sábado, 24 de febrero de 2018

POR QUÉ LA ELEGÍA



Por qué la elegía

Entonar una elegía es invocar una censura contra el destino. Es protestar respetando esos silencios que son más callados que el silencio auténtico, que la pura ausencia de sonido.
De repente, un corazón que ha luchado latido a latido acaba por rendirse. Hasta ese momento, la materia que regaba el corazón, con todo aquello de lo que estamos hechos –el agua de las lágrimas, las bocanadas de las sonrisas, las marcas de salvación que son los besos, los abrazos, los desencuentros, la belleza que supimos fraguar a nuestro alrededor, la frase que repetíamos cuando nos sabíamos enamorados- ha sido esclava de una sola causa, que era el amor a la vida. Cuando uno ha compartido su memoria o su deseo con alguna parte de la memoria o del deseo del corazón que acaba de fallar, siente que la muerte también le ha atacado. Se trata de una puñalada a traición. Y la traición es una ofensa que cuando nos sacude se lleva por delante muchos recuerdos de madrugadas de bronce, de cielos azules con sus soles duros en las cimas de la montaña, de jilgueros silbando y lagartijas escondiéndose bajo las piedras, de nieve, de viento y de baile vertical contra las rocas.
La Muerte, esa tropa de búfalos de la noche, no tiene compasión. Tampoco con aquellos que amaban a ese corazón que terminó por extenuarse. Es posible reconocer a sus dueños dado que el rostro se tiñe con la ceniza del dolor. Ese es el maquillaje que caracteriza a la gente que siente la montaña cuando uno de ellos se despide antes de tiempo, recordándonos que el destino es un canalla. Ese es uno de los rasgos de la identidad de grupo de los hombres y mujeres de la montaña: una desaparición es una devastación compartida.
A esto es a lo que se conoce como elegía: una herida ardiendo rodeada de la inmensidad del espacio, de un vacío sideral que resulta un descanso, porque ese vacío es amor.
Es probable que una suma de pequeños desastres hayan sido determinantes en el triunfo de la Dama Negra envenenando ese corazón que dejó de latir. Quizá se trata de la misma oscuridad que tras un suceso de este calado busca responsabilizar a los guías benévolos. Entonces se extienden entre quienes, en lugar de compartir el duelo, maldicen los errores, expresiones que hablan de ineptitud o de responsabilidad civil. Algo de ponzoña sobrevuela el debate, algo un tanto sucio, como un trago de gasolina de bajo octanaje. ¿De verdad es el momento para llenar los oídos con unas ideas tan ásperas? ¿Por qué acuden, pues, a la montaña quienes reaccionan con un sentido tan prosaico ante ese hachazo invisible? ¿Tan necesario es invocar al enfado?
Quien se reúne con la montaña, con el paisaje, portando unos sentimientos dispuestos a trazar líneas que harían un buen papel en la escala Richter, quienes saben que para disfrutar de la vida hay que estar preparado para la tortura, poseen, aunque sea escondida, esa certeza que enunció Buda: el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es optativo. Por eso los poetas inventaron la elegía. Por eso, porque nos ayuda a sobrevivir a esta certeza, el momento de la elegía es este, es ahora. Y este ahora se repetirá constantemente, recordándonos cuál es nuestro deseo real, qué es aquello tan auténtico que todo el mundo busca: nuestro último anhelo es que en la meta nos aguarde el descanso, el reposo.


 Fuente: La línea del horizonte

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