martes, 6 de febrero de 2018

LAS MONTAÑAS DE LA MENTE

Las montañas de la mente

Robert MacFarlane

Traducción de Concha Cardeñoso
Alba
Barcelona, 2005
358 páginas
20 euros



La idea no es mía, sino del maestro Borges: existe una categoría de libros cuya lectura nos hace más felices. ¿Cómo cabe definir la felicidad que proporciona su lectura? Baste decir que entre estas obras figuran, a su juicio, Las aventuras de Huckleberry Finn o La tierra purpúrea, obras, en definitiva, que nos trasladan a la libertad de los espacios naturales, al río, a las llanuras. No me cabe ninguna duda: Borges hubiera incluido en esa lista a esta obra, una obra feliz, un libro fantástico, un descanso para el lector que se reconcilia con la literatura a través de sus páginas. Nos reconcilia con la literatura y con las montañas, unas contingencias geológicas a las que el ser humano le ha ido atribuyendo el adjetivo de sublime que viene a definir, a grandes rasgos, la idea del poeta Rilke de que la hermosura es la cantidad máxima de lo terrible que el hombre puede soportar. De ahí que el verdadero protagonista de la obra sea la imaginación humana, el sujeto uno que se propone en la sentencia: “las montañas que uno contempla, las que lee, con las que sueña y las que desea no son las que uno escala”.
En realidad, toda la erudicción que muestra MacFarlane, del que sólo sabemos que nació en 1976 y que siendo tan joven la altura de su literatura puede alcanzar un vuelo estelar, está en función de una clave psicológica, oficio que no designa explícitamente. Sí penetra en la evolución interpretativa que el hombre ha otorgado a la presencia de las montañas, partiendo de facetas científicas como la geología, la geografía (mayormente la cartografía), la meteorología, la óptica, y también del humanismo representado a través de la teología y la espiritualidad religiosa, la poesía, la pintura e incluso la etimología. A todo esto cabe añadir una experiencia inclasificable como es el montañismo, que haya su hueco más próximo a los fundamentos de la necesidad humana en el capítulo dedicado a las exploraciones.
Pero tanta explicación se encuentra atravesada por un misterio, algo que escapa a nuestra comprensión cartesiana y que es un flujo que traspasa la barrera de la erudicción para impregnar el libro de conocimiento, casi de sabiduría, y que es la concepción cósmica del tiempo, su relativa importancia, la idea de que este fluye lentamente en el universo infinito y dentro de los parámetros de la propia Tierra, conviviendo así de manera sosegada y armoniosa con la Gran Naturaleza. MacFarlane quiere comprender las razones de lo que está más allá de la razón, las razones del universo y del ánimo. Para ello, recurre a dos redacciones paralelas, una en la que reseña anécdotas de su vida, de su infancia y su abuelo, o de las expediciones y los paseos por las montañas escocesas, y otra en la que narra y comenta los días en que los científicos, viajeros o escritores revolucionaron la concepción de la montaña. Las fechas clave en esta revolución las sitúa en la época victoriana, una edad en la que a los descubridores científicos, algunos para nosotros desconocidos y otros tan populares como Darwin, cabe añadir la exploración que ampliaba el mundo y la visión artística romántica. Todo escrito con una variedad de recursos estilísticos fabulosa, perfecta para transmitir sensaciones, con una gama de metáforas (otro de los temas presentes en el libro: cómo describir las percepciones nuevas a través de la metáfora) rica en sensaciones, con una facilidad expresiva inusual entre la gente de montaña. Además de aportar una capacidad de empatía fabulosa, trasladando al lector la forma de mirar de tanta gente que creyó encontrar la felicidad en las montañas. Y si hay algo semejante a ser feliz, eso es creer haber encontrado la felicidad.


Fuente: Tribuna/Culturas

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