Hijos de Caín
Ricardo Martínez Llorca
Xplora
Valencia, 2014
178 páginas
Esta es la pregunta:
¿Por qué la mayor parte de la gente no se suicida?
Siendo, como somos, herederos de la marca de Caín, la que se supone que nos señala como condenadamente sucios, la que nos designa como miembros de una gran capitulación, ¿por qué nos empeñamos en mantener el delirio de que existe un buen motivo para mantenernos con vida?
¿Por la confianza en el destino?
¿Por la fe en un Dios benévolo?
¿Por considerar que no somos nuestros propios amos, que nuestra vida no nos pertenece?
¿Por ilusión o por esa artimaña a la que conocemos como esperanza?
¿O, lo que sería más comprensible, por simple y puro miedo?
En realidad, me temo, por ninguna de estas razones. Ninguna de ellas es lo bastante buena para que optemos por desterrar el suicidio. Los verdaderos motivos para seguir viviendo son, a la hora de la verdad, mucho más contundentes que estos, mucho más irreprochables:
No nos suicidamos porque nos gustan las natillas, porque una vez bailamos agarrados a un perfume de fresa en una verbena de pueblo, porque los niños juegan en los columpios.
No nos suicidamos porque el próximo sábado iremos a merendar a casa de Javi o de Luis, porque no hemos terminado de ver la película que dejamos en el DVD, porque nuestro hermano pequeño lloraría.
No nos suicidamos porque si lo hiciéramos no podríamos renovar el bono del gimnasio ni pedir un kilo de peras conferencia en la frutería.
No nos suicidamos porque sabemos que existen los paisajes, y porque esa expresión del deseo que son los sueños, nos alcanza de vez en cuando a las tres de la madrugada para azotarnos con una emoción dulcísima.
Y porque el sol, que acaba de asomar tras el horizonte, y con él las nubes blancas, todavía no está sometido al control del mercado financiero.
Dicho de otra manera: seguimos vivos porque incluso en la derrota, o sobre todo en la derrota, tenemos la convicción de que existe la belleza.
Incluso en su ausencia, sabemos que la naturaleza palpita, y nosotros con ella. Pues somos naturaleza. Somos, como ella, nostalgia, y somos enigma.
Y en los mejores momentos, nos damos cuenta de que también somos dignidad. Eso es lo que nos indica cada átomo de nuestra anatomía durante la contemplación del mar o cuando permitimos a nuestra mirada perderse en el valle.
Dignos de la naturaleza.
Esa sería la fuente de la verdadera riqueza, esa sería la pauta sobre la que trazar nuestro valor. Una regla mucho más humana que la que estamos acostumbrados a utilizar, que es el trabajo, o al menos ese trabajo ligado al mercado, a la producción, al dinero.
Ahora bien, si anulamos el trabajo como vara de medir, y teniendo en cuenta que uno tiene derecho a no creer en Dios, ¿cómo podríamos valorar la vida humana? ¿Acaso no tenemos ninguna valía que sea realmente nuestra, nada que resuma en un grado mucho más práctico los motivos para no suicidarse?
A riesgo de parecer cursi, voy a acogerme a la palabra amor.
El ser humano también es el producto generado por un trabajo, al que llamamos amor:
A todos nosotros nos han limpiado y peinado, e incluso a muchos nos pretendieron adornar con pachulí.
Nos han protegido contra las enfermedades y nos han curado con mercromina.
Nos han besado.
Nos han alimentado y nos han regalado el sabor de las natillas que nos ayuda a combatir el suicidio.
Nos han enseñado a guarecernos en tiempo de tormenta y a mantenernos a flote.
Han lavado las sábanas en la que nos meamos una noche y nos han consolado, y se han reído con nuestras estupideces y con nuestros chistes.
Al final, resulta que el amor es un trabajo, en el que interactúan los cuerpos, cuya expresión máxima es el cuidado, son los cuidados.
Lo que nos deja atónitos, es darnos cuenta de que esos cuidados, que son bondad, que son belleza, unidos a la risa, a los juegos, a la lealtad y a la pasión, no basten para vencer a las tiranías. Ni siquiera a la tiranía del mercado.
De ahí que en los peores momentos nos sintamos tentados a pensar que el mal es un hecho o una fuerza mucho más real que el bien. Todos creemos que una caricia debería bastar para torcer el rumbo de un planeta presidido por la muerte, que es la peor forma de injusticia.
Rebelarse contra esta corriente que nos lleva es una locura. Y la locura bien puede ser una forma de bendición.
Por otra parte, sea cual sea el destino del mundo, tome este el aspecto que tome, siempre habrá locos.
Unos locos que en sus acciones están divulgando que tantas formas de injusticia, incluida la muerte, permanecen activas, al tiempo que proponen cómo lucir mejor el estandarte contra ellas.
En realidad, se trata de tipos que reparten linternas con las que alumbrarnos en la oscuridad.
Frente a ellos, frente a los hijos de Caín que bucean, escalan, se lanzan desde la estratosfera, o han buceado, escalado y se han lanzado desde la estratosfera, se encuentran quienes aguardan al espectáculo del Apocalipsis con un deseo contenido:
Los que consideran que el Apocalipsis es la única película que les queda por ver desde su sofá, los que ya se hicieron fotos agotando todos los rincones de las guías turísticas, los que ya bebieron desde un matarratas hasta el champán más aristocrático.
Los que necesitan un pretexto como ese, la inminencia del fin del mundo, o gritar que el mundo es una mierda, para justificar que ya pueden volver a fumar, que pueden ser unos canallas, que les está permitido irse a un club de carretera, que pueden faltar a la responsabilidad con sus compañeros de trabajo o con su familia.
Que incluso pueden cometer un crimen como respuesta a alguno de los verdaderos motivos que impulsan a los criminales: que no le salió bien la lazada del zapato, o que el nudo de la corbata quedó torcido, o que había una mancha de mahonesa en el pantalón, una mancha que descubrió demasiado tarde, cuando recibía a su primer cliente, cuando ya no disponía de tiempo para mudarse.
La pregunta, pues, es ésta:
¿Por qué los protagonistas de este libro no se suicidan?
Conscientes de que pertenecieron a la congregación de los locos de la linterna, ahora les pesa el conformarse con aguardar al Apocalipsis mirando a través de la ventana.
Pero ellos, como tantos otros de los que estamos aquí, eligen vivir porque en el último segundo, maldita sea, justo antes de dar el brinco hacia los búfalos de la noche, se dan cuenta de que no les apetece nada morirse solos.
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