jueves, 1 de febrero de 2018

LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER

La guerra no tiene rostro de mujer
Svetlana Alexiévich
Traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Debate
Barcelona, 2015
365 páginas
21,90 euros



Bajo una acacia que los supervivientes han sembrado en el rincón más oscuro de su diafragma, un espectro con forma de vagabundo, que representa lo que ellos fueron, se pasa el día hablándose a solas. Las palabras que se dicta parecen inconexas, pero responden a preguntas que se atoraron en mitad de los veinticinco gramos del alma. A su alrededor, se ha construido una colonia muy sucia habitada por detalles con tanta personalidad como los personajes de John Ford o de Dostoievsky. El ser que acoge esta bazofia se pasa la vida creyendo que debe intentar dejar atrás esa mugre para llegar al lugar donde cantan los mirlos y los niños. Pero con frecuencia, sobre todo el día que la hemoglobina baja de los índices sanos, se escucha una voz sobrevolando la cabeza del mendigo que dice “Ya no puedo”.
Pero esa vida sobrellevada no ha sido tan poética como refleja el párrafo anterior. En realidad, para describirla hacen falta frases cortas, que atrofian el aliento, sin ritmo. Enunciados en los que apenas interfieren las reflexiones, voces que arrebatan el buen ánimo, que contrarían cualquier virtud estética. Y esas voces, como bien sabe Svetlana Alexiévich (Bielorrusia, 1948) tienen que salir desnudas, descarnadas, directamente de la grabadora al negro sobre blanco. Alexiévich practica el oficio de escuchar los relatos de mujeres que vivieron la Segunda Guerra Mundial. Pero mientras estas mujeres narran, Alexiévich busca la historia de los sentimientos. Como no caben metáforas, el resultado es de un naturalismo crudísimo. La impresión de esbozo obliga al lector a poner todo lo demás de su parte: aquí solo están contenidas las palabras, pero, ¿cuáles fueron los gestos?, ¿cuáles los tonos de voz y cuáles los silencios que practicaron las víctimas durante esos encuentros? Unos encuentros que tuvieron lugar aquí y allá a lo largo de casi treinta años, y que Alexiévich ordena siguiendo casi una línea cronológica de la guerra.
Al trazar los textos desde la memoria, el resultado es muy oral, en ocasiones hasta torpe. Lo cual impresiona con su sensación de inmediatez. Y así asistimos a la pérdida de la ingenuidad, es decir, de la libertad. A una transición hacia lo que sea en que uno se convierte tras vivir todas las versiones del miedo. Lo cual implica dudas sobre la propia identidad. Ignorar si revivir con la memoria es liberación o cárcel. No saber si asusta más recordar u olvidar. Qué es esa suerte de esquizofrenia que las empuja a pensar que se han convertido en dos personas: la joven y la vieja, cada una con su voz divagando entre los oídos. Y esas voces atienden siempre a los detalles. La guerra no es un movimiento sobre un mapa; no es un corrimiento de tropas y cifras. La guerra, como la vida, se compone de muchas cosas banales, afirma una de las mujeres entrevistadas. Pero lo banal no tiene precio. Lo banal vale dos céntimos y dos millones de dólares. “Por mucho que me guste mirar el cielo o el mar, observar un grano de arena con un microscopio me fascina aún más”, confiesa Alexiévich.
Las mujeres que componen este mosaico ejercieron cada uno de los oficios de la guerra. Hasta entonces, su lugar parecía haber estado reservado a las salas de enfermería. Pero aquí ya encontramos quienes ejercieron de francotiradoras, de instructores, de soldados y pilotos, de partisanas, de médicos o con algún rango militar superior. Sin embargo, hay un hilo que atraviesa sus vidas, una presencia común a todas ellas, una figura que aparece de vez en vez en el libro haciendo que su presencia sea constante; y esa figura es la de la madre. Es fácil imaginar que ese el único refugio válido en un libro como este, que habla del universo de la guerra, un universo irracional, donde aguardan el dolor, el odio, la tentación, la perplejidad. Donde la madre es la ternura de los seres humanos involucrados en tareas inhumanas. Y la madre es la mujer por excelencia, la persona que desearíamos a nuestro lado para recorrer el camino del dolor, porque serían las únicas capaces de afrontarlo con valentía.

 Fuente: Quimera


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