Los tres dioses chinos
Toni Montesinos
Fórcola
Madrid, 2015
166 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca
La mala prensa entre la población viajera se ceba, por encima de todo, en los viajes organizados. Cualquiera que haya pasado dos meses recorriendo Tailandia con una mochila de dos kilos que contenía una caja de aspirinas y un bañador, las chanclas y el cepillo de dientes, se denominará a sí mismo como viajero, o como mochilero si no ha superado los treinta años. A su juicio, esas parejas que emprenden lunas de miel en circuitos organizados se están perdiendo la esencia del viaje. Un recorrido programado desde una agencia es, a sus ojos, una cuarentena. Para conocer la India uno debe haber comido pescado podrido y saturado de especias en un mercado a las afueras de Nueva Delhi, y no limitarse a bajar de un autobús con aire acondicionado para fotografiarse delante del Taj Mahal. Los mochileros, los viajeros que abandonan su país con nada más que el billete de avión y la guía Lonely Planet bajo el brazo, creen que esos otros turistas no están cumpliendo sus verdaderos sueños. Que no se atreven a otra cosa que no sea traicionar los auténticos ideales.
Sin embargo, cualquier forma de viaje, cualquier recorrido atravesando geografías antes desconocidas, no deja de ser una forma más o menos sofisticada de turismo. Como indica Toni Montesinos, que en este libro en que relata su paso por Nueva York, Pekín, Xian, Shangai y Hong Kong en un circuito organizado, el formato no implica que las sensaciones sean más o menos laberínticas o despejadas. O, para igualar cualquier versión del viaje, cita a Schopenhauer: “La vida nómada, que caracteriza al grado más bajo de civilización, vuelve a aflorar en el más alto merced al fenómeno del turismo, que hoy todo el mundo practica. La primera nació espoleada por la necesidad; el segundo, por el tedio”.
Pero, necesariamente, esta elección lleva a Montesinos a un viaje en el que el protagonista es el “yo” que recorre los lugares. No hay apenas encuentros, no hay diálogos, no hay personas. Hay paisaje. Hay hedonismo, que se compensa con la sabiduría de Montaigne o de Thoreau, siempre presente en el pensamiento de Montesinos. Esa combinación es lo que le da su forma de ver, una estética que define cómo ha aprendido a vivir. Para llevarnos de la mano, relata en presente y a un ritmo veloz, con una prosa desatascada. Acumula datos, referencias, registros, sin pausa. Así se obsesiona por dar forma a una voz, porque es la que define lo que ve, que en buena medida son lugares comunes a cualquier turista, pero tamizados por una pequeña dosis de anhelo por ser crepuscular, y por mostrar admiración. Montesinos es consciente de que está visitando la máscara del país. Como ejemplo más claro de ello, se refiere a la transformación del budismo en atracción para los turistas. Así pues, no le queda más remedio que buscar los detalles que hablen del corazón del país: el respeto, la delicadeza. El libro se convierte, así, en un contraste entre la desolación y la ilusión. Una ilusión que implica incrustar digresiones subjetivas, divagar, ensoñar, reflexionar.
Toni Montesinos viaja a China sabiendo con certeza la fecha de regreso. Con demasiada certeza. De ahí esa necesidad de pasarlo bien por la conciencia de lo efímero. Y al igual que cualquier otro turista, en estos tiempos, ve más los paisajes a través del vidrio de la cámara de fotos o de la pantalla del Smartphone, Montesinos siente la compulsión de escribir con inmediatez aquí y allá; para él es fundamental esa sensación de objetividad que da el ser espontáneo. Gracias a lo cual, el lector puede relajarse con la frescura con que está escrito este libro.
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