Los
árabes del mar
Jordi
Esteva
Galaxia
Gutenberg
Barcelona,
2025
547 páginas
En
ocasiones la literatura de viajes puede construir mucha nostalgia, tanta que
haría empalidecer al tipo que se comía una magdalena que le llevaba a recordar
toda la infancia. Porque aquí hay un lamento por los mundos perdidos, un
espíritu melancólico que el autor comparte con el lector: es posible que el
viaje parezca aventura, pero la esencia es que lo que hemos visto será el agua
del río que va a parar al mar que, dijo el poeta, es el morir. En algún momento
de este maravilloso libro de viajes, Los árabes del mar, Jordi Esteva
(Barcelona, 1951) lo enuncia, lamentando que cada día resulte más difícil la
experiencia del viaje como conocimiento, porque antes «cada paisaje, cada
rostro, cada personaje nuevo suponía un hallazgo», mientras que el mundo se vuelve
cada vez más homogéneo: «Desaparecieron aquellos periodos en los que uno se
hallaba maravillosamente incomunicado». Ya no resulta tan fácil regresar
enriquecido, cambiado. Esta confesión nostálgica es, a la vez, una confesión de
su anhelo, un porqué de la razón para sus viajes. La necesidad de aprendizaje late
en cada párrafo de la obra, que nos recompensa, una y otra vez, con la amistad,
que tal vez sea la mejor razón para seguir viviendo.
Los
árabes del mar se publicó por primera vez hace casi veinte
años y el rescate se estaba haciendo imprescindible para los amantes de la
literatura de viajes. Esteva entra de lleno a recordarnos que todavía existen
costas ignoradas y que descubrirnos que no todo el territorio de los viajes es
terreno millones de veces pisado. Su inquietud le llevó a un Egipto nada
turístico a finales de los años ochenta y a retomar esa misma esencia
veinticinco años más tarde, acercándose a Omán y Zanzíbar. Estábamos
convencidos de que el territorio de los árabes tenía más que ver con desiertos,
cuando llega Esteva a hablarnos de su labor como pioneros de la navegación. Y
para ello emprende este viaje a lugares que no habíamos sospechado que pudieran
ser tan dignos de conocerse, aunque siga existiendo magia en el nombre de
Zanzíbar. El plan del autor es de conocimiento y no encuentra otro sentido para
el viaje que no sea el de vivir cada momento con los sentidos abiertos,
dispuesto a reconocer qué puede aportarnos, qué es eso que no era nuestro y que
estamos llevando a nuestro interior, la que será en el futuro una nueva
magdalena de Proust.
Sorprende,
gratamente, reconocer que hay alguien capaz de viajar sin arrastrar ningún
prejuicio con él, si bolas de preso que le impidan compartir la vida que le va
saliendo al paso. De ahí que el grueso del libro sea la descripción del viaje, que
es diletante con lo que está sucediendo. De hecho, las digresiones las integra
en el texto apuntándolas dentro de diálogos, de manera que los momentos
estáticos también se convierten en aprendizaje. Esteva camina llevado por la curiosidad,
pero consigue transmitir, con su buen hacer escribiendo, la impresión de que no
aparenta ser curioso, de que los encuentros, con personas o paisajes, se
imponen como una necesidad, la misma que lleva a destacar su debilidad por la
literatura oral, por los relatos que en otro tiempo compartíamos junto al fuego
y heredábamos con calma y entusiasmo. Una energía juvenil late en cada página,
pero no nos desborda, sino que nos provoca cierta nostalgia, la que da pensar
que si fuéramos hasta allí ya no podríamos encontrar la vida tan natural que él
reconoce. Esa memoria que implica a lo que no hemos conocido, y que consigue
que echemos de menos a medida que compartimos lo que él va viviendo, es uno de
los mejores elogios que se pueden hacer a un libro de viajes. Este es una joya
escrita por un tipo que ha sabido encontrar el equilibrio perfecto entre ser
poeta y pirata, en el sentido legendario y romántico que podemos darle a ambos
términos.
Fuente: Zenda

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