lunes, 19 de febrero de 2018

PEREGRINOS DE LA BELLEZA


Peregrinos de la belleza
Viajeros por Italia y Grecia
María Belmonte
Acantilado
Barcelona, 2015
314 páginas
20 euros



A lo largo de la lectura de este hermoso libro con el que María Belmonte se estrena como escritura, uno reconoce los idilios como ese reposo permanente que se experimenta, vinculado a la belleza, tras el síndrome de Stendhal. Y, sin embargo, uno no puede dejar al mismo tiempo de preguntarse si ese deseo de permanecer en lo sublime, un deseo honorable y generoso, no participa también del síndrome de Estocolmo. Las personas de las que habla Belmonte en este libro, la mayor parte de ellos escritores, se reconocen en los paisajes de Grecia e Italia y es en ellos donde, con vehemencia o con melancolía, desean permanecer. En la Grecia y la Italia que fueron la cuna de las más hermosas piezas artísticas y literarias de la historia, que ellos encuentran rastreando bajo un sol único y un cielo unívoco y purísimo, y que, a su vez, es el objetivo de los viajes de Belmonte a dichas regiones. De modo que la primera etapa, la que repasa la biografía de cada uno de ellos es ya una búsqueda romántica, y la segunda, la investigación de la autora, dándole otra vuelta a la tuerca es un viaje al romanticismo del lo que encontraron de romántico en esa tierra Johan Winckelmann, Wilhelm von Gloeden, Axel Munthe, D. H. Lawrence, Norman Lewis, Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews y Lawrence Durrell.
En uno de los diálogos que conforman Corydon, André Gide hace a sus  de personajes reflexionar sobre la belleza para dar carta de naturaleza a la homosexualidad masculina. Como ejemplo de que el cuerpo del hombre es más hermoso que el de la mujer, el protagonista hace referencia a la estatuaria griega y romana. Ese argumento se aplica en extenso a cualquier tipo de atracción, no solo a la sexual, y por tanto a la sensualidad, a todos los sentidos, a la invitación a hacer de un lugar habitable y, por encima de todo, al paisaje. En el Mediterráneo ven una fuente de bondades físicas, porque sanan los cuerpos, y psíquicas, porque las acciones morales mejoran el espíritu de las personas, porque la belleza salva al ser humano de la absoluta soledad. En la época retratada, ellos son pioneros en ese reconocimiento estético como fuente de bienes. Y así quedan atrapados en lo que muchas veces son las ruinas de unas regiones donde la pobreza forma también parte del paisaje, hasta el punto de considerar que si esta se extermina, también se fundiría todo lo bueno que aporta la región: la austeridad sincera, el aire libre depurativo, las relaciones de afecto sin roces falsarios. Belmonte busca esas sensaciones en un ejercicio de empatía que la traslada a la vida de los otros con cariño, como si fueran sus amigos, y no como si estuviera configurando un panteón con la gente que idolatra. Desea haber vivido aquella época sin mostrar nada parecido a la amargura, con dulzura por poder conocerles a través de las lecturas y la imaginación, y lo que queda del paisaje.
De ellos destila lo más significativo, como los estremecimientos hiperbólicos de Winckelman, de ideales rígidos y enamorado de Roma. Sobre el fotógrafo von Gloeden resalta el descubrimiento del sur como sanación para los pulmones, que ya no es sólo una receta médica, también es una metáfora, especialmente para un anacoreta hedonista, que viajó por Sicilia con pesadísimos equipos de fotografía de principios de siglo XX. El médico sueco Axel Munthe fue un falso misántropo, un tipo generoso que habitó en Capri parte de una vida consagrada a curar enfermos sin cobrar por ello, y esconderse en lo taciturno para resguardar su hipersensibilidad. D.H. Lawrence añade a los anteriores la sensualidad erótica y las consecuentes historias de infidelidad, como si pretendiera hacer de su vida una mala novela de amores y desengaños para huir del mundo. Al aparecer Norman Lewis sí que tornan los valores por contraste, ya que su relación con Nápoles surge en periodo de guerra, tras una infancia entre orates y una juventud pasional; como adulto, su mirada está colmada de compasión y en Nápoles reconoce un escenario en el que sus habitantes están determinados a sobrevivir a cualquier precio.
Henry Miller es el primero de los que aparecen en la segunda parte del libro, con Grecia como centro de interés, debido a su obra El coloso de Marusi, un gran libro de viajes escrito por un hombre excéntrico y que practicaba el sarcasmo hasta consigo mismo, y era consciente de estar formando parte del mito de la contracultura que entonces estaba construyéndose. Belmonte tiene el acierto de extenderse sobre Leigh Fermor en una de sus aventuras menos conocidas, como fue el secuestro de un oficial alemán en Creta, para describir a este hombre soñador, bohemio hasta las cejas e inevitable seductor. A Kevin Andrews, autor de libros menos conocidos sobre el sur de Grecia, se le presenta con una vehemencia patológica, como si poseyera un exceso de conciencia, como un lobo solitario que no da por perdida ninguna causa. Aunque si alguien se merece ser el icono del poeta con síndrome de Stendhal y síndrome de Estocolmo, haciendo de ambos una virtud, ese es Lawrence Durrell; islomaníaco, austero, un escritor que entendía la literatura como autoterapia, obsesionado por tener una voz propia, consideraba que hasta la destrucción de lo que fue un paraíso hacía del lugar un territorio todavía más bello.
El conjunto de las reseñas de estos personajes, sus obras y su biografía, en la redacción de Belmonte es un libro romántico sin la desdicha de caer en melancolías. Una demostración de que sensibilidad e inteligencia son o pueden ser una misma cosa.

Fuente: La línea del horizonte

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