Los pájaros de Verhovina
Ádám
Bodor
Traducción
de Adan Kovacsics
Acantilado
Barcelona,
2019
268
páginas
Es
un reducto de otra época, de otra generación, de otro planeta; es un mundo
simultáneo, de un gris permanente, una herida en la piel de la tierra que
cicatriza mal y la costra es de ceniza. Un lugar resistente al cambio, porque los
tiempos oscuros son como el sudor, que solo se despeja bajo una fuerte ducha
pero, a diferencia del líquido salado, no existen duchas morales ni riegos de desarrollo.
Ese es el espíritu de Los pájaros de
Verhovina (Variaciones para los últimos días) de Ádám Bodor (Rumanía,
1936). Nos lleva hasta un lugar que parece ser el suyo, el propio, un valle
rumano donde no alcanza a llegar Netflix o Tínder. La vida sigue transcurriendo
con la razón de hace cien años, y hace cien años no tenía un desarrollo mucho
más avanzado que el medieval. Las creencias son inamovibles y tenemos la
impresión de estar asistiendo a una obra coral que define una época. Pero, de
repente, por la carretera atraviesa un quad y reconocemos que nosotros nos hemos
movido, pero los habitantes de Verhovina no.
Sería
una maldición si fueran conscientes de que hay vida más allá de las fronteras
que han ido imponiendo por endogamia y por pereza. La región la pueblan unos
seres que son reflejo de una violencia contenida, que Bodor trata con tanto
respeto como frialdad, y también unos fantasmas de los que no se da cuenta. Hay
muchas ausencias, pero son elípticas y no alcanzamos jamás a encontrar su
definición, en un ejercicio de malabarismo literario a la altura de unos pocos y
de los buenos. Como está la metafórica ausencia de los pájaros, huidos de la
región, y con ellos todo el significado de la palabra vuelo, de la palabra
libertad, de la palabra felicidad. De esta manera, Bodor crea una atmósfera de
perpetuo deshielo, en un lugar que deja a las fronteras del Western en tiras de
cómic, pues la distancia entre la geografía que nos retrata y el resto de la
Tierra es indescriptible, es decir, no hay manera de conocerla. Y no digamos ya
de recorrerla. La única salida es, precisamente, la divulgación literaria.
Gracias a Bodor podemos conocer estos entornos en el que los parajes son mucho
más fuertes que el individuo. Da cierto temor pensar que uno puede calificar
como costumbrista a una obra de este estilo.
El
narrador, de nombre Adam, está inmerso en la vida del lugar. De vez en cuando
nos lo recuerda, y abandona el mosaico de vecinos y el tono plural para
participar en los sucesos. Está dentro y es, a la vez, omnisciente. Y no cesa
de preguntarse por la convivencia y las formas de la convivencia. ¿Existe
alguien que todavía tenga fe en la cortesía? De todas maneras, ¿de qué sirve la
cortesía si no hay porvenir? Y no es que no exista un destino, unas opciones de
futuro, es que a los habitantes de Verhovina se les niega la posibilidad de
saber que, tal vez, podrían tener algún tipo de futuro, que no siempre las cosas
son permanente, ni siquiera el gris. Pero si hasta los pájaros han dimitido de
su función social, estética, ética, ya poca resistencia podemos ejercer los
demás.
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