Charlotte
Löwensköld
Selma
Lagerlöf
Traducción
de Elda García-Posada
Libros
de Seda
Madrid,
2025
351
páginas
El
final de un relato de amor suele ser emocionante. Puede ser feliz, como en los
cuentos de hadas, o con el realismo más desastroso de las novelas psicológicas
cargado sobre la espalda de los personajes. Pero, en cualquier caso, no nos
deja indiferentes y así es como nos alegramos de haber acompañado durante ese
tiempo a estos personajes. La fórmula que ha encontrado Selma Lagerlöf (1858-1940),
que no desvelaremos, es diferente, y merece la pena ser tenida en cuenta. De
hecho, durante la lectura de esta novela, nada apunta a uno u otro tipo de
resolución, lo cual hace que nos mantengamos en activo mientras avanzamos.
Con
la estructura propia de los melodramas, con sus amores contrariados y sus
deseos imposibles, con sus pies que se sujetan, de vez en cuando, a la tierra,
esta novela nos presenta con pulso firme el tema de la confrontación entre la
farsa y la sinceridad. Habrá farsa, o sinceridad, en las poses sociales, pero
también la habrá en las convicciones personales. Estamos junto a unos
personajes que en 1830 poseen cierta posición que les permite centrarse en
problemas personales, entre ellos la búsqueda del amor verdadero entre tantas y
tantas opciones frustrantes. Ni siquiera el dios en que creen quienes consagran
su vida a él, viene a salvar a nadie. La suerte, como van demostrando ellos en
lo que quizá sea el punto más fuerte de la obra, nos la vamos haciendo. El
problema es que no siempre es fácil mantener la compostura y no siempre está
reconciliado con lo que se supone que es triunfar en la vida, es decir, tener
unos días plácidos bien acompañado. El riesgo al que se someten los personajes,
y entre ellos la atractiva protagonista que da título a la novela, es el de
romperse.
La
sociedad marca las pautas dentro de las que se moverán los personajes, que en
los casos más importantes, los que mueven los resortes de las actuaciones, no
cesan de preguntarse, o de hacernos preguntarnos, qué espacio nos queda para
ser auténticos. Aparecen los celos, los encuentros, el azar… todo eso que
configura la espuma de los días, y que sustituye, a la hora de atraparnos, a
una trama que, por lo demás, es muy tenue, y que así debe mantenerse. Lagerlöf
entra dentro de cada una de sus criaturas para detallarnos los vaivenes
emocionales que en buena medida podríamos seguir identificando, esa parte que
hace de estas obras relatos eternos: lo que se sufre es lo que hace interesante
a las personas, el dolor nos construye. Para ello acota el mundo en el que se
mueven a una geografía pequeña, dentro de la cual la gente, si asistimos a la
actuación como espectadores, no termina de haber aprendido a vivir. En esta
comunidad, la gente se incorpora a la vida de los demás haciéndose valer, o creyendo
que se hacen valer y, por tanto, incorporando toda la escala de grises que
traza la línea que va del amor al odio. Lo que no existe es la indiferencia.
Lo
curioso es que el detonante de la acción es algo que no sabemos si va a
suceder: un matrimonio. Ese detalle nos remitirá a un recurso que a lo largo
del siglo XX se utilizará con frecuencia: la postergación sin fin de un
acontecimiento. Cabe preguntarse si algo intuía ya Lagerlöf, que no hace sino
mejorar la redacción clásica de las obras decimonónicas, dentro de las cuales cabe
incluir esta novela. No hay respuesta posible, ni ésta importa. Lo que importa
es que se nos acaba de entregar una muy buena novela.
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