viernes, 17 de julio de 2020

SOMBRAS CHINESCAS


Sombras chinescas
Simon Leys
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado
Barcelona, 2020
337 páginas

Ya sabemos que la codicia movería a la condición humana de no existir una fuerza superior, como es el miedo. Sin embargo, en tanto seres sociales, el miedo pasa a un segundo plano, excepto en los estudios psicoanalíticos de Jung, porque ahí sí, se impone el imperio de la codicia. Se trata de la gasolina que mueve el vehículo superpoblado en el que viajamos, ese que se dirige directo a un acantilado. La palabra codicia no aparece en ningún momento en este volumen, Sombras chinescas, aunque se trata del espíritu que moverá aquello que ve y denuncia Simon Leys (Bruselas, 1935 – Canberra, 2014). Frente a un cierto romanticismo que todavía podría respirarse, un romanticismo rebelde y resistente, más sujeto al deseo que a la realidad, en los años setenta viaja a la China de la revolución o la postrevolución. Su misión como agregado cultural de la embajada belga le permite acceder a diversos lugares del país, para darse cuenta de que todo lo que nos permiten conocer del mismo está condicionado por anteojeras. Y detrás, más allá de los parajes permitidos, parajes humanos, económicos, culturales, laborales, sociales, debe existir una China real, repleta de sufrientes.
El resultado, nos indica, es un país enorme construido a lomos de la población, a costa de su sudor y su carne, en el que se ha explotado una nueva forma de codicia. Entendíamos, en aquellos años, que la codicia venía siempre con un formato capitalista, envuelta en tesis de desarrollo económico individual y competitivo, en acumulación de capital y en lucha de clases. Sin embargo, Leys nos va descubriendo un país en el que se anulan estas reglas para darles un nuevo formato. El imperio de la publicidad está basado en unas consignas repetidas hasta la saciedad, en lugares comunes, en ideas recibidas, como expresa él, siguiendo la pauta de Flaubert. A nuestros oídos suenan absurdas, pero en boca de los guías uno sólo puede pensar que tienen fe en lo que defienden. Pues es la fe lo que se impone, no la razón ni los sentimientos, para sostener espiritualmente, o en un sucedáneo de espiritualidad, las razones de este país. Presumen de haber fulminado la lucha de clases sin pasar por el materialismo dialéctico, por ejemplo, pero lo que han logrado, observa Leys, es establecer la jerarquía por decreto, con lo cual en lugar de clases existen las categorías.
Resulta muy significativo, sobre todo para un espectador activo e inquieto como Leys, ese afán por intentar que la historia comience a partir del levantamiento liderado por Mao. Ahí está la desaparición de los libros, registro de los años anteriores. O la desaparición de la ópera clásica, refugio de las clases populares. O el abandono, cuando no derribo, de monumentos y estatuas. Toda esta figuración, esta tramoya, esta puesta en escena para mayor gloria de unos líderes que pretenden ser identificados, por completo, con un país, se nos narra con algo que uno llamaría humor de no tratarse de un compendio tan serio. La impresión que da la lectura es la de estar asistiendo a una caricatura: esto no puede ser serio. Ni siquiera el mentadísimo George Orwell fue capaz de imaginar un estado así, tal vez porque la imaginación no termina de sustituir a los encuentros con diplomáticos, con extranjeros integrados y autocomplacientes, con profesores, con libreros, con políticos y, sobre todo, a la observación de una vida que transcurre más allá del cristal blindado tras el que pretenden que observe a una China que se dirige, a pesar de los cambios, también hacia el acantilado.
Nos hubiera encantado saber qué opinaba Simon Leys del rumbo actual del país, que hubiera regresado para dar testimonio de nuevo. Se trata de uno de los grandes autores -uno siente tentación de decir “pensadores”- de las últimas décadas, como demuestra su Breviario de saberes inútiles. En esta ocasión la obra es mucho más fresca, más directa, más impactante por lo que indaga que por lo que reflexiona. En cualquier caso, como libro de viajes es de lo mejor que uno puede encontrar en librerías. Y también como ensayo político, pues gran parte de sus denuncias, el imperio de los lugares comunes, coexisten con nosotros, sea cual sea el régimen que nos gobierne.

sábado, 11 de julio de 2020

LO VIRAL


Lo viral
Jorge Carrión
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2020
176 páginas

Lo llama falso diario, o incluso diario fake, el propio Jorge Carrión en algún momento en que precisa explicarse. Y, sin embargo, la parte más interesante de este Lo viral se corresponde a algo que, con atrevimiento, nos atreveríamos a calificar como metadiario. La división tipo diario, o dietario, permite a Carrión reproducir breves reflexiones sobre distintas versiones de ámbito cultural, social, actual. Las más interesantes, a juicio del que escribe, se corresponden a las que hacen referencia a la esencia de los propios diarios: su valor terapéutico, su sentido de liberación, su improvisación y, por tanto, sinceridad literaria. Claro que para ello se vale de ejemplos tan obstinados como consistentes: Cesare Paveses, Susan Sontang, Kafka y, sobre todo, Julio Ramón Ribeyro. Los apuntes y el sentido que busca Carrión en ellos dan pie a pensar en un posible ensayo, en un diario de diarios.
Pero, por ahora, este libro no pretende buscar otra profundidad que no sea la de la textura, pues las cargas más contundentes vendrán en el futuro. Carrión ha demostrado mucha solvencia para el ensayo largo, tanta como para el pensamiento condensado, divergente, ese tipo de ideas que son a la par pregunta y respuesta, que durante unas largas temporadas nos regaló en redes sociales. Carrión es fiel a esta época, manteniéndose, a la par, fiel a los grandes clásicos: “El tiempo de whastapp, correos electrónicos, textos de redes sociales, documentos de trabajo, respuestas de entrevistas, artículos, proyectos y libros no deja tiempo para la escritura de la intimidad”. Seguramente porque el tiempo del cronómetro no deja tiempo para el tiempo de la emoción, que no se rige por relojes ni calendarios.
El doble entrenamiento, el ensayo y el post, le permite afrontar esta urgencia, impuesta por el encierro, en la que se habla de la enfermedad, de la lectura, del márquetin, de la inteligencia y los sentimientos, o se cuestiona si esto que estamos viviendo en el siglo XXI se puede seguir llamando cultura. Una pequeña relación de términos que aparecen en el libro clarificarán a qué nos referimos en esta última línea de la enumeración: meme, viral, Big Data, Telebasura, influencer, App, algoritmo. Sobre ese humus nos hemos visto obligados a encontrar maneras de sobrevivir a un confinamiento, a una agresión global, que encuentra paralelismos en documentos, ensayos que ha ido leyendo Carrión en esta temporada, o en las descripciones de pandemias que relató Tucídides. Aunque si uno se viera obligado a decantar cuál es la intención de Carrión, se siente tentado a mencionar la adaptación del lenguaje; para narrar una nueva situación en un contexto que se ha modificado tan deprisa en los últimos años, sería necesario volver a definir cada palabra. En buena medida, ese trabajo que va desarrollando el autor contribuyen a la sensación de metadiario.
En escasas ocasiones menciona términos bélicos, pues ese lenguaje ha sido un error que han podido denunciar quienes mejor conocen el sentido de las palabras. Sin embargo, hay un término que aparece en una única ocasión y que mantiene su vigencia, por su polisemia, que ahora se ensanchado: derrota. Este episodio, este paisaje que ha dejado en nuestras vidas un sentimiento de tierra quemada, nos recuerda la frecuencia con que somos derrotados, la necesidad de aceptar la derrota y, a la vez, la necesidad de la rebeldía, de revolverse contra los intentos de domesticarnos, contra los intentos de doma. Jorge Carrión lo hace con las herramientas que mejor sabe manejar, denunciando este zumbido de enjambre que nos ha quedado en los oídos y que perdurará demasiado tiempo, tanto del que se mide por el reloj como del que se mide por las emociones.

jueves, 9 de julio de 2020

CORAZÓN DE PERRO


Corazón de perro
Mijaíl Bulgákov
Traducción de Marta Sánchez-Nieves
Mármara
Madrid, 2020
184 páginas

Que nacer duele, es algo más que un mito de los libros de autoayuda. Es cierto que debemos estar reinventándonos perpetuamente, y que el esfuerzo, que con tanta frecuencia ejecutamos contra el ritmo de la vida, duele. De ahí esa manía de vivir por inercia que prodiga la gente. Pero vivir por inercia no es vivir, o al meno no es vivir humanamente. Tal vez podamos referirnos a la vida de un vegetal como vida por inercia; muchas más dudas surgen cuando hablamos de la vida de un perro. En este caso, se trata de un perro cruce de varias razas, es decir, impuro, al que se transforma en humano. Como en La isla del doctor Moreau, la metamorfosis pasa por el quirófano, es traumática, duele tanto como puede doler un parto. Ni H.G. Wells ni Bulgákov tuvieron ocasión de conocer el mundo de los transgénicos, por ejemplo, que hubiera hecho de sus bestias otro tipo de experimento, menos quirúrgico, pero más inquietante: a un animal se le injerta, mediante un virus, un gen humano. El resultado, en cualquier caso, es un nuevo tipo de vida, y una vida manipulada por el hombre y, seguramente, condenada al fracaso.
En el escritor inglés la idea parte de una fábula que, al margen de la fantasía, tiene una lectura metafórica acerca de la sociedad creada por el hombre jugando a ser dios. En Bulgákov, la sátira sirve para denunciar esa idea supremacista que supone la creación, también por parte del hombre o, para ser más concretos, de varios hombres, de un nuevo espíritu, el del servidor soviético. El espíritu en gracia de la Revolución, el que creará una nueva ilusión por una vida que ya no volverá a ser absurda, el que nos redimirá del servilismo y nos guiará por la nueva libertad. Ante esa presión, el médico protagonista de la novela crea la mejor de sus obras: convierte a un perro en un hombre. Esa es la idea con la que concluye el intercambio de impresiones con los miembros del nuevo país, dispuestos a rebajar sus beneficios para disponer de ellos en aras de lo común. Pues bien, si ellos creen ser capaces de crear a un hombre nuevo, él les demostrará que hay otras maneras de hacerlo: y si la materia prima es un perro, la conclusión será un hombre renacido con las virtudes del can, como la lealtad o el servilismo sin condiciones. Pero nadie domina ni siquiera aquello que crea, por mucho que controle, a punta de fusil o con pericia de cirujano, todo el proceso. El perro no irá siendo el humano previsto y leer el disparate no cesará de recordarnos el fracaso que vaticinaba Bulgákov, con tanto acierto. Su talento para la literatura, la sátira y la metáfora tocaron techo con El maestro y Margarita, sí, pero estas otras obras, de aspecto menos aunque sólo sea por el número de páginas, bien podrían figurar como capítulos de esa obra maestra, una de las mejores novelas del siglo XX.

LOS SÓTANOS DEL MUNDO


Los sótanos del mundo
Ander Izagirre
Libros del K.O.
Madrid, 2020
406 páginas


Una de las grandes necesidades humanas por las que se crearon los mitos, es poder desmitificar. El hombre es un heredero del primo del mono al que le encanta la fantasía, y eso implica, en su límite, elevar a la gloria a quien sea y a lo que sea, y, a cambio, desea poner en evidencia las fantasías de los demás. Se trata de un trabajo de baja estofa en el que se ejecuta un exorcismo de odios y de miedos, si es que unos no son hermanos gemelos de los otros. Viajar sigue siendo un gran mito contra el que nadie se ha atrevido a entonar cantos de censura. Uno de los mejores propósitos de los viajes es, a su vez, el de mantener y subir de volumen los demás mitos, las creaciones algo etnográficas y algo aventureras. En realidad, esos viajes son experiencias hacia las exageraciones: es imposible encontrar una cumbre más alta, un viento más helado, un clima más abrasador. Es imposible que la supervivencia sea una expresión más potente de lo testarudos que podemos llegar a ser. Y esa testarudez está vinculada, también, a los deseos de mitificar y a los de poner en evidencia. Al final, enfrentamos una dualidad ante la que deberíamos guardar la mejor distancia, ser constantes y ser espectadores. De eso trata el trabajo del cronista, de contemplar a la vez el mundo dual.
“El centro de Ushuaia es una parrilla de calles en pendiente, plagadas de edificios de madera, hoteles, restaurantes, discotecas, centros comerciales y agencias especializadas en turismo aventuroide. Hace solo cien años, en este mismo lugar recolectaban mejillones los últimos habitantes de una tribu neolítica. Pero el aliento de los fantasmas se disuelve muy rápido”.
El contraste como estrategia narrativa, para diseñar una forma de compartir la experiencia, ha sido siempre uno de los puntos fuertes de la literatura de Ander Izagirre (Donostia, 1976), como demuestra el párrafo anterior, que mitifica y desmitifica, sin aspereza, uno de los extremos del mundo. Libros del K.O. recupera Los sótanos del mundo, el que fuera el libro insignia de un joven periodista, enamorado del ciclismo, con una facilidad para el relato de viajes que sigue sorprendiendo. De hecho, al leerlo varios años más tarde la intención de Izagirre resulta más ensordecedora, descorazona mucho más: si antes nos hablaba de lo raro que puede ser el mundo, hoy nos lleva a un mundo que ya no existe. El viaje no es por un planeta rendido al Instagram, por un territorio saturado de redes Wi-Fi, con una dependencia absoluta de las redes sociales, del Smartphone y de cualquier ciberexperiencia. La crónica, a pesar de lo arriesgado del viaje que emprende, se nos hace familiar en el mejor sentido del término: nuestro igual, una buena compañía, un territorio en el que las emociones no se despegan de la piel.
Izagirre pasea por varios rincones del planeta buscando los puntos más bajos respecto al nivel del mar. Y se va encontrando con demonios del presente, del olvido y de la historia. De todos ellos nos habla con un espíritu didáctico en el que la literatura está al margen del espectáculo de la palabra; de hecho, la palabra está en función del relato. Se trata de unas crónicas limpísimas en las que mientras viajamos al Valle de la Muerte, al Mar Muerto, a la Laguna del Carbón, al lago Eyre, al mar Caspio o al lago Asal, mientras se nos expone la extrañeza de cada continente, se mira hacia las sensaciones del viajero, ese que va reconociendo en cada punto lo peculiar de la vida. Y al mismo tiempo se construye un mecano, y al igual que se construyen los mecanos, con la sensación de estar participando de un juego, en el que la globalización aparece como una nueva forma de explotación, en el que los episodios que construyeron el territorio son películas que contienen acción, drama y comedia. El centro de interés es la dificultad de respirar, algo que va resultando cada vez más complicado porque se impone una colonización sin colonos. Hasta cierto punto, la nostalgia de la colonización por parte de las metrópolis complementa la nostalgia por el tiempo anterior a la colonización. Pero Izagirre plantea, no resuelve, y se queda con los beneficios del viaje, con la naturaleza, el contacto humano, el paisaje o la respiración. Todo lo que se puede recuperar si al partir nos olvidamos el teléfono en casa.

Fuente: La línea del horizonte

CUENTOS


Cuentos
Thomas Wolfe
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Páginas de Espuma
Madrid, 2020
921 páginas



Resulta imposible no recordar, en una primera lectura de los Cuentos de Thomas Wolfe (Carolina del norte, 1900 – Maryland, 1938) que ahora nos regala Páginas de espuma en estupenda traducción de Amelia Pérez de Villar, el vínculo entre las frases que compone y las que componía su contemporáneo, William Faulkner: comulgan en intensidad, comulgan en pesimismo, comulgan en el espíritu de indagación que escruta el por qué de nuestros comportamientos. Es imposible, todo hay que reconocerlo, no referirse a Faulkner cuando uno habla de literatura americana. Y, sin embargo, no es el premio Nobel el autor al que nos vamos aproximando a medida que se depositan en la memoria las sensaciones que produce la lectura de la obra breve de Wolfe. Si existe otro autor con el que tiene más similitud es, para nuestra sorpresa, Walt Whitman. La obra de Wolfe contiene un lirismo que pretende cantar a todo lo que existe; por un lado, hay una intención manifiesta de meter en cada frase tanto conocimiento de mundo, o de curiosidad por el mundo, como sea posible; por otro, la suma de estas frases componen un análisis del universo humano, siendo la humanidad un conglomerado que se nos va antojando religioso, un conjunto de creencias y ceremonias en las que hay mas dudas que respuestas, a pesar de que confiemos en conocer las respuestas. En buena parte de la obra, aparecen, de hecho, referencias bíblicas; y el estilo es, con frecuencia, tan potente como el de algunas traducciones del Antiguo Testamento.
Debemos aclarar que buena parte de esta obra breve no son cuentos o relatos al uso. Es decir, no se enmarcan en esa tradición de obras circulares con finales que contienen una cierta dosis de sorpresa, no tienen su punto fuerte en estrategias narrativas. En ese sentido, se aproximan más a lo que la obra de Proust supuso para la novela que a la pura experiencia del relato. Hay alguna obra que se diría que pretende ser parábola y alguna otra que es casi un canto. Todas ellas, por su parte, contienen la esencia de un narrador que crece, que se transforma, que sale de cada cuento como quien retorna de un viaje: distinto, pero sujeto al capricho de la realidad, ese que te obliga, con el tiempo, a volver a ser el que has sido siempre. El punto fuerte sobre el que sustenta su literatura Thomas Wolfe es la descripción, y dentro de la descripción las enumeraciones, valientes, arriesgadas, propias de quien se toma la literatura muy en serio. Wolfe es capaz de escribir sin calderilla, sin palabras gratuitas, sin espacios muertos. De hecho, por momentos su obra se construye como algo muy físico, incluso cuando menciona otro tipo de materias:
“El tiempo pasa (…) y nos quedamos, Gran Dios, solo con esto: la certeza de que esta tierra, este tiempo y esta vida son algo más extraños que un sueño”.
La esencia del sueño es la transformación, que es lo que caracteriza el mundo que Wolfe observa, y con él sus narradores. Su registro es el propio de quien mira el mundo como un paisaje moral: “Yo ya había conocido todo lo que vivía, se movía o funcionaba bajo sus designios. Yo era hijo de la noche, uno de los miembros de su enorme camada, y sabía todo lo que se movía dentro de los corazones de los hombres que amaban la noche”. Su mundo es en el que conviven la luz y la sombra, el del hogar frente a la ansiedad, el de la magia de lo natural frente a la destrucción de lo urbano, el del Ying y el Yang, en un territorio en el que casi todos estamos en derrota: “con la gente tocada por la devastación solo existen dos posibilidades: o la amas o la odias”. Nos habla de ciudades en las que la gente no se conoce, que es la principal característica que debería tener un relato urbano. O nos lleva a aldeas donde conocerse es abocarse a un martirio en el que uno casi elige el grado. Su realismo está lejos de tener un apellido común: no es sucio, no es mágico, no es estrictamente ético; es un tanto discursivo y es muy inquietante. Se expresa con algo que uno tiene la tentación de llamar furia y se refiere, en buena medida al absurdo:
“Y porque nuestras más orgullosas canciones se perdieron en el rugir de las voces, porque los edificios quebraron y confundieron nuestra visión, porque creíamos que los hombres importaban menos que el mortero, nuestros corazones se hicieron grandes y desesperados, y no tuvimos esperanza.“Pero sabemos que la huella borrada es mejor que la piedra en la que se marcó…”
Nos presenta, con una convicción que roza el frenesí, un mundo antiguo que convive con un mundo en estreno y pretende pronunciar lo impronunciable, sabiendo que no logrará conseguirlo. Porque el lenguaje tiene demasiadas limitaciones, tantas como para acotar lo emocional cuando quiere describirlo, afrontarlo o sanarlo. Esto nos somete a unas consecuencias en las versiones posibles de comunicación que a lo que más se asemeja es a la sordera. En definitiva, el tema sobre el que nos habla Wolfe es lo incómodo que resulta vivir, y también, como escritor, de lo incómodo que resulta observar vivir:
“Insoportablemente cercano y cálido y palpable, e insoportablemente lejano por estar tan cerca (…) y nuestra propia furia nos lanza contra él, nuestra propia ansia nos devora, y estamos cautivos entre las rejas y los muros inexpugnables de nuestra propia soledad”.

Fuente: Revista de letras

martes, 7 de julio de 2020

LA NOVELA DEL AGUA


La novela del agua
Maja Lunde
Traducción de Kirsti Baggethum y Asunción Lorenzo
AdN
Madrid, 2020
325 páginas

En esta novela el pesimismo es una seña de identidad. Podemos hablar de distopía, en una de las dos acciones que se desarrollan, al estilo de La carretera, de Cormac MacCarthy, y podemos hablar de los fundamentos de la demolición del planeta en la segunda acción. Una es contemporánea, la otra futurista. Ambas son oscuras, pero la oscuridad que las caracteriza no es apocalíptica, como en La carretera, ni pertenece al mundo de los agoreros apocalípticos, que son bastante fáciles de encontrar en los medios de comunicación. Si algo caracteriza y tienen en común ambas situaciones, es el ambiente, la atmósfera que se respira, pues todavía es respirable. Pero aturde. No termina de ser claustrofóbica, pero apunta hacia la claustrofobia. En realidad, apunta hacia una gran variedad de fobias, casi todas relacionadas con el desastre ecológico, con la pérdida de la naturaleza y de la naturalidad, de la facilidad para las relaciones e incluso de las relaciones. Apunta hacia el malestar contra los desconocidos y apunta hacia la denuncia.
Por una parte, una mujer emprende un viaje en barco, en velero, con intención de hallar a su antiguo amante, que está deshaciendo un glaciar del norte de Europa para vender el hielo en un país desértico. La explotación del agua, el elemento básico, la esencia de lo que somos y es la naturaleza, y su exterminio, dan pie a una situación en la que se impone una tristeza de pronóstico, es decir, un lamento por la pérdida y la inevitable deriva de esa pérdida, que nos condenará.
Por otra parte, un padre y su hija caminan por rutas del sur de una Europa asolada por la sequía, en el año 2041. Que hallen varado el velero de la activista que protagoniza la primera secuencia tiene una lectura tan metafórica como contundente: el mar ha devorado los continentes, a cuenta del cambio climático, sí, pero el agua escasea, incluso el agua de mar, que ha pasado de ser una vía por la que un personaje viaja a un impedimento, un muro, una cárcel.
Maja Lunde (Noruega, 1975) utiliza la frase escueta y el párrafo corto para facilitar una lectura que se despliega sin dilación. El lector irá devorando las páginas sin el ese tipo de escollos que con tanta frecuencia se prodigan en las denuncias y las distopías: la posibilidad de exagerar, la histeria, la decadencia sin lírica, la exposición fácil de la maldad, la opresión apocalíptica de quienes se creen mejores cínicos. En este caso, sí hay oscuridad, pero pertenece al mundo de un pesimismo en el que todavía se nos permite actuar, estar presentes, vivir aunque sea a regañadientes, porque el factor humano sigue alerta, porque podrán acabar con el planeta, pero jamás se dará fin a la costumbre de querer y ser querido, aunque no se trate de un amor universal.

sábado, 4 de julio de 2020

KUESSIPAN


Kuessipan
Naomi Fontaine
Traducción de Luisa Lucuix
Pepitas
Logroño,
99 páginas

Si tu entorno está colmado de abortos y de alcoholismo, sobre un lecho de frío bastante indigesto, si se impone la desidia por culpa de causas sociopolíticas, si se trata de un lugar y una gente con la extraña conciencia de existir por inercia, la posibilidad de que exista poesía es tan escasa como la de que nazca una amapola en un estercolero. Pero a poco que una parte del alma se empañe con algo de sensibilidad, deseará que exista esa poesía y pondrá a trabajar sobre ese deseo lo mejor de uno mismo: una capacidad de observación que se significa por la certeza de saber que uno va aprendiendo y que aprender no siempre es grato. El malestar es un maestro, como lo es la ternura.
A pesar del malestar que muestra Naomi Fontaine en estos textos, se trasluce una ternura que se va sobreponiendo a la dureza de la vida en la reserva innu de Uashat, en Quebec. El retrato que nos ofrece Fontaine tiene una poesía propia de los malditos, y viene en un formato fragmentado. ¿Cuándo se recurre a la fragmentación? Generalmente, cuando se proyecta en negro sobre blanco un territorio y una gente que también están fragmentadas. Si lo vemos así, sin construir, incompleto, no es debido a que todo se haya venido abajo, sino a reconocer nuestra capacidad -en este caso la de Fontaine- de no entender nada.
Hombres perdidos, como si fueran homúnculos, truncados por las circunstancias, desnortados, que habitan un mundo disociado, en el que el buen salvaje se combate con la denuncia de la inexistencia del mito del buen salvaje. Así, se nos ofrece un retrato de lo que da vida y de lo que va quitando vida, un retrato de la supervivencia con un romanticismo que es, a su vez, pura denuncia. Porque la contaminación va acaparando el ambiente, en todas sus acepciones; porque se odia al nido y se cuestiona hasta qué punto uno debería dejarse llevar por el peso de un pasado atribuido, ese que, a falta de otra palabra, llamaremos étnico.
Y, sin embargo, a pesar de la poca luz, a pesar de las horas de frío, a pesar del suelo de barro, a pesar de las adversidades humanas, no se trata de un libro pesimista. En Kuessipan existe optimismo, pues la belleza sigue siendo un atributo del observador, y el observador inteligente es capaz de hallarla hasta en ese estercolero que está a la espera del tiempo de las amapolas.

jueves, 2 de julio de 2020

LA HIPÓTESIS


La hipótesis
Ekaitz Ortega
El Transbordador
Málaga, 2020
233 páginas


Lo lamentable es no poder disponer de un carácter que te permita elegir cómo entra la gente en tu vida. Existe un grupo de series en las que el personaje central interrumpe unas vidas anodinas o en crisis de mantenimiento, es decir, sin sal ni azúcar. Su presencia removerá el humus sobre el que asentaron las raíces los personajes y dará lugar a situaciones cómicas; ahí está Alf, por ejemplo, o El príncipe de Bel Air. La estrategia ha funcionado, también con películas de terror, ese tipo de cine que intenta inquietar metiendo en casa al enemigo. En el caso de esta Hipótesis, el sujeto que se inmiscuye es un guionista contratado para dar sentido a un robo violento. La vida del protagonista era bastante vulgar, hasta que unos tipos con capucha y mucha mala uva entraron en su tienda. Es el momento en el que surgen todos los demás, todos los que flotan a nuestro alrededor, sugiriendo que la mejor terapia para reducir el supuesto trauma es hablar con ellos.
Durante las primeras páginas, el protagonista se empeñará en mantener su entereza en un debate sobre la comunicación y la incomunicación como métodos de mantenerse erguido. En realidad, esas ofertas y esa negativa plantean un debate acerca de quiénes somos, o quiénes seguimos siendo, pues aparentemente ese ser está demasiado sujeto a construirse sobre lo que los demás opinan de nosotros. La gente está en tu cabeza y pretende estar ahí dentro, con mucho más ahínco. Los demás tal vez no sean el infierno, como supuso Sartre, pero, sin duda, son una encerrona. El anhelo de ser misántropo nos embriagará varias veces a lo largo del día, aunque solo sea para poder atenderse a uno mismo, para lamerse las heridas con el estilo propio, y no atendiendo a la buena fe de los demás. El enfado irá, pues, en aumento.
Pero el efecto acumulativo de ofertas de generosidad se interrumpirá cuando el protagonista decide contratar a un guionista profesional. La terapia pretenderá ser narrativa, como lo es el relato que se dicta a un psicoanalista. Pero, en este caso, trabajará sobre la ficción. Nada es real, ni siquiera lo que hemos vivido. Guardamos un recuerdo parcial de los sucesos y muchas veces precisamos ayuda para completar el cuadro. Esa explicación que nos tranquilizaría es lo que se pretende cuando se va exigiendo al guionista que corrija, una y otra vez, la descripción del suceso. Pero el guionista se irá transformando en algo más que un profesional contratado por un hombre aturdido con un único deseo claro: el de jubilarse. Ekaitz Ortega (Bilbao, 1983) ha escrito una novela casi breve que orbita alrededor de una idea: no podemos sentirnos libres mientras no estemos tranquilos. Porque a falta de definir con seguridad en qué consiste ser libre, la tranquilidad sería el mejor de los atributos a los que tenemos acceso. Aunque sea a través de una jubilación.

TAN ALTO EL SILENCIO

Tan alto el silencio

Ricardo Martínez Llorca

Nº de páginas: 196
PUNTO DE VISTA
«Un libro valiente y extraño dentro del panorama narrativo español, lleno de imágenes deslumbrantes, con la vertiginosa belleza de los Alpes franceses al fondo». Altaïr


«La novela no busca tanto contar una historia cuanto enaltecer un sueño: el de la libertad al aire libre respirando el viento helado de las alturas y tratando de superar metas casi imposibles al filo de la muerte, circunstancia esta a la que se mira de frente como posibilidad casi ineludible. Manuel TalensLevante


«En torno a la pasión por la montaña vive y sueña un grupo de jóvenes, ilusionados representantes de una concepción vital desligada de las tentaciones burguesas. En ese contexto, las aspiraciones, los objetivos y los deseos que los animan toman una fuerza especial para el lector».Nicolás MiñambresTribuna de Salamanca


«Este libro es un descomunal y póstumo homenaje».

Care SantosABC
«Yo pensaba que mi hermano era inmortal. Nunca sabré por qué, o nunca querré saberlo. Seguramente no quería saber que un día iba a recibir la noticia de su muerte, lo que viene a significar que yo deseaba morir antes que él. Podría pasarme toda la vida escribiendo acerca de mi hermano, y ese proyecto destinado al fracaso sería suficiente para justificar mi existencia. Pero tal cúmulo inhumano de buenas intenciones se convertiría en una excusa, o en una de esas desviaciones psicológicas cuyo nombre nunca acierto a encontrar. Luego moriría: morirías sin haber vivido tu propia vida, por muy decepcionante que sea esta. Así de odiosa es la muerte. No quiero que nadie piense que tengo una cruenta obsesión por la muerte: es solo el vértigo de un futuro sin adjetivar. Vine aquí para hablar de mi hermano y para intentar relatar una historia».
A partir de un diario escrito por su hermano, aficionado a la montaña y muerto en una escalada, Ricardo Martínez Llorca reconstruye la historia de un destino marcado por la aventura y el riesgo de la montaña. Esta novela, publicada por primera vez en 1998, nos permitió descubrir a un autor con una excepcional lírica que entrelaza las palabras de su hermano con las suyas para describir la pasión por la montaña, los anhelos, los deseos, la vida y la presencia constante de la muerte.
Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) fue finalista del Premio Tigre Juan con su primera novela, Tan alto el silencio (1998). Posteriormente, ha publicado las novelas El paisaje vacío (Debate, Premio Jaén, 2001), El carillón de los vientos (Alcalá, 2008), Después de la nieve (Desnivel, finalista del Premio Desnivel, 2016), Hasta la frontera de mi sueño (El Desvelo, 2018) y Mi deuda con el paraíso (Desnivel, 2018); además, el libro de relatos Hijos de Caín (Xplora, 2013) y la experiencia testimonial Luz en las grietas (Desnivel, Premio Desnivel, 2016). Ha publicado, también, los libros de viajes Cinturón de cobre (Pre-Textos, 2001) y Al otro lado de la luz (La línea del horizonte, 2013), además de los libros de perfiles El precio de ser pájaro (Desnivel, 2005) y Eva en los mundos (La línea del horizonte, 2019). Asimismo, ha colaborado con diversos medios como crítico literario: Oculta LitRevista de letrasCulturamasLateralQuimeraABC CulturalFronteraD o Tribuna de Salamanca.