martes, 13 de febrero de 2018

LA OFICINA DE ESTANQUES Y JARDINES

LA OFICINA DE ESTANQUES Y JARDINES

Didier Decoin

Traducción de María Teresa Gallego y Amaya García
Alfagura
Madrid, 2018
347 páginas

Didier Decoin empieza su novela en un pequeño pueblo cerca de un río, donde hay poco tiempo para contemplar las flores porque a diario hay que arar, sembrar, recolectar, pescar… Desde allí, la campesina Miyuki se dirige a la capital imperial para entregar las carpas que abastecerán los estanques del Emperador. Esos peces son el último recuerdo de su marido, un pescador que acaba de fallecer, y llevarlos hasta Heian será una tarea titánica. El viaje de la protagonista, lleno de peligros, sirve como alegoría del proceso de pérdida y duelo.
“Los dioses habían creado la nada para convencer a los hombres de que la llenasen. No era la presencia que regulaba el mundo la que lo colmaba: eran el vacío, la ausencia, lo despoblado, la desaparición. Todo era nada. El malentendido procedía de que, desde el principio, creíamos que vivir era tener dominio sobre algo; ahora bien, no sucedía nada de eso, el universo era tan incorpóreo, sutil e impalpable como la estela de una doncella de entre dos neblinas en el sueño de un emperador. Un mundo flotante.”
La prosa de Didier Decoin, que mezcla hábilmente sensualidad, Historia y poesía, nos ha recordado a la del mejor Tanizaki. Este autor francés, ganador del prestigioso premio Goncourt, ha invertido doce años en escribir esta novela. Se nota en cada página el trabajo de documentación y depuración del estilo para ofrecer una obra con verdadero sabor japonés. Didier construye imágenes hermosas que evocan ukiyo-e, frases bellas que casi suenan a haiku en prosa y también incluye escenas de alto contenido sexual que no deberían sorprendernos en una cultura como la japonesa, famosa por sus shunga (grabados eróticos). En definitiva, un trabajo impecable y digno de elogio.
Pero Decoin cae en el mal que lucha por eludir: el neocolonialismo. Es inevitable la mirada hacia Japón con la denuncia occidentalista. En ese sentido, participa de los males que Edward Said estudió y siguen floreciendo y que él llamó orientalismo. La visión que tiene Decoin de lo japonés es de una ternura hiperbólica. No se le puede negar el mérito de un esfuerzo ímprobo por conocer lo japonés. Pero desde el asiento europeo. La documentación que ha manejado es tan inmensa, que nos deja algo fríos. Para tratarse de una novela, abundan las anotaciones a pie de páginas explicando los significados de ciertas palabras. El texto no termina de leerse sin interrupción. Y la labor se asemeja, en buena medida, a la de un director de un museo del Japón antes que a la de un literato. La historia que narra está en función de un amor, se sobrepone a lo humano. De hecho, los arquetipos del burócrata en contraste con las tradiciones rurales son la fuente de un conflicto que, curiosamente, es tan delicado que podríamos pensar en cierta deshumanización del mismo.
Tal vez el libro hubiera merecido un glosario, en lugar de notas a pie de páginas, y pensar en el lector como un narrador, en lugar de como un divulgador. Lo que mejor está elaborado, es lo más universal: la psicología de la protagonista, en plena batalla entre la melancolía y lo que le impide dejarse llevar al duelo, a la melancolía que está necesitando, que es el sentido del deber. Pero eso también es un arquetipo japonés. En cualquier caso, su lucha por vivir, su personalidad y la negación de la misma, objetualizándola, por parte de los otros, es el mayor mérito de esta obra, en la que el itinerario permanece, porque permanece ese deseo de dormir donde durmió su marido para soñar los sueños que él tuvo.

Fuente: Culturamas

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