El todo por el todo
Henri
Calet
Traducción
de Vanesa García Cazorla
Errata
Naturae
Madrid,
2019
290
páginas
Un
verso de Borges reza que la vida es unas cuantas tiernas imprecisiones.
Enamorado de la memoria y enamorado de la literatura, Henri Calet (París, 1904 –
Vence, 1956) es uno de los autores europeos de la primera mitad del siglo XX
que mejor representan esa idea de crear, esa imaginación. Es una época en la
que abundan los homenajes a la memoria y la literatura de imprecisiones con más
o menos ternura. Y aun así, Calet nos sorprende con este hermoso libro cuyo
espíritu resume, más o menos, en la expresión “¿qué nos queda del futuro? Ahora,
todo es de color caqui”. Y decimos que reconocemos más o menos las intenciones,
pues Calet empieza la sentencia con una pregunta y termina con un color sin
interpretaciones. Y necesita de la literatura para revivir ese pasado en el
que, como apunta, todavía teníamos un futuro por el que luchar, un futuro en el
que dejar nadar ilusiones.
“Pongo
en orden mis asuntos, me gusta volver a ver de más cerca mis años, uno a uno,
igual que uno se deleita releyendo algunos libros”.
Se
trata de un libro de memorias en el que el pasado es bohemia, con la
representación, por bandera, de la figura paterna: rebelde, vividor, anarquista
en lo esencial, colmadísimo de unos sueños imbatibles. “Viví a la ligera porque
el porvenir no me parecía seguro”, dice sobre sí mismo, en una afirmación que también
podría aplicarse al padre, señor de la educación sentimental de Calet, el
hombre que le enseñó a reír durante la infancia. Y una infancia sin risa es una
infancia fracasada. De hecho, en algún momento confiesa que tuvo que aprender a
desreír, desgajado de su barrio, de su tribu, de su padre. Aunque parezca
contradictorio, nada entre eses porvenir que no parece seguro y esa melancolía
por un pasado en el que uno contaba con que existiera el porvenir. Se trata de
otra tierna contradicción, una de esas que dan lugar a las mejore páginas
narrativas y, sobre todo, a las mejores páginas de memorias.
Calet
sabe que la vida no está en pasarse los domingos encerrado, maldiciendo el
acoso del lunes laboral. Sabe que vivir no es sinónimo del café cerrado con la
misma charla anodina una y otra tarde. Sabe que para sentirse vivo lo mejor es salir
a la calle, a las afueras, que lo que merece la pena no sucede si nos
encerramos entre paredes, y se reúne con “aquellos que ignoran que no es menos
saber guardar que saber ganar, aquellos que, sin tino, juegan con fuego,
aquellos que piden la luna, aquellos que se juegan el todo por el todo”. Y
ellos son la gente, somos nosotros, los humildes, los olvidados por los libros
de historia, por la filología de las artes, por los poderosos, esos que saben,
con precisión, hacia dónde quieren que se dirija el destino. Una de las grandes
maravillas de este texto es esta forma, tan plural como personal, de desnudarse:
yo soy el mundo, “nosotros continuábamos huyendo a duras penas hacia el sur,
escribiendo la Historia en la tierra con nuestros pies”.
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