memoria es todo para MacFarlane. Indaga en las nuevas versiones de la realidad, sí, en la lucha contra el deterioro que el hombre provoca, y cuestiona una y cien veces el concepto maldito de Antropoceno. Pero el pasado contribuye a igualar la acción humana con la acción de la naturaleza. El tiempo oculta el malestar y entrega una ciudad de fábula. Fabuloso es, también, el paisaje calcáreo, donde practicará espeleología y descensos, en esos lugares en los que el tiempo y los agentes del tiempo -el agua, el viento, la roca moldeable, todo lo que sea erosión y movimiento-, han contribuido a hacer del paisaje un lugar en evolución continua. De ahí que elija este tipo de roca, propia del norte de Italia y de los Balcanes, sobre la que se tallan algunas de las estampas más hermosas del planeta, algunos de los lugares que cualquier niño dibujaría si se le preguntara cómo es el sitio donde le gustaría vivir.
Y, finalmente, MacFarlane viaja al hielo. Se enamora del subsuelo glaciar, ese que está transformándose en el registro de cómo se ha ido modificando el planeta. Y al tiempo que nos habla de los estratos y lo que guardan los estratos, las burbujas del pasado que nos indicarán cómo era la atmósfera miles y millones de años atrás, se entrega a la amistad de quienes combaten por la supervivencia: gente dedicada a romper las cadenas del petróleo, tanto por su impacto en el lugar, con espantosas plataformas dañinas para en entorno, como por el mundial, con sus consecuencias para el cambio climático.
De hecho, MacFarlane posee una extraña habilidad para encontrarse con buena gente, una habilidad que resulta más difícil de comprender cuando uno se da cuenta de cómo es capaz de extraer lo mejor, lo más beneficioso, lo más reconfortante, de la soledad. Ahí están sus descripciones, en las que paisaje y memoria se reúnen para ampliar sentidos en lugar de anclar certezas. Esas descripciones en las que se combina la inocencia y lo contrario a la inocencia, pues sin ser moralista, MacFarlene nos indica qué ruta deberíamos seguir para alcanzar un tono sereno de libertad. El mismo que él se empeña en seguir, sin que en ningún momento se mencione el teléfono móvil, pero sí cuánto echa de menos a sus hijos; sin que se hable de internet o redes sociales, pero sí sobre las pequeñas exploraciones a pie y por entornos no necesariamente lejanos; sin que se mencionen plataformas de comunicación, pero se hable de lecturas incondicionales, de poetas que supieron resolver la pregunta básica del existencialismo: la vida sí merece la pena. Y así va desarrollándose esta fantástica obra sobre las relaciones entre el paisaje y el corazón humano, que es el tema de toda la literatura de uno de los mejores escritores del siglo XXI.


Fuente: La línea del horizonte

jueves, 5 de marzo de 2020

SUBTERRÁNEO


Subterráneo
Will Hunt
Traducción de Efrén del Valle
Crítica
Barcelona, 2020
282 páginas

La paradoja conlleva un contenido bipolar. Es extraño que alguien se sienta libre en los lugares clásicos de los mayores encierros, bajo tierra, pero existe quien practica la agorafobia hasta extremos insospechados. Durante la guerra de Vietnam, pueblos enteros cavaron ciudades con tal inmediatez, que apenas se puede nadie desplazar a través de unos túneles que suplían a lo que debería ser los pasillos del hogar. Pero allí dentro la gente se sabía segura, creía que tenían más probabilidades de conservar la vida, y si uno no está vivo, sobra decirlo, es imposible sentirse libre. Bajo tierra está el supuesto infierno de muchas religiones, y bajo tierra es donde uno puede quedarse sin oxígeno.
Sin embargo, Will Hunt pertenece a una estirpe convencida de que excavar es una acción tan natural en los niños como lo es trepar a los árboles. Convencido de que el sueño de la seguridad iguala al de volar, Hunt nos entrega un excelente libro de viajes para el que deberíamos crear una serie de nuevos conceptos a la hora de catalogarlo: escotadifilia -del griego skotádi, oscuridad-, kryfilia -del griego kryfí, oculto-, o, sencillamente, amor por la oscuridad y amor por lo oculto.
“Una vez, paseando por la Toscana, Leonardo da Vinci recorrió una zona rocosa y encontró la entrada a una cueva. Al situarse a la sombra del umbral, notó una brisa fresca en la cara y, contemplando la oscuridad, sintió que se hallaba en un impasse. “Afloraron en mí dos emociones contrarias”, escribiría más tarde. “Miedo y deseo: miedo de la caverna amenazante y oscura y deseo de ver si contenía cosas maravillosas”
Si exponer la tentación de da Vinci ayuda a entender el espíritu de este libro y, mayormente, el de quienes lo crean con sus viajes al interior de la Tierra, Hunt llega a aclararnos, sin aristas, de dónde nace su impulso: “Bajamos para ver lo invisible; vamos en busca de una iluminación que solo podemos encontrar en la oscuridad”. Dicho y hecho: ver lo invisible y buscar luz donde no llegan los rayos de sol. Es paradoja y es bipolar. Pero en lo que atañe al lector, da pie a un libro lleno de anécdotas, datos y hasta una dosis imprescindible de sabiduría, la que da la curiosidad y la que da la búsqueda de la calma.
Hunt nos lleva de viaje a través de minas, hombres topo, refugios, el metro, catacumbas, cuevas prehistóricas, cenotes y mitos. Visitamos Nueva York, París, Potosí, una Songline australiana, Capadocia o Belice. Nos muestra que no existe otra aventura que no sea la curiosidad y que ésta se proyecta en la naturaleza, sí, pero también en las creaciones del hombre, especialmente si no son muy recientes, especialmente si han acumulado memoria. Para Hunt lo telúrico es el cosmos, los inframundos son fuente de inspiración creativa, lugares casi imaginarios. Su estilo no puede ser más divulgativo y nos guía, como Hermes guiaba a las almas para llegar al reino de Hades. Es capaz de encontrar horizontes, más allá de la realidad, en el subsuelo. Y, en ocasiones, hasta la paz de la meditación:
“Habíamos sentido una intensa ansiedad y miedo. Pero, debajo de eso, en un canal más oscuro de la mente, habíamos encontrado momentos de calma lúcida en los cuales nos elevamos fugazmente por encima de nosotros”.

lunes, 2 de marzo de 2020

HABLADURÍAS DE MUJERES


Habladurías de mujeres
Lin Bai
Traducción de Blas Piñero
La línea del horizonte
Madrid, 2020
387 páginas

La intención confesa de describir el sufrimiento que une a los hombres con su mundo se antoja una empresa desmesurada. El sufrimiento, o los sufrimientos, recorre toda la historia de la literatura, la enhebra dando recorrido a los conflictos, que son la esencia de las tramas, si es que hay trama, pues existe, siempre, el conflicto en cuanto aparece un personaje -los de las soledades- o varios -los de la convivencia-. ¿Cómo saldrá Lin Bai (Beiliu, China, 1958) de esa intención, tan hermosa como terrible? Debemos confesar, desde ya, que esta novela, Habladurías de mujeres, cumple con creces su intención; y será una de las mejores lecturas que podemos afrontar a lo largo de este año. La propia Bai habla de una “Novela larga de registros anotados”, lo cual nos dará una pista acerca de la estructura y la composición final. A partir de confesiones de aldeanos, se desatan unas confesiones que van trazando un paisaje llenísimo de matices. Bai demuestra que en las mejores labores creativas observar e imaginar se igualan. La recreación de las voces, unidas en la de una narradora puramente oral, nos habla de una forma de nacer al mundo, del descubrimiento, de la eterna formación, o reformación, de la realidad, si es que la realidad es objetiva. Porque la realidad aparenta estar en la mirada y ser parte del sujeto, y, en este caso, del lector, que va observando e imaginando el mundo al que nos lleva la obra.
La mirada de la narradora está cargada de una inocencia necesaria. Sin ella no seríamos nada, no tendríamos curiosidad, no podríamos actuar de esponjas que absorben los que nos rodea y los actos de quienes circulan a nuestro alrededor, dándole forma al entorno. Se puede hablar de costumbrismo, aunque desde esta distancia, ese costumbrismo se asemeja a la fantasía: es un viaje en el que la atención no se despega del lugar y de la gente. Esa misma atención que, como la de nuestros minutos, cambia constantemente de centro de interés, en una reproducción de la forma en que trabaja nuestra mente que se aproxima tanto a algo que podríamos llamar verdad, que podría llegar a asustar. La obra parte de la primera persona, de colocarnos en la mirada y la sensibilidad del narrador, y al tiempo que nos proyectamos en una neurosis bien contenida, sujeta al exceso de estímulos, vamos conociendo otra neurosis, la coral, pues de alguna manera las docenas de personajes que circulan por la obra son un solo personaje. En ese sentido existe romanticismo, nos habla del hombre frente a algo que podría ser el vacío, pero la gente se empeña en rellenar, aunque sea con mitos, con supersticiones, con quimeras y con prejuicios.
En la memoria, la personal y la colectiva, está marcada a fuego el tema que atañe a la familia, que es la lealtad. Es evidente la referencia en cuanto se tratan asuntos de fidelidad y adulterio, pero también con la planificación impuesta por unas autoridades que marcan, con hachazos, tanto el número como el género, y hasta la frecuencia con que deben nacer los hijos. Atados a las normas, nos vemos, por una vez, llevados también a un realismo social, el que impone la escasez del dinero; es raro encontrar una novela en la que aparezca el problema de cómo conseguir el dinero, que no se le escapa a Lin Bai como ancla a la subsistencia, a la materia de la que estamos hechos. Con la sustancia del romanticismo, de la crónica, de la realidad, de la costumbre, del conflicto, nos vemos en el centro de una tribu, de gente que debe ser normal en su contexto, a la que le suceden constantemente situaciones, gente llena de condiciones, gente sujeta al suelo y con ganas de encontrar la certeza de que debe haber otra forma de vivir. La narración se sucede sin descanso, en un mundo que, como los fronterizos, crea sus propias leyes, al menos en lo que atañe a las relaciones personales, en un mundo en el que la vida vale muy poco, en un mundo en el que los mitos tienen que ver con lo cotidiano tanto como la observación tiene que ver con la imaginación.