El
patio maldito
Ivo
Andrić
Traducción
de Marc Casals
Xordica
Zaragoza,
2025
388
páginas
Para
saber en qué consiste eso de ser humano, nada mejor que encontrarse con
situaciones dramáticas, situaciones que en algunas sensibilidades podrían rozar
la crueldad. Lo sabe Ivo Andrić (Travnik, Bosnia, 1892 – Belgrado, Serbia,
1975), como sabe que la forma mejor en que nos afecte es la de convertirse en
un narrador puro, de modo que sus creaciones, sus personajes, nos acompañen
emocionalmente, como nosotros los hemos acompañado durante la lectura. Conocer
a Fray Petar, por ejemplo, tendrá una intensidad que podría compararse a la que
supone conocer al buen soldado Svejk o al mismísimo Alonso Quijano. Petar es un
fraile que va contando con más protagonismo a medida que avanzamos en la
lectura de estos relatos, hasta llegar al último, El patio maldito, que
por extensión podría ser una novela corta. Pero este final, de casi cien
páginas, es un regreso al espíritu de Scheherezade: en una cárcel
claustrofóbica, presidida por un alcaide brutal, se encuentran unos personajes
que conservan cierta inocencia, y esos encuentros darán pie a lo solidario y al
regreso de la necesidad de narración propia de la infancia, y también de la
infancia del hombre. Se narrarán unas historias que serían maravillosas de no
ser por el realismo que contienen. Será, de hecho, este realismo el que imponga
su tono a lo largo de todo el libro.
Ivo
Andrić nos lleva de regreso a su tierra, a los Balcanes, y a esos periodos
de conflicto en los que lo propio de la convivencia de diferentes culturas era
en enfrentamiento y el mestizaje estaba mal visto. Acabamos de decir diferentes
culturas, pero bien podríamos habernos significado por diferentes religiones.
Hay una pequeña tentación a amonestar el belicismo entre religiones, pero lo
que se va imponiendo, relato a relato, es la humanidad buena y sentimental, que
acabará teniendo su mejor reflejo en nuestro fraile tan bien dotado para la
narración oral y la memoria. La impresión que terminará por imponerse es que el
volumen puede no tratarse de una novela, pero sí tiene una continuidad, como
sucedía en esa obra maestra que se titula Un puente sobre el Drina. Entre
las razones que nos llevan a considerar esa unidad está, por un lado, el
territorio, fronterizo, alejado, intemporal: «y dado que la tierra es mucho más
grande, fuerte y duradera que la vida humana, uno se olvida y se pierde cada
vez más en ella»; y, por otra parte, también esa inmersión en los seres que se
debaten entre los conflictos propios del ser humano:
«—¡Cuánto
mundo he visto, Yekaterina! ¡Cuánto mundo he recorrido!
»
Ni él mismo sabía si alardeaba o se estaba lamentando, así que se detuvo.»
Ese
debate entre vanidad o autocompasión bien puede simbolizar la idea que tiene
Ivo Andrić sobre la entereza humana o la fragilidad humana. La pregunta
que aflora, constantemente, es qué les falta a estos seres que, como nosotros,
están tan incompletos. Andrić se valdrá para ello de la ética en tiempos
de supervivencia, de los traumas o del estrés postraumático, de la violencia,
de los atolladeros por ley, de los últimos instantes de vida, del sentimiento
de culpa. Nos indicará que la vida que tenemos no tiene nada que ver con la
vida que merecemos, nos descubrirá los mundos ajenos, incluso los lugares donde
se ofertan milagros, y los enredos cotidianos entre quienes se supone deben
prodigar rezos y bondad. Llegaremos, incluso a preguntarnos de qué vale pecar
cuando acompañemos a un religioso que se adentra en el monte para confesar a un
bandido. Hay una vehemencia contenida en las narraciones de Andrić, muy bien
contenida, porque lo que se impone es el puro relato, próximo a la oralidad, y
todo el contenido de humanidad que puede haber dentro de las reacciones de cada
personaje. Traer a nuestro país El patio maldito es uno de los más
grandes aciertos editoriales de los últimos tiempos.
Fuente: Zenda

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