domingo, 30 de septiembre de 2018

CAMPO VISUAL


Campo visual
Kathleen Jamie
Traducción de Pilar Vázquez
Volcano
Madrid, 2018
232 páginas

El paraíso del hombre moderno no es el Edén, ese bosque lleno de prodigios entre el Tigris y el Éufrates, sino una línea de costa con arena blanca, un mar azul y un jardín con palmeras a la espalda. En la mano un daiquiri y, por supuesto, no depender del dinero. Cuando en esas playas tropicales uno tiene muchas probabilidades de morirse de hambre, de no ser porque hasta allí llega la carne congelada y, quiera la suerte, haya un manantial de agua dulce. A la hora de la verdad, no hay ni frutas ni otros animales comestibles al alcance del hombre que no sean minúsculos cangrejos. El Paraíso, esta vez escrito con mayúsculas, está en saber vivir en el único sitio del que no puede uno despegarse, que es la piel y lo que guarda el interior de la piel. El resto depende de la sensibilidad frente a la naturaleza, que en el caso de Kathleen Jamie roza lo patológico: “Una mancha de hollín en la pared de una cueva. Siento un escalofrío en la espalda. Es como observar el nacimiento de la conciencia humana”. Lo que tiene enfrente es la marca del humo fosilizado en un lugar donde hombres primitivos se refugiaron. Pero gracias a esa sensibilidad, escribe estos momentos que nos vuelven a regalar la feliz combinación de literatura y naturaleza.
Y para ello no es necesario una playa del Caribe. Jamie siente atracción por los paisajes del norte de Escocia y de las islas Orcadas o las Hébridas. Se emociona con el viento al margen de la intensidad con la que vuele; con las estrellas a pesar del frío; con el cielo en verano, donde apenas hay noche y el día es tenue. Se emociona con cualquier roce, con un hallazgo que le remita a todo el inverosímil pasado de la raza humana, que es una leyenda que escriben los historiadores gracias a su capacidad de hacer ficción. Se emociona con lo medieval, con lo nórdico y frío, con una piedra prehistórica y hasta con las bacterias. De hecho, aunque solo sea por el capítulo en que describe su visita a un laboratorio patológico, merece la pena leer este libro. Durante ese episodio, iguala a los organismos microscópicos con cualquier otra forma de naturaleza, con algunas de sus favoritas, como los frailecillos, los albatros, las ballenas, las orcas, las focas, los acantilados, las tempestades. El propio patólogo que la acompaña se sorprende ante la idea de que él también trabaja con la naturaleza, con la ecología, da pie a una nueva mirada. Y todos sabemos que una nueva forma de mirar significa aprender y sin aprendizaje no valemos mucho más que un peñasco.
El libro es un tratado de preguntas, pues Jamie no es especialista en otra cosa que no sean las dudas. Y en el respeto. En este sentido, el capítulo dedicado a la limpieza de huesos de ballena en un museo casi ignorado de Noruega, es una nueva lección. Tanto las bacterias como las ballenas, los dos extremos de tamaño de las formas de vida orgánicas, la hacen meditar acerca de la mortalidad. Y eso supone plantearse la cuestión del destino, algo que surca a lo largo de todo el libro, sin que llegue a tener la osadía de mencionarlo: “Ese es el trato: si vamos a vivir y vamos a estar dispuestos al gozo y al descubrimiento, lo haremos como un cuerpo animal, sujeto al cáncer, a las infecciones y al dolor”. Un rezo que no vendría mal repetirnos cada mañana, cuando suena el despertador y no nos espera esa playa ecuatorial y el mar azul con un arrecife de corales. Jamie vive con nostalgia los buenos días de los que nos habla. Pero también con ilusión, con la ilusión de que tal vez se repitan, o al menos tal vez se repita la intensidad con la que se ha sabido un ser que siente. Aunque sea paseando por islas remotas, a veces abandonadas, por lugares viejos donde hasta el romanticismo caducó hace tiempo. Pero si nos hablara del tiempo, nos estaría hablando del destino. Jamie tiene la cortesía de no molestarnos con esos temas. Aquí no está el cáncer ni las infecciones. Están los buenos sentimientos.

sábado, 29 de septiembre de 2018

UNA VEZ MÁS PARA TUCÍDIDES


Una vez más para Tucídides
Peter Handke
Traducción de Cecilia Dreymüller
Tres Mollins
Barcelona, 2018
115 páginas

Es imposible olvidar, una vez leído, el verso de Borges que dice, con una sencillez y humildad extraña en alguien acostumbrado a sorprendernos con adverbios, que el mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones. Peter Handke (Austria, 1942) nos tiene acostumbrados a la precisión. Es difícil que Handke se equivoque a la hora de escribir, de elegir adjetivos, por ejemplo, o de fabricar frases con múltiples interpretaciones. Sus obras, sin embargo, poseen un extrañamiento en el que el realismo resulta más sorprendente que el sueño. Pensamos que estamos leyendo una fantasía, cuando se trata de certezas. En cierta medida, es como si hubiera dado la vuelta a la técnica narrativa de Kafka. No nos intenta sorprender con adverbios ni con usos gramaticales ingeniosos. Handke, como Kafka, reinventa la literatura sin alardes. Pero al contrario que el genio checo, nos descubre la realidad sin fallos, lo cual es ya bastante sorprendente. Para quien desconozca la obra de Handke, ahora Tres Molins recupera este pequeño libro en una preciosa edición y traducido con mimo. Se trata del reflejo de instantes narrados con una memoria de lo inmediato. El lenguaje, sencillo, es poético. La mirada se atiene a la ley de que todo el universo cabe en un átomo. Serían meditaciones, si la meditación permite prestar atención a los sentidos y no revocarlos para centrarse en el instante.
El libro comienza con una balada de los insectos, cuya belleza la compone la danza del grupo y no la entomología. Los insectos pueblan el universo humano y provocan que se despierten los sentidos dormidos para atender a los detalles. Ese será el viaje, pues de un libro de viajes se trata dado que cada pieza está compuesta en un lugar diferente del mundo, que nos proponga: del espacio sideral a lo minúsculo y de lo minúsculo al cielo poblado de estrellas. En lo que atañe a la figura humana, que de vez en cuando navega por el texto, Handke nos advierte sobre su temporal en involuntaria “mirada de medusa o de tirachinas: un desnudo que desnuda a otros; debo quitarme o desaprender esta irada de una vez por todas, debo quitármela respirando”. No se puede ser más sereno en la autocrítica y la confesión. Una relación entre la mirada y el aliento es una descripción de la naturaleza del alma.
A partir de aquí descubriremos el valor que da al trabajo humilde de un limpiabotas, o al resultado de su trabajo. Porque nos habla de situaciones, de momentos, sabiendo que tendemos a hacer de la vida un relato, cuando a la hora de la verdad la vida no funciona así. La vida es una sucesión no de secuencias, sino de escenarios, el del puerto donde se descargan barcos o el de la azotea del cuerpo humano donde nos delatamos por el gorro o el atuendo con que adornamos la cabeza.          El cruzar el instante, cada escena, es una epopeya. De ahí viene la admiración por Tucídides y, como el historiador griego, el lirismo con que trata de describir. La epopeya implica, sea en grandes guerras o en pequeños fragmentos, salir del instante algo mejor de lo que uno era previamente. En ese sentido, este es un libro contra el miedo, pues el miedo es algo que uno siente rasgo a rasgo, segundo a segundo. Y los segundos sobre los que nos habla no se ven afectados por el miedo, que es la emoción que mueve al mundo. En cualquier caso, se trata de metamorfosis, pequeñas, pero valientes. Nadie es valiente si se empeña en seguir siendo el mismo.
Hemos hablado de la mirada y del aliento, dos expresiones del alma, pero también está el agua y las formas del agua, presente como nieve en Japón o arroyo en Pirineos, como lluvia o como gota, como mar contra granito en Galicia o como burbuja. Handke, a quien se le atribuye cierta misantropía, nos descubre que es falsa esa idea, que, en realidad, resuelve las dudas del existencialismo en los cuadros fugaces que observa, escucha, siente. Que el alma es algo que nos descubrimos de vez en cuando, como las formas del agua o de la luz, pues la fascinación por las luciérnagas, otra vez los insectos, también se hace poesía. Esa luz, que es por otra parte un reflejo de la mejor mirada, fascina en momentos clave. Ahí está el cambio del día en noche, ese vuelo del primer murciélago que corta el cielo, un intervalo perseguido.
El libro terminará con la mirada sobre vías del tren, que simbolizan el viaje pero están inmóviles, antes de dar paso a un itinerario a pie hacia el monte Saint Victoire, la línea que pintó Cezanne, el paisaje de un artista, un trayecto durante el que descubrimos algo que podríamos llamar las cenizas de una memoria que no es la nuestra. Handke, como siempre y dándole el visto bueno al tópico, se muestra lúcido, lírico, espontáneo y reflexivo a un tiempo. Es capaz de escribir, sin recurrir a una metáfora tras otra, aquellas impresiones que cualquier animal sensible acierta a tener frente a los momentos que nos hacen ser una crisálida fugaz, de apenas unos segundos.

viernes, 28 de septiembre de 2018

MANUALES DE LITERATURA PARA CRECER

Fuente: Oculta Lit



Lo dicta en los títulos de los dos libros que se publican, como hermanos siameses, de Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966): el posesivo mi delata cuánto quiere reflejar lo que lleva dentro, y no solo en un aspecto literario. La formación de Martínez Llorca, como ha demostrado en sus libros anteriores, viene determinada por el amor al aire libre, expresado con frecuencia en la montaña, y en una lectura propia de un hombre que huye del existencialismo: en los libros, todo cobra sentido. Sobre todo, en los libros épicos.

(...)

Los chicos que crecen junto a un gigante, un gran personaje literario, son algo propio de Stevenson. A la hora de la verdad, es muy posible que éste sea el manantial literario con el que sueña Martínez Llorca.

(...)

Conrad, Stevenson, Durrell, Salinas, Pavel… si indagamos, muchos más, muchas más lecturas. Pero no debemos equivocarnos. En una época en la que las novelas se construyen a partir de lo leído, en la que surgen tantos autores que intentan hacer con la novela lo que Borges hizo con el cuento, literatura sustituyendo a la literatura (ahí está el sobrevalorado Bolaño como mejor ejemplo), que alguien haya sabido leer toda la vida que contienen las lecturas, y que la comparta junto a lo que está aprendiendo, porque la literatura es móvil, es un soplo de aire libre. 

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jueves, 27 de septiembre de 2018

LA VUELTA AL MUNDO DE LIZZY FOGG


La vuelta al mundo de Lizzy Fogg
Elisabeth G. Iborra
Casiopea
2018
530 páginas

El trastorno ciclotímico se trata de una forma de bipolaridad acelerada. Los episodios de euforia y depresión se suceden a toda pastilla, con una frecuencia de taquicardia. Elisabeth G. Iborra (Zaragoza, 1977) ha viajado por buena parte del mundo y el resultado es ciclotímico, sin que esto sea un adjetivo que perjudique a nuestro juicio del libro. Iborra, eso sí, ha decidido reposar al término de la suma de los viajes, y entregarnos el resumen en dos obras: la eufórica y la depresiva, las buenas y las malas experiencias. Esta es la parte que se corresponde a la euforia y como tal se lee. Nos encontramos frente a una viajera en formación, una mujer que está aprendiendo a viajar, que comienza llevándose su maleta y su portátil, sus botas de lluvia y sus botas de tacón, y con la misma ropa que si saliera por las calles de Zaragoza. En ese sentido, hay que alabar la sinceridad de la autora. Desde el principio elimina el disfraz del mochilero. Y los mochileros, al fin y al cabo y sobre todo en países donde el viaje es barato, son una forma de turista un tanto menos sofisticada. En contra, también, del viajero con mochila, ella se desplaza mucho, pero permanece poco tiempo en cada lugar. Queda siempre la promesa de volver, lanzada al viento de los deseos.
Pero no siempre será así. Llegará un momento en que se irá planteando reducir la frecuencia. Lo que ocurre es que no lo confiesa ni lo permite la inmensidad de países como México, donde se detiene, por ejemplo, en San Cristóbal de las Casas, un lugar al que merece la pena dedicarle un mes entero de viaje. Para entonces ya ha reducido algo el equipaje y acepta otra forma de viaje que no sea la del Bon Vivant. A Elisabeth le encanta comer bien y beber buen vino. En ocasiones, su jornada de viaje se reduce a la descripción hedonista del día. Contrata guías, de modo que sus viajes son semiorganizados. Porque su bulimia por ver lugares nuevos es una tentación demasiado latente. De este modo, nos presenta un libro en el que puedes seguirla más a ella que a los lugares que visita. En cierto modo, sirve de guía de viajes, sí, pues te comenta cómo llegar a los lugares, aunque sea con la confusión que reina en China, y los mejores sitios para refrescarse, comer y dormir. El estilo con el que escribe parece destinado a un blog, a un diario de divulgación sobre la marcha para sus amigos. De ahí que frecuente el diálogo con el lector como si quisiera comentarle las cosas sobre la marcha. El estilo es muy optimista, juvenil y, de nuevo sin que sirva de adjetivo que descalifique al libro, casi escolar. Escolar en el sentido de humilde y sencillo, un tanto ingenuo.
Y es femenino, pues no se guarda el pudor de confesar que sus ratos más propios de turista son los de ir de compras, y que para ello acude a la llamada de los centros de moda y diseño para mujeres. Pero también es femenino en lo que atañe a que lo bueno que surge de los viajes se lo debe, en cierta medida, a su sonrisa. Nos gustaría saber cuánto tiene que ver eso con la siguiente entrega, en la que nos hablará de sus malas experiencias, esperemos que también con humor, con este humor para todos los públicos que la caracteriza. Porque aquí se toma a broma todo, pues el resultado es, siempre, una buena experiencia incluso en los momentos más traumáticos. Que apenas duran dos líneas, porque viajamos con ella a una velocidad de la que necesitamos descansar. De hecho, recomendaríamos que el lector no pensara en sentarse para terminar el libro lo antes posible. Tal vez la mejor idea sea ir a capítulo por día y combinar la lectura con otro tipo de literatura o afición.
No nos iremos sin destacar que entre líneas se lee un cambio en Elisabeth, debido a la influencia de los humildes. De las visitas a Suiza uno regresa contento. Pero de países como Laos, que es con el que ella entra a un mundo diferente, uno regresa transformado, con la sensación de querer meter al país entero en tu hogar.

HAYASHI FUMIKO

Mutiladas de guerra

Casi desconocido en Occidente, ‘Diario de una vagabunda’ es uno de los libros testimoniales más contundentes en décadas. Su autora, Hayashi Fumiko, fue cronista del Tokio de después de la guerra, que experimentó en carne propia, antes de ser corresponsal para medios de su país.


Cuando uno ha visto la película Nanking, Nanking. Ciudad de vida y muerte, del director chino Lu Chuan, estrenada el año 2009, la impresión sobrevive casi una década después. Ninguna otra película partirá al espectador con el mismo brío, con el mismo descaro. No existe una mayor representación de la crueldad masiva ni una emoción más potente y, por lo tanto, uno se atrevería a afirmar que, a su lado, cualquier otra película es una menudencia. Tal vez sea la última obra maestra que ha dado el séptimo arte.
Para quien no la haya visto, le desvelaremos algo de una secuencia. La ciudad de Nanking ha sido arrasada por el ejército japonés y un soldado nipón nos acompaña a la hora de presenciar las secuelas. Una de ellas afecta directamente a las mujeres. Hambrientos de sexo, los soldados japoneses exigen que se les entregue a las mujeres refugiadas en la iglesia católica, todavía algo protegidas por embajadores y sacerdotes extranjeros. El pacto final consiste en ofrendar a unas pocas. Se reúnen y, ante la perspectiva de la matanza o el sacrificio, unas pocas se ofrecen voluntarias...
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miércoles, 26 de septiembre de 2018

MI DEUDA CON EL PARAÍSO en Sal&Roca

Mi deuda con el paraíso
Ricardo Martínez Llorca
Desnivel
Madrid, 2018
240 páginas


Hoy hablaremos un poco sobre Mi deuda con el paraíso, un sorprendente giro en la carrera de Martínez Llorca. Vuelve a la carga con su capacidad de descripción, esta vez valiéndose de los recuerdos del ayuda de cámara del Duque de los Abruzos, un joven que le atendió durante su última aventura en África. 
El narrador tiene ahora cien años y se sirve de toda su cultura para hablarnos de aquella expedición, sin olvidar la biografía completa del Duque ni sus otras expediciones. De hecho, la estrategia de referirse a ellas utilizando la cursiva, nos permite, si lo deseamos, leer la novela sobre la expedición de una sentada, y las crónicas reales de otra. Aunque estas se insertan en los momentos en que es necesario ir explicando, poco a poco, quién es el personaje protagonista de la novela. El título lo pone en boca de Umberto Cagni, quien fue el mejor amigo del Duque, durante el paso en barco del estrecho de Magallanes, cuando eran adolescentes, una travesía en plena tormenta. Ese será el paraíso del Duque: la parte de la naturaleza que a algunos puede resultarles aterradora y a otros un imán. Se trata de una novela que será catalogada como histórica, y es cierto que la labor de investigación histórica, y la geográfica, ha debido suponer un gran trabajo. Pero lo que nosotros leemos es de nuevo la necesidad de la épica para huir de la vida cotidiana que nos ata. De ahí que el anciano narrador quiera que su último sueño sea rememorar la aventura, el amor por la aventura, lo desconocido, el enigma, un mundo todavía limpio, sin plásticos y con desiertos de tinta en la cartografía. Podríamos extendernos sobre la obra, pero dejemos que sea el lector quien la descubra. Si le pusiéramos el termómetro de la literatura histórica y de aventuras, el mercurio explotaría antes de terminar el primer párrafo. No sabemos si es una obra maestra. Pero nos gustaría pensar que sí, al menos nos gustaría pensarlo durante y después de la lectura. Veremos que dicta la historia.

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martes, 25 de septiembre de 2018

CRÓNICA DE UNA EXPLOSIÓN


Crónica de una explosión
Yan Lianke
Traducción de Belén Cuadra Mora
Automática
Madrid, 2018
477 páginas

¿Qué ocurriría si preparáramos un cóctel con lo que nos queda en la memoria de Macondo, Mo Yan y el desastre del neoliberalismo en los últimos diez años? ¿Y si nos propusiéramos que el resultado pareciera inverosímil, pero cada pieza por separado fuera real? En Explotia, la ciudad que Yan Lianke (Henán, 1958) ha creado, lo posible se impone a lo mágico, aunque estemos siempre sospechando que algo de fantasía está en los cimientos de esta obra, pura imaginación. Y es la imaginación la herramienta que distingue a los narradores. La presencia, por ejemplo de constantes como el dinero y la procedencia sucia del dinero, no puede ser más realista, como es la costumbre de escupir a los pies de quienes desprecias, metafórica y literalmente. Y están las apariciones estelares de Clinton y Obama, que nos hablan del presente, en una ciudad, una megalópolis, que crece desde la aldea en un periodo de diez años. Un número curioso de vida para el proyecto, una décima parte de los cien años que sobrevivió Macondo, del que Explotia parece ser, por momentos, una caricatura hiperrealista. En Explotia, pervive la vida popular, las costumbres, al tiempo que la metáfora política y económica del desastre, de aquello que nos llevará al colapso. Sin embargo, la ciudad no se vendrá abajo de la manera en que prevemos. El final es sorprendentemente corto y, de otra manera diferente a la que hemos presenciado en las actitudes beligerantes de los demás protagonistas, impuesto por la codicia.
La novela comienza con la nueva República Popular China, tras un brevísimo repaso a la historia de Explotia dentro de China. Estamos en el tiempo en que se inaugura el libre comercio, vinculado, en este país, a las altas cortes, a las figuras dominantes en términos políticos. La fórmula del crecimiento económico se impone, frente al maoísmo, pero el poder no cambia de manos. En este caso, es el viejo alcalde quien se alía con la nueva potentada económica de la aldea para permanecer en el cargo. Y será esa mujer, con la que contraerá matrimonio tras una extorsión que es una ironía del sistema democrático, quien traiga grandes cantidades de dinero a Explotia. Ese dinero proviene de la prostitución. Y será la prostitución el imán con el que atraigan a los grandes inversores al lugar. Mientras uno lee de forma literal prostitución, no deja de pensar en que la forma en que se va vendiendo todo el mundo, desde la repartición de territorios a la explotación del campesino y el destrozo de la tierra, es otra forma de prostitución. En lugar del sexo, el sacrificio es la salud y el medio ambiente.
La prosperidad de que goza Explotia, sospechamos a lo largo de la novela, tiene pies de arcilla. Nada puede incrementar su riqueza de esta manera de una manera seria. Sin embargo, en la China del neoliberalismo hemos visto surgir grandes fortunas desde la nada. Lo que comienza con dinero real, con billetes, va cambiando a esa forma de dinero actual, la del que no existe, al del que los Chicago Boys llamarían confianza. Pero la novela no se centra en eso. Lo que vamos leyendo es un juego de tronos. Un tipo siniestramente burdo se hace con la alcaldía, y quiere ser faraón. Su mujer le odiará a muerte, pero se beneficiará de la posición política del marido. De esta manera, él será el loado y el que se cree enemigos, el que tenga que pagar precios. Regala títulos a sus hermanos, uno de los cuales será su perdición. Presos de trastornos obsesivos, los protagonistas se aprovechan del dinero que entra a espuertas para llevar a cabo unos sueños que no tienen límites. Excepto el hermano que tan solo pretende ser un buen profesor, en los demás no leemos ninguna forma de humanidad. El tema del libro es si el destino está escrito o lo hemos escrito. De hecho, el autor recurre a un manuscrito intencionado, en sustitución del clásico manuscrito hallado. Para las previsibles traiciones y el desgaste físico que sufren los protagonistas, siempre se recurre al dinero como medicación. Los síndromes que padecen son tan grotescos, que permiten que los sueños se cumplan. Y no son banales los sueños. En los últimos diez años de China, como ha sucedido en Estados Unidos a lo largo de cientos de años, para ser político hace falta ser millonario. Esa codicia y ese destino que van escribiendo, solo puede tener un final. Pero Yan Lianke se aprovecha de los distintos centros de las paranoias para ir cambiando el destino, los destinos, hasta revocar todos los sueños a la manera de Napoleón. Esta gran novela nos habla de un imperio bajo el que estamos viviendo. Esta forma de humor, que, ya lo hemos dicho, nos recuerda a Mo Yan, es algo muy serio.

domingo, 23 de septiembre de 2018

UNA EDUCACIÓN


Una educación

Tara Westover

Traducción de Antonia Martín
Lumen
Barcelona, 2018
464 páginas



“Maestro, ¿quién es el prójimo?”. Así comienza el capítulo 10, versículos 29-37 del Evangelio según San Lucas. A continuación, Jesús relata la parábola del Buen Samaritano. Ese hombre, el herido, a pesar de haber padecido la injusticia humana de la negligencia de un sacerdote y un levita, cuando se recuperara, ¿mantendría la fe? Ellos representan la fe, la religión, si lo llevamos al extremo, son la figuración del espíritu. Y, sin embargo, le ningunean. Pero el enfermo, una vez recuperado, si renuncia a su fe tras el sufrimiento, está quitándose el suelo bajo los pies. Seguramente nadie en su familia volvería a dirigirle la palabra. Tendría que cambiar de lugar de residencia, pues en su barrio sería considerado filisteo, para empezar una nueva vida. Le cabe, eso sí, aceptar la humillación para mantenerse dentro del espectro, de la farsa de una familia y una comunidad que, en teoría, le han arropado. De eso trata esta obra maestra, tal vez el debut literario más prometedor en lo que va de siglo XXI. Tara Westover (Idaho, 1986) nos habla de su biografía en un tono sin adjetivos, sin rémoras en la prosa que nos indiquen qué partido debemos tomar. Lo que deduzcamos saldrá de los sucesos, que ya es una forma de censura, pero de los que parece evidente que no podemos negar la brutalidad que ha soportado. Hacia el final del libro, cuando recibe el elogio de uno de sus profesores de universidad, se asusta, y mucho. “Toleraba cualquier forma de crueldad mejor que la amabilidad”, confirma.
Al iniciar la lectura del libro, un cierto amor nostálgico por la montaña, por la infancia rural impuesta por un padre algo tiránico, nos lleva a pensar si nos encontraremos ante un espíritu semejante al de Capitán Fantastic. Pero a medida que vamos avanzando, descubrimos que no se trata de un padre, como en la película, que desee una vida autónoma y autosuficiente en la naturaleza para sus hijos, sino de un tirano, un fanático mormón, que impone las reglas y para ello necesita estar alejado de cualquier forma de civilización. Veremos cómo poco a poco, a medida que se acumulan acontecimientos, la paranoia del padre resulta ser peligrosa. De hecho, algunos episodios nos hablan de imprudencia temeraria. Al volante, por ejemplo, los accidentes suceden con frecuencia, son previsibles y son trágicos. A pesar de lo cual, sobreviven, gracias a Dios. Por desgracias, este gracias a Dios no es una expresión banal. Es oxígeno alimentando las llamas. Mientras tanto, mientras el padre se gana la vida como chatarrero o albañil, trabajos en los que no toma ninguna medida de seguridad pues confía en Dios, la madre, sumisa, muda, se especializa en la labor de partera fuera de la legalidad. Y también en la fitoterapia. En esa casa, las medicinas son la fórmula del Diablo para entrar en el cuerpo.
La creencia de que de someterse a un tratamiento clínico implicará esterilidad y otros males futuros, se arraiga. Es fácil imaginar que, por supuesto, ninguno de los siete hermanos está escolarizado. Pero esta situación no es el punto de partida de la familia. El padre comenzó imponiendo una ley algo más integrada, que a medida que pasa el tiempo se fanatiza. La paranoia le lleva a acumular armas, provisiones y miles de litros de gasolina en la parcela de la casa, escondidos, convencido de que será el único superviviente al Apocalipsis, y que éste es inminente. Crece Tara de manera autodidacta. Es una niña que aprende a tener paciencia y que va descubriendo algunas de sus virtudes, como la musical, que le abre alguna otra puerta que no es la de su casa. Comienza a conocer que hay otras formas de vivir y que existen niños de su edad con los que compartir juegos y charlas. Pero es la hermana pequeña y adora a sus hermanos. Los ve salir de casa y le duele las despedidas. Desconoce las razones, pero sabe que alguno de ellos sigue la vida del mormón puro y duro, y otros, sin embargo, se alejan de la familia casi para no volver. En cualquiera de las dos situaciones, son capaces de establecerse y crear su propia familia.
Tara intenta mantener la complicidad con los hermanos que quedan en casa. Pero va descubriendo, y sufriendo, la paranoia patológica del padre y el trastorno sádico, seguramente una psicosis, de uno de sus hermanos, una psicosis que también es bipolar. Y nos describe la vida rural de una manera a la que no estamos acostumbrados. Nos muestra la cara oscura del Beatus Ille. Y la maldición de una conjura, la de los que soportan el ambiente de su casa, para hacerla creer que es una chica fea por fuera y por dentro. Así llega a la adolescencia y a septiembre de 2001, cuando ve caer las Torres Gemelas y es entonces cuando descubre que existen grandes ciudades. Y cuando, de alguna manera, comienza a saber que se pronostica una bifurcación en su vida: las reglas en su familia son tan estrictas que solo cabe atenerse a ellas y considerar que es la única forma de felicidad posible, o salirse del todo de ese exceso de pudor religioso y la ignorancia que la llevará, en un episodio casi traumático, a preguntar a un profesor, cuando con diecisiete años aprueba el acceso a la universidad y por primer día asiste a clases, qué significa Holocausto. A partir de aquí se enfrenta a un larguísimo camino a Damasco. La ruta está llena de idas y venidas, de tropiezos de acostumbrarse a que existen otras formas de enfrentar la religión, y con ella el mundo. Parte de su decoro debe ser cepillado. Pero está tan arraigado que le supone un esfuerzo en el que apenas puede hacer nada. Porque dentro de ella no se mueve el deseo de querer creer que ha pertenecido a una familia feliz.
La realidad, a la que asistimos en ocasiones con la tensión con que se leería un thriller, como cada vez que regresa a su casa, es una. Pero su deseo otro, y la lleva a seguir padeciendo la bota sobre la cabeza. El sadismo de su hermano no tiene límites, ni para con ella ni para con los demás. Manipula, y se muestra como la mano derecha de su padre. Ambos han sobrevivido a accidentes mortales sin acudir al hospital. Las secuelas son horribles, pero sirven para convencer de que la medicina alternativa que practica la madre es eficaz. Y el negocio crece. Llegan a acumular grandes cantidades de dinero, mientras ella rechaza, en la medida de lo posible, cualquier ayuda para seguir estudiando. Descubre Europa, el Humanismo, Bob Marley, el Feminismo, otras religiones. Consigue becas y viaja a Cambridge. Pero sigue vigente una suerte de trastorno de estrés postraumático, cuya única cura es volver de vez en cuando a casa de sus padres para reconciliarse con ella, con su sentido de culpa. Para no sentirse fea. El libro es un psicoanálisis narrativo, escrito como si lo dictara desde el diván vienés: con recuerdos en cuadros breves que van ejerciendo efecto por acumulación. Una obra maestra. Tal vez Tara Wetover no vuelva a escribir otro libro del que nos cueste tanto recuperarnos. O tal vez, dado que está escrito contando ella veintinueve y treinta años, sume más obras de este calado. Ojalá sea así. Desde luego, quisiéramos seguir leyéndola. Pero lo que sí deseamos, por encima de todo, es que la literatura que le salga bien a la autora sea la de escribir su propia biografía a partir de ahora. Al parecer, lo está intentando. Que tenga suerte. De todo corazón: suerte y fuerza, Tara.


viernes, 21 de septiembre de 2018

MI DEUDA CON EL PARAÍSO EN 'MARCA'

El explorador que pudo reinar

             JUEVES, 20 SEPTIEMBRE 2018
  • Por Sebastián Álvaro / MARCA
No es muy frecuente que el protagonista de una novela sea un alpinista, aventurero o explorador. Pero esta vez la excepción se encuentra en el nuevo libro del escritor Ricardo Martínez Llorca, titulado "Mi deuda con el paraíso". Como no es cuestión de destriparles la excelente historia que recorre la novela, que les recomiendo, lo que sí puedo descubrirles es el personaje sobre el que está basada, en muy buena medida, toda la trama del libro. Se trata de Luis de Saboya, el Duque de los Abruzos, tercer hijo del que fuera rey de España Amadeo I. De hecho, ahora que tanto se reivindica la memoria histórica, no habrá muchos españoles que sepan que Luis de Saboya nació en 1873 en el palacio real de Madrid y si la situación política de aquellos años no hubiera sido tan dramática quizás ese hombre hubiera llegado a ser rey de España. Afortunadamente para él, su padre abdicó tan sólo quince días después de su nacimiento y la familia de Amadeo regresó a Italia poniendo punto final a su corto reinado. Sin embargo la vida de Luis de Saboya fue una continua aventura.
Con 16 años ingresó en la marina italiana, dando su primera vuelta al mundo y descubriendo la belleza irresistible belleza del Himalaya. Poco después ya escalaba algunas de las montañas más difíciles de los Alpes, como el Cervino que escaló por la arista Zmutt con el gran alpinista británico Alfred Mummery. A los 24 años comandó su primera gran expedición, a Alaska, donde escalaria una de sus más difíciles y peligrosos picos, el Monte San Elias. A partir de ese momento se convertiría en uno de los más ilustres exploradores de su tiempo, capaz de codearse con los más importantes aventureros que, por entonces, estaban tratando de rellenar el espacio en blanco de los mapas. Exploró de forma metódica el macizo del Ruwenzori, las famosas "Montañas de la Luna" de Ptolomeo, escalando más de 15 montañas que superan los cuatro mil metros, haciendo un mapa de la zona y una gran investigación científica. Al acabar su expedición aquella región se había incorporado al conocimiento geográfico moderno. Igual ocurrió poco después con su gran expedición de 1909 al Karakórum, que todavía hoy se pone como ejemplo. Fue el primero en descubrir la ruta de ascensión al K2, que desde entonces lleva su nombre: "la Arista de los Abruzos". Aunque entonces era una tarea imposible, con aquellos medios y materiales, Luis y sus compañeros lograron sobrepasar los seis mil metros en la montaña más imponente de la Tierra. Pero no contento con ello intentarían el Chogolisa, alcanzado los 7500 metros y quedándose a tan sólo 150 metros de su cima. Aquella altitud no sería rebasada durante trece años, hasta que los británicos intentaron escalar escalar el Everest. En la primera guerra mundial tuvo una digna y valiente actuación durante el salvamento de miles de refugiados serbios, pero aquel acto heroico, al margen de las órdenes de sus superiores, le llevaría a chocar con las autoridades italianas y luego con los jerarcas del fascismo italiano. Se refugió en Somalia donde moriría en 1933 alejado de la corte y de cualquier privilegio oficial. Poco antes de morir, ya enfermo de cáncer, un amigo le dijo que porqué no se quedaba en Italia, donde había buenos hospitales y morfina para poder ser tratado. Con cierta melancolia Luis de Saboya le contestó: "Prefiero que en torno a mi tumba se entrelacen las fantasías de las mujeres somalíes antes que la hipocresía de los hombres civilizados" 
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MARINA

Sobre Marina Tsvetaieva




Al cabo de unos pocos años de la Revolución Bolchevique de febrero de 2017, Marina Tsvietáieva (1892 - 1941), con el corazón hecho un asco y el estómago vacío de pura hambre, se ve en la tesitura de tener que dejar a sus dos hijas en un hospicio para intentar que sobrevivan. Ella no les puede garantizar un poco de pan y unas gotas de leche. En sus cartas y en sus cuadernos, donde la escritura de Marina es libérrima y sus anhelos expresados sin medida, confiesa adorar con locura a su hija mayor. Pero dice, sin ambages, que a su segunda hija, Irina, por razones que la razón no entiende, no la ama. Esa indiferencia la lleva hasta un episodio extremo: durante una visita al hospicio, al comprobar la suerte de sus hijas, opta por agarrar a la mayor de la mano, enferma de malaria, y arrastrarla fuera del infierno. Pero abandona a Irina y, lo que nos resulta más sorprendente, la abandona sin culpa.
La descripción que hace del lugar es más propia de Poe que de una poeta hipersensible. A Irina la retrata como si la niña, de cuatro años, se refugiara en una especie de autismo para no ver la realidad, el maltrato, que llega a extremos tales como el que se refleja cuando las niñas del hospicio coman las pocas lentejas una a una para así disfrutar de ellas durante más rato. Irina viste harapos sucios como el culo del diablo y no pronuncia sino una sola sílaba, irreproducible en cualquier lenguaje que no fuera animal. Un tiempo más tarde le llegará la noticia de que Irina ha fallecido. Pero ella, privada de cualquier energía, no se mueve de la habitación donde vive. No acude al entierro ni, más tarde, a poner flores sobre la lápida. Y es ahí, ahora sí, cuando muestra cierto respeto por Irina, reconociendo que ni siquiera ha tenido la decencia de despedirse de ella: “No para consuelo suyo, sino mío – y como una verdad sencilla lo diré: Irina era una criatura extraña, quizás incluso desahuciada, - todo el tiempo se mecía, casi no hablaba, - quizá fuera raquitismo, quizá degeneración, no sé. Por supuesto, de no haber habido la Revolución –“. Más tarde, en el exilio, nacerá Mur, un chico vital sobre el que depositará todos los cimientos que la permiten vivir durante diecisiete años más. Al final, cuando considera que Mur puede valerse por sí mismo, cuando su marido está encarcelado, acusado de espionaje y a punto de morir a fusilado, y su hija mayor está desterrada en un gulag, Marina se suicida.
Se ha ahorcado y deja una nota para su hijo. No es ninguna sorpresa. Era uno de los temas recurrentes en sus escritos. Su hijo, al ver la cáscara de lo que fue Marina, dice algo así como “lo entiendo”. Y después se marcha a vivir a otro lugar. El cuerpo de Marina será arrojado, envuelto en una sábana remendada, en una esquina del cementerio de Yelábuga, en Tartaristán, el lugar al que la evacuaron cuando comenzó la guerra contra el ejército nazi. Nadie sabe dónde yacen los restos de quien, posiblemente, sea una de las grandes poetas del siglo XX, y de la historia:Los ángeles me entregan al verdugo”, reza un verso de juventud. Sus poemas son parte de ella. Jamás entendió que, como le pidiera en algún momento la autoridad cultural bolchevique, pudiera existir un poema al caucho o a materiales por el estilo, que reflejaran el triunfo del trabajador: “Declaro que soy inocente (…) / ¿Dónde está mi plata?, ¿mi oro? / En mi mano solo hay ceniza”. Existe el pesimismo vital, algo más fuerte que el existencialismo. De hecho, ella ya ha resuelto el problema fundamental de esa corriente filosófica: la vida no merece la pena: “No me salvarán los versos ni los astros”. La sensación de una soledad patológica la ha desbordado:
“Lo sé, lo sé,
la bella tierra
que está labrada
(…)
ya no es nuestra.
Ni el aire,
ni las estrellas
ni los nidos
que cuelgan de la luz”.
La gente ha desaparecido, solo quedan cuerpos sin alma: “Se ha ido – todo es tiza”, y también: “Aquí no hay encuentros, / Aquí sólo hay despedidas…”. Si hubiera que resumir en una palabra el paso por la Tierra de Marina, esta sería tristeza. No solo el dolor la ha elegido a ella, sino que además se deja llevar por él hasta el sufrimiento. Confiesa que nunca ha querido ser feliz.
Marina se ha roto varias veces a cuenta de las despedidas. La Revolución parte su familia, luego vendrá el hambre y el exilio en Praga, en París, el regreso a la URSS, la farsa de las acusaciones y la confesión bajo tortura de su hija mayor, que delata a su propio padre. Otro exilio, dentro de la propia Unión Soviética, lejos de Moscú. Y así le resulta imposible reintegrar vida y arte, el absoluto, que es como ella lo llama. Se ve a sí misma, no sin razón, como Sísifo subiendo la piedra eternamente. Marina ama mucho, sí, y siente demasiado cualquier clase de angustia: “Estoy escandalosamente sola, por eso tengo derecho a todo, incluso a cometer un crimen”. Podríamos llegar a entender que su falta de cariño, por una vez en su vida, hacia una persona, su hija, es el crimen al que tenía derecho. Pero esto sería justificarse, algo que no necesita. Se declara autocompasiva, no coloca engaños en sus días y en sus escritos, para que los demás la vean de otra manera, y como es norma, el miedo de las personas autocompasivas provocan lo que temen.
Sus cartas son toda una revelación. Es ahí donde muestra sus pasiones. En alguna ocasión de carácter homosexual, como es homosexual el Cantar de los cantares, donde se ama sin tener en cuenta el sexo de la otra persona, en otras platónico, como las que escribe a Boris Pasternak. Pero también de una pureza emocional cuando se enamora. Las cartas que escribe en Praga a su amante, Konstantín Rodzévich, son unas muestras de amor depuradísimo, una colección de expresiones que daría en las narices a los sentimientos delicados, a intención, de Madame Bovary. Rodzévich, por su parte, solo pretende entretenerse. “Usted es mi primer y último escudo contra las multitudes. Si se aleja, se precipitarán”: ella está enamorada hasta la médula. El desajuste no se compensa sino con otra despedida. El marido de Marina, que conoce la relación, la pone en la tesitura de elegir. Y Marina se queda con el hombre bueno, el enfermo de tuberculosis con quien se casó siendo adolescente.
El amor es la piedra de toque de Marina. Se ha pasado toda la vida intentando explicar en qué consiste. El amor es una abstracción, pero lo que sí existe es el hecho de amar. Ante la disyuntiva de amar o ser amado, ella regresa a la abstracción del amor:Me interesa no que me quieran a mí, sino lo mío. El “yo” queda incluido en lo mío. Así siento mayor seguridad, mayor espacio, mayor eternidad”. La eternidad tampoco existe, al menos en este mundo. La eternidad no es la suma de los segundos o de las horas o de los días, hasta alcanzar el infinito; la eternidad es la ausencia del tiempo. Marina, que repite que sabe amar pero no vivir, lo cual es la versión más triste del romanticismo. Necesita a un ser que le dé la impresión de necesitarla, busca un punto de fijación para su propio deseo de amar, que en su caso sirve para poner en marcha el proceso de creación. Su poesía debe contener humanidad, alejarse de los estetas, a los que iguala a los filisteos: “Todas esas flores, y cartas, e intermedios líricos no valen una camisa remendada a tiempo”, afirma cuando se encuentra una sociedad sucia y mísera al retornar a la URSS tras diecisiete años de exilio. Trabaja lavando platos hasta despellejarse los dedos, mientras los hombres se enfrascan, o aparentan estar ocupados, debatiendo sobre problemas sociales. Incluso ella, acepta el papel secular de la mujer: cuidar a los otros.
“Mi cabeza está cansada de: guerras, juegos, afectos, olas”. Siempre agotada de vivir, o subiendo con la piedra de Sísifo o corriendo cuesta abajo para recuperarla. “De la mañana a la mañana siguiente estoy sola con mis pensamientos (lúcidos, sin ilusiones)”. La Revolución de 1917 ha dado lugar a una situación social que denuncia en sus cuadernos de bitácora, los que la salvan del naufragio: “Lo que al quitármelo me dio el bolchevismo: confirmación definitiva de que el cielo vale más que el pan (…); confirmación definitiva de que no son las convicciones políticas las que unen y separan a la gente (…); aniquilación de las barreras de clase por la desgracia común de Moscú en 1919, por el hambre, el frío, las enfermedades, el odio al bolchevismo, etc.”. Consigue algo de dinero traduciendo, gracias a ser una auténtica políglota. Esta mujer a quien no le gusta nada Chéjov, domina el alemán, el inglés, el francés, el búlgaro, el polaco, el checo, el ucraniano, el georgiano y hasta el yiddish. Su perfeccionismo la impiden trabajar a un ritmo suficiente como para ganar dinero con el que sobrevivir. Con frecuencia se ve otra vez en la calle, mendigando favores para obtener una habitación donde refugiarse. Entonces piensa en el pasado como un lugar donde la pobreza era acogedora. Su poesía es más auditiva que nunca: “Las salamandras bailan, / y Marina piensa: / ¡Qué maravilla vivir en el fuego!”, dice quien piensa, con obsesión, que por sus venas corre alma en lugar de sangre, alguien para quien ese fuego significa amar a todos a la vez, acumular sentimiento.
Marina había nacido en una familia de clase acomodada, pero en febrero de 1917 se le escapa eso que ella llama alma, como la arena entre los dedos. Triunfa la Revolución: “Moscú está sin vallas (están quemadas), todo son sacos y botas”, escribe a su hermana. Cruza la revuelta contra el zar regalándonos un diario que sorprende por su entereza poética. Tsvietáieva escribe temerariamente, sobre el caos de un presente, más atroz aún porque no puede ser comprendido. Los fragmentos de sus diarios presagian no sólo la tragedia personal, sino también la de un pueblo. Son un testimonio de la vulnerabilidad humana, al tiempo que mantiene ese pulso con la literatura, como si presintiera que ella está hecha del sonido de las palabras, y que éstas son el cielo, el alma. Se dispone a hablar de un país fracturado, de un tiempo fracturado hasta la extenuación, y le saldrán, a la fuerza, escritos en los que la fractura se convierte en un estilo lírico. Tsvietáieva siempre estaba componiendo un poema, en el que la desgracia, la conciencia de formar parte de los humillados y ofendidos, estaba siempre presente. Sobrevivió al tiempo de la guerra, escribiendo retazos que forman algo que definiremos como diario, por ser la fórmula más cómoda de encajar este libro en algún género. Aunque si existiera en los libros de texto, en los manuales de literatura, el género al que pertenece bien podría ser catalogado como estupor.
Hay frescura en la escritura, una de esas formas de madures que da la sensación de obedecer a un impulso, de ser espontánea, pero que se ha elaborado desde el sótano del sentimiento. Y al mismo tiempo, hay violencia. Una violencia idéntica a la del hombre que lleva años tratando de completar un puzle de miles de piezas al que le faltan cientos de ellas. Un enfado y un desgarro. El que se corresponde a la época que le toca vivir, ese tiempo de bisagra mal engrasada que chirría cargándonos de acidez la cabeza. Hay saltos temporales y desencadenamientos, porque existe la necesidad y la obligación del movimiento en lo retratado. Y lo retratado es algo así como canjear el mal por el mal, o la impresión de que se le está escurriendo el agua de entre las manos. Como si pretendiera apresar el conjunto, mientras que habita en la periferia, que es el peor sitio para estar en tiempo de lucha. De ahí el puntillismo en el detalle, la dificultad de encontrar su sitio en el cual cabe lo excéntrico, pero también la sinrazón voluntaria, lo miserable y hasta lo ultrajante, y lo más caprichoso de la gente que se rige por un olfato que solo atiende a las veleidades.
El hambre obliga a ese estilo escueto, casi telegráfico, fugaz y en ocasiones aforístico. Meras presentaciones que, gracias a la poesía que destilan, transmiten una intimidad quebrada, un temperamento que brega por mantener la consistencia. Porque ese espíritu es una denuncia del terror, de la indefensión, algo que está a su alcance por la buena educación que pudo recibir durante la infancia, antes de pasar al mundo de los desahuciados. Bastan los hechos, aunque obligue al lector a poner en su lectura lo mejor de sí mismo, porque no se recrea en estampas. Sus palabras no forman imágenes, forman música. En ese sentido son un golpe directo a la sien del lector, al que le cuesta componer la idea de que exista alguien con tanta capacidad de observación y tan consciente de la lucidez que supone conocer la materia a partir de la cual está trabajando, pues su diario es un esfuerzo.
Hablamos de un viaje sin Dios, pero con espíritu. En el que la gente sabe rezar cuando hay que rezar, sin importar a quién o a qué se reza. Otra cosa es que sea preciso inventarse las oraciones. O incluso una religión propia, para luego esconderla. Aunque, en realidad, lo que estén deseando sea tener una pistola y disparar. Uno llega a ignorar si debe conmoverse o no durante la lectura de su diario de la Revolución. Lo cual es un fenómeno que conmueve hasta el asombro. Demasiado peso de la historia, la revolución rusa, la necesidad de unirse a la Armada Blanca, porque la verdadera revolución estaba en ella, en Marina. Todavía bajo una educación en la que su madre pretendió que ella fuera su doble, reflejándose en la intransigente lección de piano, que ella traduce al aliento, o al compás del aliento, como ella expresa: “¿Qué es el aliento sino el ritmo del alma?”.
La escritura inmediata del diario, como el fuego que arde lentamente sin miedo al incendio: “En mí la feminidad no viene del sexo sino de la creación. Sí, mujer, puesto que soy maga, puesto que soy poeta. Y sí, poeta, porque como escribes sabes todo lo que fue, lo que será, conoces el misterio sordomudo del idioma mentiroso y oscuro de los humanos al que llamamos vida”. En 1917 Tsvietáieva tenía 25 años, dos hijas (Alia e Irina), tres libros de poemas publicados (Álbum de la tarde, Linterna mágica, De dos libros) y un matrimonio en marcha con un cadete militar del Ejército Blanco, Sergei Efron. En octubre de 1917 dejó atrás una vida compleja para adentrarse en algo más terrible. Los bolcheviques confiscaban todas las herencias y nace el concepto de necesidad, que no separa la escritura del oficio de vivir. Sus diarios de la Revolución carecen de afectación política; sencillamente, escribió con el aliento lo que supuso para ella la transformación. Cuando estalla la Revolución, Marina Tsvietáieva está en Crimea con su hermana Anastasia. Regresa a Moscú en un viaje penoso. Y escribe: "Dos días y medio ni un bocado, ni un trago. (La garganta cerrada.) Los soldados traen los periódicos -en papel rosado. El Kremlin y todos los monumentos han sido volados. (...) 16.000 muertos. En la siguiente estación ya eran 25.000. Callo. Fumo. Mis compañeros de viaje toman los trenes que van de regreso". La vida por delante se vaticina como penosa, pero, lo quiera o no, tendrá que vivirla hasta ese último aliento, que será el epílogo de su alma; no es casual que se quite la vida cortándose la respiración. Observa la epidemia de sarna y se viene abajo en todos los sentidos, excepto a la hora de escribir con idéntica pasión, siempre con pasión: "Moscú. Negrura. A la ciudad se puede entrar con un salvoconducto. Yo tengo uno, del todo distinto, pero es igual. (...) Las calles desiertas, desertadas. No reconozco el camino, no lo conozco. Algo atravesamos y por algo huele a heno. Suenan disparos en los puestos de guardia: alguien no se rinde".
Así es como se libra otra guerra, la de conseguir algo de comida, que refleja con estruendo en el diario: "Las patatas están en el suelo: ocupan tres corredores. Las del final, las más protegidas, están menos podridas. Pero no hay otro camino para llegar que caminar por encima de ellas. Y entonces caminas: con los pies descalzos o con botas. Es como andar sobre una montaña de medusas. Congeladas se pegan unas a otras en racimos monstruosos. No tengo cuchillo y, desesperada (no siento las manos), tomo las que sean: aplastadas, congeladas, blandas...". Un tiempo más tarde, intentaría publicar estos diarios, pero el editor soviético le expresó con rotundidad el motivo de la negativa, en una época en la que hasta las volutas de los adornos en piedra debían expresar el beneficio político del triunfo de la Revolución, del trabajador, le comentó que sus diarios eran apolíticos. Pero ella se revela: "¿No es política la muerte por hambre de una hija en un orfanato?". En un análisis psicológico y literario de estas páginas, se podría bucear en el romanticismo y en la neurosis. Jamás abandonará, en cualquier caso, la ingenuidad: un bien elegido, una trinchera desde la que no bajar, todavía, los brazos y seguir en la batalla, seguir, como expresó Claudio Rodríguez, en derrota, pero nunca en doma.
Los diarios recogen los cuatro años vividos entre 1917 y 1921, separada a la fuerza de su marido, sin cambiarse de vestido y durmiendo en el suelo. La revolución había aniquilado las barreras de clase no por la vía violenta de las ideas, sino por el hambre, el frío, etc., por llevar al mundo al borde del abismo, allí donde solo la intimidad te salva del entorno, de los desconocidos con quienes se ve obligada a convivir. No hay trabajo digno para comprar el pan y carece de derecho a una cartilla de racionamiento. El único lugar donde puede mecerse es en la poesía, en los restos de belleza, en el agradecimiento a una mano amiga que aparece de vez en cuando entre los escombros: “No he anotado lo más importante: la alegría, la agudeza de pensamiento, las explosiones de contento ante el menor éxito, la tensión apasionada de todo mi ser – todas las paredes están garrapateadas de versos”.